Un licántropo aragonés


La presencia de licántropos está bien documentada en Aragón.
El primer caso citado en prensa data de enero de 1896 y aparece publicado en la sección de curiosidades del semanario jacetano El Pirineo Aragonés, que le dedica una reseña firmada por don Carlos Quintilla Bandrés. Los hechos relatados se circunscriben al valle de Acumuer, en la comarca del Alto Gállego. Estas tierras recónditas y desoladas están avenadas por el Aurín, río de caudal muy traicionero capaz de tragarse en una de sus crecidas un caserío entero, como cuentan que sucedió con el lugar de Cercito, erigido en su margen y  consagrado a San Martín, del que hoy no queda vestigio alguno. De este mismo río se dice, también, que sus aguas contienen polvo de oro en suspensión y aún no hace mucho se ha visto por las riberas a algún que otro infeliz filtrando lodos con un cedazo. En vano. Lo que sí parece cierto a tenor de lo narrado por don Carlos Quintilla es que esas aguas fueran espejo de sangre y horror.
Pero ciñámonos a la narración periodística, dura y lírica, porque merece la pena.

Lo recuerdan todos. El invierno de 1871 fue terrible, el más frío y más duro de cuantos se cuentan en la comarca, y es decir mucho, pues en pocos lugares la vida es tan dura como en aquestos valles. Ese invierno, en Acumuer se oyó aullar a los lobos. Cada noche más cerca del pueblo. Cada noche, azuzados por el hambre, un poco más intrépidos. Pronto atacaron a los animales. Primero a las gallinas. Luego a los conejos. Después a un ternero. A finales de marzo entraron en casa Susín, junto a la era, y se llevaron al bebé de dos años que dormía en su capazo. Nunca se supo de aquel bebé. Pero durante los veranos siguientes los pastores que subían a los pastos, allá por los ibones de Bucuesa y más arriba, murmuraban sobre un ser extraño, mitad hombre, mitad lobo, que mataba a las ovejas. Un ser terrible, sanguinario, de grandes colmillos y fuerza descomunal. Un ser con el cuerpo cubierto de pelo que ora caminaba erguido, ora a cuatro patas y exhibía sin pudor un monstruoso miembro de increíbles proporciones. Creyeron atisbarlo en los riscos, montando a las ovejas, bebiendo la sangre tibia de sus gargantas desgarradas. Lo imaginaron oculto en su cubil, sin fuego alguno, apenas abrigado con cueros secos de res, durmiendo entre los otros lobos. Alguno creyó escuchar sus lamentos en noches de luna llena. Y en el pueblo las comadres hicieron memoria y alzaron sus voces: ¡El lupo, el lupo solo puede ser Chuan, el Chuaner, el niño de casa Susín!
El invierno de 1886 volvió a ser muy crudo. Tanto, que Chuan Lupo bajó al pueblo con los otros lobos y se aventuró solo a merodear en la noche por sus calles oscuras, buscando comida y calor. No encontró comida, no encontró calor, pero antes de morir supo lo que era el amor. O al menos su manifestación externa: la hermosura de una mujer.
Si hubiera sido solo un lobo como los otros lobos tal vez su corazón no se habría detenido al escuchar el canto dulce de la muchacha, dulce sirena rubia ataviada de rústica lana parda, que le trajo el recuerdo de otro canto dulce, el de una nana, y el calor suave y generoso de un blanco seno. Pero Chuan Lupo no era un lobo como los otros lobos. Era un hombre, un muchacho, y su corazón se detuvo en ese instante y el desenlace fue ya inevitable. El cristal roto, el grito lívido, el rapto, la huida, la histeria colectiva, la batida en el bosque, el tiro en la cabeza que acaba con la vida de Chuan Lupo, el Aurín dorado teñidas sus aguas de rojo sangre, la virgen rubia y pura muerta de horror sobre la hojarasca quebrada… Muerta pero intacta, todavía pura y virgen, no mancillada.

Hasta aquí el articulito. ¿Pudo ser cierto lo que nos cuenta don Carlos? ¿Pudo ser cierto lo que le contaron a él, quizás no en Acumuer pero sí en Sabiñánigo, o en Oliván, o en Larrés? Nunca lo sabremos. El relato del señor Quintilla pasa de lo prosaico a lo lírico, dejándose poco a poco subyugar por la magia de ese rico imaginario colectivo nutrido de noches blancas al calor de la cheminera, de trasgos, de brujas, de duendes y de niños perdidos robados por lobos. Una historia susurrada por las viejas yayas del lugar, que enseña a las madres primerizas a no dejar nunca solo a un bebé, que enseña a las muchachas a no cepillar nunca sus cabellos junto a la ventana en noches de luna... si ronda el lobo.





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