Que nadie crea que he abandonado tan pronto la historia de La caja de gato. ¡Qué va! Yo soy de las que cuando pillan tema se ponen plastas.
Hablaba antes de mis cuadernos embrionarios y esbozaba la idea de que si para escribir un poema lo que hay que intentar es limpiar, quitar capas y más capas hasta llegar a la desnudez esencial, en la novela ocurre exactamente lo contrario: al núcleo original hay que añadirle capas y más capas, desarrollo, riqueza… eso sí, sin perder nunca el norte. Bien. La idea de partida para La caja ya estaba clara: Se trataba de contar la historia (1) del escritor que sueña con una chica confinada en un zulo y que a su vez escribe la historia (2) que ella le cuenta a través de los sueños. Vale, pero ¿quién era ella? ¿Dónde estaba el zulo? ¿Y qué hacía la chica encerrada en ese zulo?
Tuve mucha suerte para dar respuesta a la primera pregunta. En realidad podría decirse que se me apareció el hada de la suerte en en forma de reportaje sobre un rancho situado en Montana, dedicado a la cría de caballos y al turismo “temático” y dirigido por una familia de la reserva de indios crow. Y digo que tuve suerte porque el tema de los indios era mi tema. O más exactamente el tema de alguien que fue muy importante en mi vida. Un verdadero friki de los indios americanos, como dirían ahora. Gracias a esa persona yo tenía un conocimiento bastante amplio sobre lo esencial de sus costumbres, modo de vida, creencias, cosmogonía, tradiciones, espiritualidad…, además de unos cuantos libros y abundante bibliografía. Había encontrado una respuesta magnífica para el enigma de Maia, la chica del zulo.
Ella era una mestiza que había crecido en el rancho Vida Salvaje, a cargo de su abuelo, Lluvia en el Rostro, heredero espiritual de las hermosas tradiciones de “los hijos del pájaro del pico largo”, y de Alina, su madre, judía ucraniana a quien la larga diáspora había conducido hasta Montana. Todas las historias se fueron hilvanando entonces, encontrando su sitio y su porqué de forma mágica y sencilla. Recuerdo que ese mes de octubre de 2007 Rafa y yo pasamos unos días en Lanzarote. Recorríamos kilómetros y kilómetros de playa en Puerto Carmen hablando sobre la novela, hasta llegar al aeropuerto, donde nos deteníamos a ver aterrizar los aviones. Hablábamos, sobre todo, del tema de física cuántica que le daba trasfondo —y nombre—, y de cómo se produciría “la confluencia”. ¡Uf! La confluencia… Era mi principal escollo. Yo tenía muy claro que en La caja de gato "no" se iban a narrar dos historias paralelas, sino concéntricas, por más que la linealidad del texto impreso se obstinara en dar idea de lo contrario. Era una historia dentro de otra historia, con tiempos y ritmos diferentes, no dos historias que discurrieran en paralelo; pero de todas formas tenían que confluir, hacerse una, para dar ese sentido final y total a la novela. Y todo eso tenía mucho que ver con la tercera pregunta: ¿Qué hacía Maia en el zulo? Ese, ese y no otro era el quid de la cuestión. ¿Cómo se resolvió? ¡Ah! Para eso tendréis que esperar a leer La caja de gato (III).
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