Hace algunos días tuve el placer de participar en un almuerzo-tertulia literario organizado por Ágora Cafés Orús con la colaboración de Arturo Gastón. Durante la comida (exquisita; todos los platos servidos estaban elaborados con café) y la posterior tertulia alrededor de una taza de café preparado con maestría por José Manuel Romeo, barista de Orús, se habló con cierta nostalgia de aquellas tertulias literarias de Café y del excelente maridaje entre Letras y café.
Y ahora, mientras saboreo una aromática taza (por supuesto, Puro Arábica, de Orús), me digo que sí, que siempre será un maridaje perfecto y no encuentro mejor forma de corroborarlo que transcribiendo un fragmento alusivo de mi novela La caja de gato:
Comenzó a caer una fina lluvia. ¡Vaya! María no llevaba paraguas, pero no le importó. Era una lluvia fina y mansa, un calabobos. Notó con placer cómo el agua iba empapando sus cortos cabellos. Alzó el rostro y cerró los ojos, con expresión sensual. Era agradable sentir la lluvia en el rostro. Empezó a arreciar y María se guareció en el interior de un pasaje comercial. Sacudió la cabeza con fuerza y miríadas de pequeñas gotas se esparcieron a su alrededor. Se peinó un poco, utilizando los dedos para ello. Le gustaba llevar el pelo así de corto. A ella le favorecía mucho y le libraba de la tiranía constante del peinado correcto. Se observó de refilón en la luna de un escaparate. Seguía estando guapa. El escaparate pertenecía a una librería. María Crespo entró en ella, como atraída por un imán. Los libros. Ese era su mundo, su elemento natural. Ojeó la consola de novedades. Por supuesto que en ella figuraban los cuatro últimos volúmenes editados por Cálamo. Se estaban vendiendo muy bien. Uno de ellos, Noviembre gris, de Carlos Chicote, iba ya por su tercera edición. ¡Estupendo! Ojeó también los libros publicados por editoriales rivales. Eran las siete y veinte. Todavía tenía tiempo, así que decidió tomarse un café. La librería era una librería-café, una idea simpática y agradable que se estaba poniendo muy de moda últimamente en Madrid, con objeto de fomentar la lectura y las tertulias literarias. Pensó escoger un libro y leer algunas páginas, sin prisas, mientras saboreaba un exquisito café capuchino. A María le encantaba disfrutar de un buen capuchino, aspirar el penetrante aroma del café y del cacao, hundir levemente la punta de la lengua en la crema, espesa y ligera… y beberlo después, muy despacio, para que el líquido hirviente atravesara, sin dañarla, la nube de espuma que ella reservaba siempre para saborearla al final, con ayuda de una cucharita. Un ritual sensual y placentero.
En la fotografía, los libros de los participantes (Carmen Santos, María Frisa, Juan Bolea, Julio Espinosa, Fernando Lalana, Ramón Acín, Lorenzo Mediano, Paco Goyanes, Javier Fernández, delegado del Gobierno, que también es escritor, y yo) que los organizadores, Javier Marco y Marisa Beltrán, tuvieron la gentileza de reunir.
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