Uno

(La serpiente se desliza rápida, silenciosa, como un monstruo que avanza hacia mí. Puedo ver ya sus ojos múltiples, facetados, fosforesciendo en la oscuridad. Puedo escuchar su siseo, imaginar el látigo de su lengua bífida. Pero no me puedo mover. El terror me paraliza. Sé que voy a morir).

Le Figaro, tres de julio de mil novecientos treinta y siete:

CONSTERNACIÓN GENERAL
Amelia Earhart desaparece en el Pacífico

Perdido desde ayer todo contacto con la aviadora que intentaba culminar a bordo de su aeroplano la primera vuelta al mundo siguiendo  la línea del ecuador. En estos momentos, los equipos de búsqueda sobrevuelan el área de las Islas Nukumanu, cerca de Nueva Guinea.
A las 19:30 GMT del día de ayer el buque guardacostas recibió el siguiente comunicado: «KHAQQ llamando al Itaca. Debo de estar encima de ustedes pero no los veo... El combustible se está agotando...». Fue el último contacto por radio. Los expertos han establecido que el aeroplano pudo caer de 35 a 100 millas de la costa de la isla Howland y quedar flotando sobre las aguas del Pacífico gracias a sus tanques vacíos. El presidente Franklin D. Roosevelt ha autorizado la búsqueda con unos efectivos de 9 barcos y 66 aviones.

Pero ese mismo tres de julio de mil novecientos treinta y siete, mientras medio mundo dirigía la mirada hacia aquel remoto, e ignoto, lugar del Pacífico donde se habían estrellado los sueños de gloria de una mujer intrépida y luchadora, yo realizaba el acto más importante de mi vida y en ese mismo instante también, secretamente, como simiente que germina en el humus fértil y generoso de nuestra tierra-mundo, comenzaba a germinar esta historia que ahora escribo.
Permite, amable lector, que me explique. Todas las historias tienen un porqué, un inicio, un nudo o desarrollo y un final… El final de esta no sé aún cuál será. El inicio… Quizá reconocer que soy un tipo un tanto peculiar y que mi modo de vida no es convencional: vivo en el laberinto del metro, del metro de Sírap.
Sírap. Una ciudad invertida. Mi ciudad. Ir y venir. Ver pasar trenes y vagones. Acelerar, aminorar,  con el cuerpo y la mente preparados para un salto que no termina nunca de acabar. Como en una pesadilla de llegadas y partidas, encuentros y desencuentros. Me crié en esta ciudad, Sírap, cuyos subterráneos ahora me acogen, hasta que a los veinticinco años fui aquejado de una grave enfermedad de la que me recuperé contra todo pronóstico. No sin secuelas. La peor, esta fotofobia crónica que, a lo primero, me obligó a una reclusión forzosa entre las paredes de mi casa de la calle del Temple. No soportaba la luz del sol. Pero después de algunas semanas tampoco soportaba mi total soledad.
(Quede aclarado aquí, amigo, que soy un tipo solitario. Necesito bastante tiempo diario de soledad para rumiar mis obsesiones. Pero no todo el tiempo. No siempre. También necesito observar a la gente, sentirla sentir, vivir y rebullir. Las emociones ajenas sorprendidas a través de la espontaneidad de una mueca o de un gesto casual son la substancia que alimenta y canaliza mi propia vibración emocional. Imposible para mí vivir en total soledad).
Por eso comencé a pasar mis días observando a la gente en las estaciones y vagones del metro, espiando reacciones, atento a capturar esa emoción que diese sentido y color a mi rutinario existir. Antes del amanecer, mis pasos atravesaban el onírico umbral de hierro forjado diseño de Hector Guimard de la boca Châtelet-Les Halles y entraba en mi sueño (o, quizá, en mi pesadilla, nunca lo he sabido a ciencia cierta). Salvaba las horas instalado en el confortable anonimato de un asiento de vagón, protegido de cualquier molesta irradiación por unas lentes de cristales ahumados, leyendo un libro o la prensa pero, sobre todo, observando o deambulando por ahí de una línea a otra. A la caída del sol emergía de mi abismo de luz artificial para encerrarme en el otro, entre los cristales velados de mi apartamento del Temple.
El azar quiso que un día me descuidase. Un rostro femenino entrevisto entre la multitud había llamado poderosamente mi atención. Seguí a la muchacha de tren en tren hasta llegar a perder la noción del tiempo. Cuando decidí regresar ya era tarde. El Metro, esa monstruosa y laboriosa lombriz que se desliza, veloz, mecánica, entre los túneles y galerías excavados en las entrañas de Sírap, había dejado de funcionar. Descansaba. Me había quedado atrapado. Logré hallar acomodo en un banco de madera de una desconocida estación. El banco era duro y demasiado estrecho, pero yo dormí profundamente varias horas sobre la superficie orgánica. Me despertó muy temprano un ronroneo de máquina. Los engranajes de bielas y rieles volvían a funcionar. Los trenes se deslizaban ya, ágiles como sierpes, acogiendo a los primeros transeúntes. Por primera vez en bastante tiempo me sentí a gusto, formando parte de una cadena, de un todo razonable y eficiente. Me sentí en casa, definitivamente en casa. En la superficie activa y laboriosa del planeta yo era un forúnculo que afeaba su dermis, un tipo alienado, aislado del mundo y acosado por las deudas, pues las secuelas de la enfermedad me impedían llevar una vida normal. En resumen, era un paria. Pero dentro, no. Ahora ya lo sabía. Mi hogar debía ubicarse dentro, en las tripas confortables de Sírap, mi ciudad, la ciudad. ¿Por qué no? Era la mejor solución para mí.
Dediqué algunas semanas a explorar esa porción de queso gruyere que constituía mi zona hasta dar, en una galería ciega condenada tras una reja, con un antiguo cuarto de máquinas. Celebré el hallazgo. Aquel cuarto serviría a la perfección como sede de mi cuartel general. Mi refugio privado. Vigilé el sitio. Parecía seguro. Encargué una cerradura para la puerta. Solo una llave... y solo para mí. Seguí vigilando. Nunca acudía nadie. Comencé a aprovisionar el cuarto. Cartones para aislar suelo y paredes de la perenne humedad del subsuelo. Útiles de cocina.  Un espejo como recordatorio de una identidad que, aún, podía llamarse humana. Una mesa, un asiento y un estante hecho con cajas de fruta que aún olían a plátano y a mandarina.   
Cancelé el alquiler del apartamento de la calle del Temple. De todos modos ya le debía al casero la renta de cuatro meses… Compré una maleta grande y la llené únicamente con aquello que consideré verdaderamente imprescindible para emprender mi nueva vida: algunas ropas y bastantes libros.
Así, el día tres de julio de mil novecientos treinta y siete, a la vez que Amelia Earhart y su aeroplano se sumergían ante la conmoción general en el mundo submarino del Pacífico, yo me sumergía ante la indiferencia también general, y hasta hoy…, en el mundo subterráneo de Sírap.


          

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