El castillo encantado

Ella era la pequeña princesa de un enorme castillo que se suponía encantado. Ella, a pesar de ser tan pequeña, se propuso, en un impulso de audacia, desafiar la enormidad del castillo recorriéndolo por entero. “No puedo considerarme princesa de este castillo si no consigo conocer, al menos, su extensión y superficie. Quizá nunca llegue a conocer sus secretos, la magia que el castillo alberga, pero creo que mi deber como princesa es recorrer toda su extensión y superficie”. Y la pequeña princesa comenzó a caminar. Renunció a sus muñecas, a sus cuentos de hadas. Caminó y caminó. De un aposento a otro. Recorrió estancias lujosas y otras que lo eran menos y pedían a gritos una mano de pintura. Fue tomando nota de todos los desperfectos que hallaba en un cuaderno de tapas verdes. Dormía extenuada sobre algún diván, agazapada en cualquier rincón.



Entretanto pasaron los años, dejó de ser pequeña y se convirtió en una muchacha en edad casadera. Pero en lugar de detener su trasiego, sentar la cabeza y buscar el amor de un príncipe con el que llenar aquella inmensa morada de princesitas y principitos, la joven princesa siguió recorriendo el castillo encantado. A veces tenía la sensación de estar recorriendo siempre las mismas estancias, creía repetir los mismos caminos como si fueran las secuencias mágicas de un mismo sueño. Entonces recordaba que su castillo era un castillo encantado y su determinación de recorrerlo entero se fortalecía. Un día, al atravesar un pasillo, se contempló de refilón en un espejo y se dio cuenta de que el color de sus cabellos se había vuelto plateado y de que le habían salido arruguitas en las comisuras de los labios y en los párpados. “Me estoy haciendo mayor”, reconoció. Pero siguió caminando sin concederse descanso. Y el castillo jugaba con ella, inventándose pasadizos y cámaras secretas y salones repletos de espejos que multiplicaban el espacio, y a ella, a la princesa, hasta el vértigo de lo infinito. La madura princesa siguió y siguió recorriendo aposentos, estancias, habitaciones, corredores… hasta que, al fin, llegó ante una puerta y, al abrirla, descubrió una empinada escalera.


La princesa ya era vieja y tuvo que utilizar un bastón para subir los peldaños. Subió y subió. A ratos, la fatiga la vencía, pero ella siguió subiendo escaleras. Se hizo pequeña de nuevo de puro vieja y encogidita. Y cuando creía que aquella maldita escalera nunca se terminaría, descubrió otra puerta, la abrió… y estuvo a punto de caer… de caer al universo y volar como un meteorito, volar hacia las estrellas, el sol, la luna, las galaxias… porque la anciana princesa, en su empeño, había llegado, por fin, al fin del mundo.




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