El cajón de los cuentos



Era una cómoda grande de madera rubia, haya o fresno, con cuatro o cinco cajones, eso no lo recuerdo bien.  Da igual. Lo importante era el último cajón, al que llegábamos nosotros. El cajón de los cuentos. El cajón de los sueños. “Porque sueño, yo no lo estoy”, aunque debería decir mejor “Porque sueño, soy”. “Porque leo, soy”.
La infancia fue eso, el cajón de los cuentos, los sueños y la lectura. Antes de aprender siquiera a leer ya me sabía de memoria muchos de esos cuentos. Engañaba a las visitas porque hacía como que leía. Y lo hacía tan bien, con voz alta y clara, como la de mi madre cuando nos leía, que todos se lo creían. Sabía perfectamente en qué momento debía pasar de página, incluso si debía dejar una palabra a medias y pronunciar solo un par de sílabas para completarla en la página siguiente. Y colaba.
Después ya no necesité que nadie me leyera. Por fin había aprendido. Leía por la mañana, sentada en el orinal, como Léolo, antes de ir al cole. Y leer era lo primero que hacía al volver de él, mientras merendaba, antes de empezar los deberes, y lo último, antes de dormir. Leer, siempre leer. Así, Hans Christian Andersen y Oscar Wilde, pero también Mariuca la castañera, Mary Bu y Mary Bo, la Princesa Suspiritos, Peladilla y su pandilla y un sinfín de amigos más, poblaron mis sueños de niña, nutrieron mi fantasía, alumbraron mi imaginación. Porque leo, soy.


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