Pocas cosas me resultan tan gratificantes en esta vida como leer una novela divertida. Lo malo es que no suelo encontrar demasiado a menudo buena literatura de humor.
Creo recordar que fue allá por 1988 cuando leí por primera vez El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas de Eduardo Mendoza. (En aquellos tiempos, yo trabajaba en la ventanilla de Urgencias de un gran hospital que no estaba tan masificado como ahora —todo era más relajado y amable— y a mí me quedaba tiempo para leer a hurtadillas entre paciente y paciente atendido con la gran sonrisa que me provocaban las novelas de Mendoza). Después, he vuelto a releer muchas veces esas novelas, entre otras cosas porque, excepción hecha del primer Wilt y de algunas obras de Jardiel Poncela, nunca he encontrado nada contemporáneo que me pareciese tan bueno, tan genial y tan divertido… hasta que hace pocos días tuve la suerte de que cayese en mis manos La terrible historia de los vibradores asesinos, de Miguel Ángel Buj. Y ha vuelto a ser un regocijo.
El argumento es como sigue: hete aquí que un buen día, Ajonio Trepileto, personaje patético y estrafalario —convicto en libertad condicional, para más señas—, que regenta un ruinoso sex shop de carretera, vende a una rubia despampanante, por error, tres vibradores (modelo Big Julius) pertenecientes a una partida defectuosa cuyo motor puede explotar con consecuencias fatales para las usuarias. A raíz de este deplorable suceso, Ajonio se verá involucrado en una trepidante investigación encaminada a recuperar los tres vibradores vendidos, en la que no faltarán malentendidos y absurdos, amén de todo tipo de peripecias delirantes y situaciones surrealistas como para volver loco al más cuerdo… Suena prometedor, ¿verdad? Sin embargo, por más que esta se intuya despepitante y divertida, no es la trama la principal virtud de la novela, sino el personaje. Su autor, el turolense Miguel Ángel Buj (sesudo funcionario ministerial, según me han dicho, a quien nada ni nadie hacían presagiar el nuevo rumbo que tomaría su vida), ha tenido el acierto de alumbrar un protagonista tan calamitoso que resulta irresistiblemente tierno y atractivo. Ajonio nos trae a la memoria la rica tradición hispánica de pícaros, buscavidas y otras hierbas encabezados por Lázaro, y a la que no son ajenos sanchos y quijotes, carpantas, mortadelos y filemones. Esmirriado, bajito, desnutrido, perennemente adicto a los huevos fritos con gaseosa, ataviado como un payaso y, para colmo de males, oloroso (y no precisamente a Chanel, sino a pura Abrótano Macho). Dueño de una encendida, florida, barroquísima y expresiva oratoria, digna del más ilustre académico de la lengua. Sincero e ingenuo, además de pillo redomado. Honesto y cabal, a su filosófica manera. Un personaje delicioso y entrañable, digno sucesor del simpar detective “manicomial” que imaginara Mendoza (a quien, por cierto, se encomienda el libro en su colofón), que hace de esta novela una lectura de verano tan imprescindible como regocijante.
No digo más. Lean y disfruten, lectores. Y demos a Miguel Ángel Buj una doble enhorabuena, porque se trata de un autor doble (aunque creemos que no “bifílico”); esto es: del libro y del dibujo que ameniza la portada. Que su rumbo le depare tan buenos ratos como los que me ha hecho pasar a mí.
Miguel Ángel Buj, La terrible historia de los vibradores asesinos, Zaragoza, 2011, Mira Editores, colección Sueños de tinta nº 14.
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