Catálogo de especímenes

Bellas y efímeras


(Observaciones de Almax, una entidad incorpórea procedente de otra dimensión, en su periplo terráqueo)

Observación número uno: (Patio de un colegio). Niñas, las llaman niñas. Pequeños especímenes de hembra. Hembritas potenciales que aprenden a comportarse como tales gracias al estímulo de las otras hembras: madres, abuelas, hermanas mayores, profesoras… cantantes, actrices de cine y televisión, muñecas, niñas de cursos superiores… Ellas son bonitas, listas, agresivas… más rápidas y precoces que los varoncitos de su misma edad. Aprenden muy pronto a seducir y a mentir con la palabra. También a envidiar y a competir. A embellecerse. Niñas de cinco años con las uñas pintadas, mochilas de Kitty Cat y leotardos de color rosa. Se las educa en la sensiblería y la compasión, mas no en la honestidad. Se les habla de sus cuerpos pero no de sus cerebros. Les importa más ser guapas que inteligentes, aprender argucias antes que a pensar. ¡Oh! Pero allí veo a dos que juegan a la pelota con unos niños, que sudan y se ensucian como sus condiscípulos masculinos. ¡Vaya! ¡Menuda reprimenda que les echa su maestra! ¡Sois un par de chicazos! Y eso no está bien. No, no está bien. La mirada de desdén del grupo de niñas que juegan con Barbies y cocinitas así lo corrobora, abriendo una brecha de género en estos especímenes desde la más tierna infancia. Bellas. Brillantes. Efímeras. Aburridas. Porque no cultivan nada que las haga diferentes.





Un ángel exterminador


Observación número dos: (Camino a casa). Una de las dos niñas-chicazo ha vuelto la cabeza al oír un nombre gritado al viento: ¡Pat, Pat! Una expresión de fastidio se pinta en su rostro congestionado y sudoroso. Esa petarda de Jenny… ¡Pat, Pat!, se escucha de nuevo. Ella se despide de sus amigos con un golpe de balón, se aparta de la frente los mechones pegados de pelo castaño y arrastra con hastío por el cemento del patio su mochila y su jersey, ambos de color azul marino. La esperan una mujer joven bajita y regordeta, morena, de rasgos indígenas y un niño muy pequeño fuertemente asido a su mano. Pat los saluda con un bufido y los tres emprenden su camino. Pat me interesa, así que decido espiarles por un tiempo, en exclusiva. La gordita, Jenny, parlotea todo el rato con el niño y Pat les sigue, huraña, mosdisqueando con desgana un bocadillo. Al cabo llegan a la puerta de un edificio que Jenny abre con la llave que saca de su monedero (de charol rosa, decorado con círculos negros). Está claro que Jenny no es la madre de los dos críos, ambos castaños y de tez clara y pecosa, sino tan solo su cuidadora. El piso al que entran tiene una gran cocina, dos dormitorios, un cuarto de baño y un saloncito. Luminoso, limpio pero un tanto desordenado. Aquí y allá juguetes esparcidos, cuentos, tebeos y un gran barreño colmado de ropa que Jenny se dispone a planchar. El niño se sienta a la mesa de la cocina, junto a Jenny, vacía un estuche lleno de lápices de colores con gran estruendo y empieza a pintar. Pat los mira, se sacude las migas del bocadillo y vuelve a bufar y, bufando, se dirige al saloncito, rebusca dentro de un cajón, enciende la tele e inserta un disco en la bandeja del DVD. Las escenas que aparecen en la pantalla son de una inusitada violencia. Tiros y sangre, mucha sangre sobre un vestido blanco de novia. Después, una mujer en coma, en una cama de hospital, comienza a despertar. Una mujer alta y grande, rubia, atractiva, de mirada fiera, que se arrastra por el suelo porque no puede caminar. Un ángel exterminador. Más tiros, más sangre, brilla el filo de un cuchillo. Una niña de cuatro años ve morir a su madre. Un avión. Okinawa. La katana de Hattori Hanzō. Muerte. Venganza. Pat se estremece en el sofá y dos gruesas lágrimas resbalan por la mugre de sus mejillas. Desde la cocina llega la voz chillona de Jenny: ¡Pat! ¿Otra vez viendo esa película? ¡Pat! ¡Si no quitas esa película inmediatamente me chivaré a tu madre! ¡Apaga la tele y haz los deberes! ¿Me oyes? Pero en lugar de apagar la tele, Pat se coloca unos auriculares. Silencio. Lágrimas de rabia silenciosa. Muerte. Venganza. Este asunto de la violencia en una niña pequeña me intriga muchísimo. ¿Por qué? ¿Por qué no juega con Barbies y cocinitas como las demás? ¿Y por qué llora mi niña-chicazo? No creo que Pat tenga más de ocho años. Con suma delicadeza intercepto su conciencia para poder leer en su pensamiento. Y allí, como en la pantalla del televisor, encuentro nuevas escenas de sangre y violencia. Un hombre que golpea a una mujer de cabello castaño. La golpea y la golpea y ella calla porque sabe que una niña de tres años los está mirando. Ahora lo entiendo. Pat quiere aprender kárate y artes marciales y convertirse en una mujer como Beatrix Kiddo para vengar a su madre y matar a ese hombre con una katana de Hattori Hanzō. Kill daddy.

   

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