Seguí leyendo y leyendo. Los Tres Investigadores y el Perro. Julio Verne. La Historia de España del marqués de Lozoya, que andaba por casa. Maravillas del Mundo. La enciclopedia de la mujer. De todo. Compulsiva y desordenadamente, ya se ve. Agatha Christie. Stevenson. Pregúntale a Alicia. José Luis Martín Vigil. Edad Prohibida. Cayó en mis manos El Principito y pasó a ser mi lectura favorita, la más bella de cuantas había leído hasta entonces (todavía lloro al releerlo y es uno de los libros que más ha marcado mi vida). Un árbol crece en Brooklyn. Que el cielo la juzgue. El filo de la navaja. El padrino. Papillón. Estación Victoria a las 4:30. El conde de Montecristo. Ana Karenina. Tomé posesión de la biblioteca de mi madre, que era socia del Club de Lectores y todo lo lectora que podía ser en aquel tiempo un ama de casa con cinco hijos. A partir de ese momento soy incapaz de establecer una cronología coherente de todos los libros que devoré, pero algunos de los títulos son de traca. Recuerdo, por ejemplo, la serie de Lola Espejo Oscuro, de Darío Fernández Flórez. Mezclaba bodrios con literatura sublime. Leí las Leyendas de Bécquer. Y luego llegó Angélica, sobre los trece o catorce años. Pero a Angélica la reservo para más adelante. Sobre ella hay que hablar largo y tendido, porque además este verano, a raíz de una conversación gloriosa con mi amiga Berta Sariñena, mi madre y yo hemos vuelto a releer los seis primeros libros de la serie.
Y entre lectura y lectura fue surgiendo la idea de ser de mayor escritora.
Para hacer boca, sobre los diez años de edad había empezado a escribir, al alimón con una amiga tan rarita y pedantilla como yo, una novela delirante que mezclaba las noticias del Hola con nuestros afanes aventureros. Se titulaba algo así como Las locas vacaciones de una familia inglesa y estaba protagonizada, ni más ni menos, por lord Snowdon y la princesa Margarita de Inglaterra. ¡Toma ya! Altos vuelos. Pero así éramos entonces: intelectuales pero frívolas. Una auténtica delicia.
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