Dulce Sandra




Sé que mañana moriré asesinada, envenenada con arsénico.
Sé que lo ingeriré mezclado con el azúcar que contiene un vulgar sobre color sepia xerografiado con el logotipo de nuestra imprenta, endulzando el café que tomaremos a los postres de nuestra comida campestre. Seremos cinco comensales para compartir almuerzo: ensalada, tortilla y carne a la brasa. Todos comeremos lo mismo, pinchando de la misma tartera, excepción hecha, como siempre, del azúcar para el café, que —cuestión de gustos y de rarezas— llevaremos en sobres preparados con las dosis individuales. “Anda, bonita, pon los nombres, no vayamos a equivocarnos”, me ha pedido mi hermana, mientras batía los huevos con energía.  Yo me he reído al ver los sobres (“¡Pero si son los de la imprenta!”. “¿Eh? ¡Ah, sí! Los viejos. Algún uso hay que darles…”) y he escrito los nombres, en letras mayúsculas, con un rotulador rojo. Al hacerlo, he sentido un escalofrío. Sí, no vayamos a equivocarnos… En el interior de ese sobre viaja mi destino… He garabateado mi nombre con mano trémula… No importa. Todo está decidido.
En realidad, que yo muera asesinada es un hecho inevitable; casi un trámite, diría. Lo que importa es que los culpables reciban su justo castigo. En eso soy implacable. Los culpables, Juan y Elena. Mi marido y mi hermana. Los traidores. Son amantes desde hace tiempo. ¡Oh, lo sé muy bien! No albergo la menor esperanza de que se trate de un error. Los descubrí juntos hace cuatro meses, seis días, once horas y… treinta y tres minutos, pero ellos no saben que yo lo sé.  Sé que están perdidamente enamorados y que no pueden vivir el uno sin el otro. Mi muerte les dejará vía libre y, de paso, podrán quedarse con la casa y con la imprenta. No está mal pensado, aunque, la verdad, nunca creí que tuvieran las agallas necesarias para hacerlo… Estaba equivocada: ahora lo sé. Sé que será mañana.
Un factor que conviene a sus deseos es mi mala salud. Desde niña, he padecido mucho del estómago. Cólicos, vómitos y diarreas, a veces de carácter muy agudo, que les permitirán encubrir los síntomas del envenenamiento. Nuestro viejo médico siempre aseguraba que eran trastornos autoinducidos, relacionados con mi temperamento voluntarioso y nervioso (solían manifestarse siempre ante alguna contrariedad), pero que podían llegar a ser muy graves, incluso fatales. Entonces, ¿por qué no ayudar un poco y acelerar el proceso? A nadie le resultará extraño que yo muera en uno de mis ataques… “Pobre Sandra”, dirá la gente, “siempre tuvo una salud muy delicada…”. Y, es más, sospecho que ellos ya lo han intentado antes o que, al menos, han ensayado modos y dosis… Recuerdo una tarde, hace algunos meses, después de una merienda en el campo como la de mañana… Tuve un ataque terrible y hube de guardar cama durante varios días. No, la sospecha no es descabellada. Los polvos de arsénico están ahí, muy a mano, entre los aperos del jardín, junto a los demás herbicidas, en un bote grande de plástico blanco que lleva pintada una calavera negra. “¿No te parece muy peligroso tener ese bote tan a la vista?”, le he preguntado a Elena más de una vez. Pero ella se encoge de hombros: “No, ¿por qué? Aquí no hay niños pequeños y nosotras ya sabemos que es veneno”.
Sí, mi muerte es inevitable. ¡Es tan fácil! Por eso he hecho planes. Se me fueron ocurriendo a raíz de mi reencuentro con Miguel de Rentería. Yo, entonces, acababa de enterarme de lo de Juan y Elena y estaba destrozada. Todavía no lo podía creer… tal me parecía la magnitud de la traición. ¡Mi marido y mi hermana! Justo las dos personas que más amaba en el mundo… Me pasaba las horas muertas en aquella cafetería, delante de una taza de café negro —muy cargado y endulzado con cuatro cucharadas de azúcar—, sumida en mis pensamientos, enferma de tristeza, con la mirada perdida y medio idiotizada, cuando apareció Miguel. Habíamos sido novios durante el último curso de bachillerato. Y ahora lo tenía delante (bastante envejecido, por cierto), mirándome con su sonrisa obsequiosa y una expresión bobalicona de asombro: “Pero bueno… ¡si eres tú, Sandra! ¡Sandra Vega! ¡Parece mentira, después de tantos años! ¡Qué sorpresa más fantástica! ¡Y estás guapísima, oye!”. A pesar de todo mi dolor, la vanidad me pudo. Coqueteé con él. Me contó que era inspector de policía. Bromeamos y se dejó llamar “sabueso” con bastante complacencia. A los pocos días volvimos a coincidir en el mismo sitio. Lo seduje. Mis planes tomaron forma…
¡Oh! Son unos planes muy simples. Simples pero efectivos. He hecho testamento. Se lo dejo todo a ellos, a partes iguales. Todo: la imprenta, el piso y esta hermosa casa de campo que perteneció a mis padres y ahora comparto con Elena, para que sigan siempre juntos hasta el aborrecimiento. Pero lo realmente importante es la cláusula final. Si yo fallezco y ellos se casan (que lo harán, lo sé: mi hermana es de las que se casan; peor para ella), Miguel de Rentería, flamante inspector de policía, recibirá una carta donde se les señalará a ellos como únicos culpables. No tendrán escapatoria. Ellos han destrozado mi vida hasta el extremo de que ni morir me importa (es más, lo deseo, con tal de castigarlos). Yo destrozaré las suyas, cual ángel exterminador surgido de las tinieblas. Miguel me vengará (lo hará, lo sé, porque él me ama y la carta contiene todas las pruebas que necesita). Exhumarán mi cadáver y hallarán en él la huella del arsénico. No me importa imaginar mi cuerpo corrompido, rezumando formol, diseccionado sobre el frío mármol de la mesa de autopsias. No me importa imaginar la lenta y atroz agonía que me aguarda, los vómitos, las convulsiones, el fuego del veneno corroyendo mis entrañas… (lo sé: he releído Madame Bovary cientos de veces durante estos últimos meses). No, nada me importa, salvo castigar a los culpables. Mi marido y mi hermana. Los traidores.
Por eso, para asegurarme de que ellos reciban su justo castigo, he arrojado a la caldera el sobre con azúcar que Elena me ha preparado y lo he sustituido por otro, idéntico, que también lleva escrito mi nombre con tinta roja y guarda en su interior la dosis letal que necesito.
Mañana. Será mañana. Mañana moriré asesinada.


Nota: El argumento de este cuento no es original: está tomado, con bastantes modificaciones, de la novela Que el cielo la juzgue, obra del escritor estadounidense Ben Ames Williams,  novela que devoré con fruición en los años de mi adolescencia. Hay también una adaptación cinematográfica, dirigida por John M. Stahl en 1945.

(La fotografía es obra de Adrien Royo)    

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