El viernes veinte de febrero de 2015,
Josefina Maldonado —Fina—, de 79 años de edad, entró en la habitación que
compartía con Juan Abiego, su esposo inválido de 82, a eso de las 20:55.
Encendió el televisor situado sobre la cómoda, frente a la cama, para que Juan
pudiera ver el telediario de la Uno. Mientras sonaban los acordes de despedida
del programa precedente, ahuecó las almohadas y ayudó a su esposo a incorporarse
en el lecho. Luego se dirigió a la cocina. Ya con la sintonía del telediario y
las voces que adelantaban las noticias del sumario, volvió a entrar al
dormitorio cargada con una bandeja (una bandeja horrorosa, por cierto, de tono
naranja chillón, decorada con el tosco dibujo de una geisha —o una china, vaya
usted a saber: chinas y geishas se parecen tanto, se decía siempre la Fina— de
sonrisa sugestiva y mirada oblicua velada por una sombrilla de las de papel de
arroz). Una bandeja vulgar, de bazar de Todo a Cien, que resultaba muy útil por
las asas, el reborde alto, las patas negras plegables y el acabado cóncavo del
frontal interior que se ajustaba muy bien al cuerpo enflaquecido de Juan. Allí,
encima de esa geisha un poco pringosa (porque la Fina veía cada vez menos y no
distinguía bien los pegotes de comida de las flores del kimono), desayunaba con
los desayunos de la Uno y cenaba con los telediarios de la Uno, Juan, el inválido
marido (inválido, sí, pero las presentadoras de la Uno bien que le alegran el
pajarito. ¡Será marrano, el jodío!,
meneaba Fina la cabeza). Mañana tras mañana. Noche tras noche con el hastío
de un rito vacío, carente de cualquier sentido. Los paseos en la sillita de
ruedas, las comidas a la mesa de la cocina. Dos veces a la semana, Fina le bañaba
con la ayuda de Mamen, la asistenta municipal que les hacía la compra, les
guisaba y les limpiaba la casa solo un poco por encima.
La taza de Cola-Cao bien calentito
humeaba sobre la geisha mientras la locutora rubia, hierática, recitaba las
noticias con voz de loro dentro del marco del televisor. Fina subió el volumen
y se acercó a Juan. Él la miró con ojos de niño asustado. Ella asintió y Juan
se bebió a pequeños sorbos su tazón de Cola-Cao.
Fina le limpió los labios y regresó a
la cocina arrastrando los pies, cargada con la bandeja de color naranja chillón.
Junto al mármol desconchado de la fregadera, el Cola-Cao de la otra taza —la
suya— se iba quedando tibio. Fina suspiró (una vida desconchada, como ese
mármol amarillento que un día lució tan blanco como su traje de novia) y sorbió
el líquido en tres apresurados tragos. Le deslumbró el brillo de las tijeras
sucias que Mamen, seguro que por descuido, había olvidado en la poza aquella
misma mañana después de trinchar el pollo que les había guisado para ese fin de
semana.
El martes veinticuatro de febrero de
2015, Carmen Ruiz —Mamen—, de 38 años de edad, pulsó el timbre del tercero
izquierda del número 8 de la calle Castelar, a eso de las 9:30. Pulsó una, dos,
tres veces. La puerta no se abrió. Seguro que esta Fina se ha quedado frita,
recuerda que pensó (porque no era la primera vez que pasaba; los dos, el viejo
y la vieja, se dopaban a gusto para dormir como troncos), y rebuscó en su bolso,
impaciente, hasta encontrar el llavín. Nada más entrar al piso un olor
nauseabundo asaltó sus fosas nasales. Tuvo que hacer un esfuerzo para contener
el vómito.
En la cocina desierta reinaba cierto
desorden. La bandeja de la geisha volcada sobre el mármol con las patas
desencajadas. Un tazón roto en el suelo manchado con restos de Cola-Cao. El
reguero espeso de gotas más oscuras la condujo al dormitorio, convertido en
auténtico pandemónium. Juan yacía muerto, en la cama, con los ojos en blanco,
burdamente apuñalado, ensangrentado, entre un revoltijo de sábanas salpicadas de
grandes rosas rojas. Mamen gritó. Mamen aulló. Entonces tropezó con un bulto
blando, tendido en el piso pringado de mierda, meados, moscas y sangre. Fina
respiraba. Mamen aulló, hurgando como una loca en el bolso sin lograr dar con
el móvil. El último aliento de Fina parecía querer silbar aún en sus labios.
— Mamen… Mamen… Chsssssss, calla,
chica, no chilles… Escúchame (la garra sucia, reseca pezuña, tendida hacia
Mamen) porque esto no es lo que
parece. Esto lo habíamos planeao el Juan y yo. Nos íbamos a
suicidar con las pastillas de dormir…
¿Para qué queríamos seguir viviendo dos viejos como nosotros? Pero entonces vi
esas tijeras reluciendo contra el mármol del fregadero y no me pude resistir… ¡Ay,
Mamen! Yo quería mucho a mi Juan, ¿sabes?, pero creo que también le odiaba
mucho. La vida, hija, la vida es así…
La ilustración de esta entrada es
obra del artista aragonés José Manuel Ubé
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