Alaska


La lectura me marcó, para bien y para mal.
Nutrió mi fantasía, ya lo he dicho, para bien y para mal.
Me convirtió en una niña pedante y algo alelada que creó un rico mundo interior hecho de ensueños sin contacto con la realidad.
A los cuentos de Andersen y Oscar Wilde les siguieron las historias de Canutillo Delgado, Los viajes de Gulliver, Las aventuras de Tom Sawyer, Mujercitas y Sissi Emperatriz. Después llegaron Los Siete Secretos, seguidos de Los Cinco y de toda la serie de libros de internado inglés escrita por la prolífica Enid Blyton. Pasaba las tardes enteras leyendo en el sofá del cuarto de estar, con las muñecas traídas por los Reyes Magos acostadas en sus camitas, durmiendo muy obedientes, mientras yo devoraba con parecido entusiasmo páginas y páginas impresas y donuts tiernos recién hechos.
Sobre los siete años de edad empecé a contar en el cole historias inventadas en las que mezclaba mis deseos más fantásticos con mis lecturas preferidas. Recuerdo una de ellas. La princesa que se enamoró del mar. Trataba de una princesa india que vivía en Alaska y tenía los ojos verdes como yo. Los más grandes guerreros de las tribus vecinas se disputaban su mano, pero ella entregó su corazón a un salmón que había remontado el río con la llegada de la primavera porque le hablaba del mar, del mar inmenso y lejano que ella no vería jamás. Esa historia me fascinó. Hice de Alaska mi patria interior. Y me inventé unos primos que vivían en Alaska y un tío que era el jefe de una tribu. No me lo llegué a creer, claro, pero se lo contaba a las otras niñas como si fuera verdad.

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