Dos


(El amor fue para mí un simulacro de invasión extraterrestre)

Le Figaro, treinta y uno de octubre de mil novecientos treinta y ocho.

SUPUESTA INVASIÓN MARCIANA
Cunde el pánico en los Estados Unidos de Norteamérica

La dramatización radiofónica del relato “La Guerra de los Mundos”, de H.G. Wells, adaptada y realizada por Orson Welles, un joven autor prácticamente desconocido hasta hoy, provoca una oleada de pánico nacional cuando miles de oyentes viven lo que están escuchando y creen que está teniendo lugar una auténtica invasión extraterrestre procedente del vecino Marte.



Los atemorizados ciudadanos estadounidenses regresaban a sus casas sintiéndose decepcionados y estafados tras el reconocimiento oficial de la “broma” radiofónica gastada al pueblo americano por ese tal Orson Welles y yo regresaba a mi refugio de la sala de máquinas en uno de los túneles del metro de Sírap. Ya era muy tarde y el vagón se había quedado vacío. Solo tú y yo.
Sentada dos filas delante de mí, llorabas sobre una carta. Gruesas gotas desleían los trazos de tinta negra. Llorabas de desamor y, sin embargo, estabas tan bella… Pero la pasión es injusta porque se consume rápido y aun las facciones más encantadoras terminan por aparecer vulgares ante los ojos del amante hastiado en cuanto transcurre un tiempo.
Tú, aquel día, llorabas de desamor.
Yo… yo no lloraba pero tampoco me sentía feliz.
Llevaba ya más de un año viviendo en el metro. En ese tiempo me había convertido en un perfecto superviviente del ultramundo de Sírap. Si lo deseaba, podía pasar el día rodeado de gente o, en caso contrario, permanecer recluido en mi guarida secreta. Nadie sabía de mí a pesar del trasiego incesante de gente. Gente. Siempre gente. Pero siempre anónima. Nunca una palabra fuera del “¿Me permite?” o “Disculpe”. Caras y muecas estereotipadas. Actitudes repetidas hasta formar un cliché. Los conocía a todos. El Impaciente, el Nervioso, el Lector, el Conversador, el Colérico, el Observador, el Amable, el Melancólico…
Tú llorabas, sola en el vagón. Eras la Belleza empañada de Tristeza.
Y a mí me enterneció profundamente ese desamparo tan hondo en una muchacha tan bella. (Y debió de ser, precisamente entonces, cuando me enamoré de ti. O me obsesioné por ti, que viene a ser lo mismo).
Galantemente te ofrecí mi pañuelo. Y tú lo aceptaste. Enjugaste tus lágrimas y te sonaste con fuerza. Me lo devolviste, sucio y mojado, esbozando una sonrisa de cortesía mientras tus ojos seguían llorando amargas lágrimas de desamor.
—¿Cómo te llamas? —te pregunté, más que nada por intentar serenarte, por atraerte a la realidad.
—Desideria —murmuraste tú, con un leve acento español.
Yo me presenté a mi vez.
—¿Puedo ayudarte en algo? —añadí, sin saber muy bien qué añadir.
Pero tú, en lugar de contestar, volviste a llorar más fuerte.
—Él me abandona —sollozaste—. No quiere que le siga escribiendo. No quiere saber más de mí. Nunca más.
—¿Él? ¿Quién es él? ¿Tu novio? ¿Tu amante?
Me miraste un momento, desconcertada por la franqueza de la pregunta. Pero, entonces, una chispa de orgullo alumbró un fuego nuevo en tu mirada.
—¿Él? —inquiriste con desdén—. Desde luego, él no es cualquiera. Apuesto que ni te lo imaginas. Él es el rey de España —te ufanaste.
Esa misma noche, tendida sobre mi colchón en la impunidad secreta de la sala de máquinas, me contaste tu historia de criadita linda pero ambiciosa en el Palacio Real de Madrid. ¿Seducida o seductora? Alfonso XIII, rey de España, no le hacía ascos a ninguna cara bonita. Los asuntos de la vida política española habían precipitado el desenlace trágico (y previsible) de un romance precario, desigual pero habitual para él. Había llegado el exilio, la huída a Sírap y, con ella, otras tentaciones, otras formas de diversión y de alterne. El rey se había cansado pronto de la criadita.
En aquel momento pensé que tu historia era inventada. De todas formas, no me importó. Nos hicimos amantes. Tu soledad y mi soledad tocándose codo con codo en la penumbra de un vagón. Pero Desideria era una mujer incapaz de amar. Su obsesión por recuperar al rey era lo único que la empujaba a sobrevivir, el único pensamiento que ocupaba su mente a todas horas.
Fuera de esta obcecación, Desideria era una mujer muy lista. A ella se le ocurrió la idea de publicar en la prensa artículos ilustrados con mis apuntes del metro. Ella misma contactó con el editor de un periódico y también ella misma fue la encargada de entregar y cobrar los trabajos. Desideria entraba y salía. Ella vivía entonces en Montparnasse, en la calle Vaugirard, en compañía de una amiga también española, Pepa, a la que nunca conocí pero de quien supe que era una enferma de tisis en estado terminal. La situación económica de las dos muchachas era casi desesperada. De hecho, era la propia Desideria la única que aportaba algún sustento al hogar actuando tres veces por semana en un cabaret de Pigalle. Tenían lo justo para no perecer de inanición. Estaban las joyas regalo del rey (según afirmaba Desideria) pero eran objetos sagrados para mi amiga y jamás pensó en deshacerse de ellas. Así que nos asociamos. Yo me encargaba de la parte creativa y Desideria de la empresarial, repartiendo las ganancias.
Desideria iba y venía, ya lo he dicho. Dormía algunas noches en la sala de máquinas, compartiendo conmigo el jergón de lana. Juntos cometimos algunas extravagancias propias de enamorados, como la de iluminar un andén de la estación de  Odeón con ochenta y nueve velas mientras nos emborrachábamos con champán barato, comíamos caracoles rancios y bailábamos un vals tarareado a pleno pulmón, susurrándonos al oído lindezas y ternezas… Aunque lo habitual era que por las noches ella regresara al piso de la calle Vaugirard. 
Un día Desideria vino a mi encuentro cargada con un maletín. Dentro había una máquina de escribir, una Olimpia nueva y flamante.
—Para que escribas en ella tus artículos. Hay que ser profesional. Y he pensado que podrías titularlos “El corazón de Sírap”.
—Hum. No sé si me gusta... Mejor “Crónicas de Sírap”. Es más aséptico, ¿no te parece? En mis artículos quiero mantener distancia con el fenómeno observado, aunque este sea la gente. Como unas “Nuevas Memorias del Subsuelo”, por hacer honor al gran Fiódor Dostoievski.
—Bueno. No sé quién es ese Fiódor Dosto… En fin, como se llame. Tú eres el creador. Tú decides esas cuestiones. Pero trabaja.
Y trabajé. Ya lo creo que trabajé, amigo lector. Incansablemente. Mi mirada de observador se agudizaba. Me atraían rasgos, muecas y gestos, soslayando los rostros a los que pertenecían, olvidando a veces que eran humanos.  Unos labios lascivos prendidos en el temblor de una papada transpirada. Unos cercos violáceos en torno a dos ojos grandes, enfebrecidos. El carraspeo discreto de una tos de rumores tísicos. Una amapola de sangre en un pañuelo de hilo. Unas manos trémulas que, cada poco, extraían del bolsillo del chaleco un reloj, midiendo un tiempo pasado o por venir con ademán obsesivo. Un periódico abierto y tras él, un sombrero borsalino, anónimo sombrero borsalino encarado a la ventanilla. Una carcajada de hiena. El reniego de una vieja con impertinentes de plata tocada con un ridículo gorrito de punto. La risa nocturna de una puta de barrio o el mohín almibarado de los labios pintados de una señorita bien. Me entretenía en adjudicarles un destino, en tejer vidas imaginarias para esa colección de rasgos… Rasgos inteligentes, burlones, curiosos, absortos y despistados, obtusos, crispados, abotagados, somnolientos o despejados… Rasgos. Los rasgos me emocionaban y me repugnaban. Me sentía impregnado de ellos, de sus vidas imaginadas. En ellos residía el secreto del ser o del no ser. Y eso era lo que transcribía al papel. Impresiones. Impactos. Curiosidades. Atracciones repentinas. Repulsiones viscerales. Trazaba, sin saberlo, el plano de la ciudad invertida. La vida era un diorama roto por el vértigo de la velocidad, apenas entrevisto a través del ojo de pez, del espejo deformante de mi ventanilla de tren.
Codo con codo. Tu soledad. Mi soledad. Tú hacías lo mismo que yo. Inventar vidas (la de una muchacha y un rey). Seguías escribiendo cartas que nadie contestaba. Tú también tejías una vida imaginada atisbada por un ojo de pez, soñando que eras de nuevo (¿lo fuiste alguna vez?) la amante de un rey.

Mi intendencia mejoró notablemente en los meses que duró nuestra relación. Para empezar encontré un nuevo escondite: un vagón abandonado en una vía muerta no muy lejos de la estación Pasteur. Mis dominios se ampliaban. Era bueno disponer de varias madrigueras distintas; no mostrar, por si acaso, hábitos demasiado definidos. Recuerda, me decían los susurros mentales de la paranoia, otros pueden estar observándote a ti. Así que entre Desideria y yo habilitamos el nuevo escondite. Con mucha discreción, desde luego, para que a simple vista nada en el aspecto del vagón delatase su condición de cubil. Me acostumbré a dormir unas veces aquí y otras allá, en el territorio familiar de Châtelet.

Más o menos al mes de iniciada nuestra relación murió Pepa, la compañera de Desideria.
Como no podía afrontar el gasto que suponía mantener el apartamento de Vaugirard, Desideria se trasladó a una sexta planta con ciento treinta empinadas escaleras en el barrio de Montmartre, cerca de la Place des Abbesses. Fue entonces cuando vendió la primera de las joyas regaladas por el rey. (¿Comencé entonces a creer tu historia? Si no de un rey, al menos habías sido la amante de algún ricachón. A no ser que fueras, simplemente, una vulgar ladrona). Era una pequeña diadema de perlas y diamantes. Me la enseñó en la intimidad de la sala de máquinas antes de llevarla a la casa de empeños.
—Total, no creo que tenga ocasión de lucirla jamás…
La luciste para mí aquella noche. Fue la noche del champán y las ochenta nueve velas en Odeón. Yo te llamaba milady. Tú me llamabas milord.
Pero a la mañana siguiente gruesos lagrimones empañaban el brillo de los diamantes mientras tú le dabas vueltas una y otra vez a la diadema entre tus dedos crispados.

De la estación Des Abbesses partían numerosos ramales ciegos. Montmartre había sido terreno difícil para las máquinas excavadoras que labraran un día los nuevos intestinos de Sírap para llenarlos de una apretada maraña de galerías, túneles y pasadizos. Yo esperaba muy a menudo a Desideria en esa estación y para matar los tiempos de espera paseaba y exploraba. Allá donde viera una reja cerrada, allá encaminaba mis pasos. Y así descubrí el mejor de mis hallazgos en aquel universo inverso. Una cabaña de madera absolutamente habitable y bien pertrechada. No tuve que pensar en lecho, hornillo o mobiliario. Ni siquiera en la cuestión del aseo. Todo estaba en ella, en la cabaña de madera, y admirablemente bien aprovechado y distribuido.
Desideria y yo supusimos que aquella cabaña habría dado cobijo al maestro de obras, si es que lo hubo, de esa remota sección del metro. Un maestro de obras solitario y concienzudo, supusimos, tal vez como yo mismo. Porque la caseta de madera se elevaba sobre una serie de pivotes emergidos de un lago subterráneo —y muy poco profundo—, como si se tratase de un rudimentario palafito. ¿Cuál era el origen de esa delgada lámina de líquido que brillaba como el azogue entre las tinieblas de la altísima bóveda de un acceso ciego? ¿Una filtración del Sena? ¿Tal vez una terraza fluvial colapsada por el caudal de las lluvias? ¿Un estanque de detritus? No lo supimos nunca. Pero la cabaña servía. Se accedía a ella a través de una estrecha cornisa labrada en la piedra de lo que asemejaba ser una inmensa caverna pleistocénica o una antigua catacumba. Cierta cualidad de las aguas —de seguro impías— le proporcionaba una extraña luminiscencia. Tal vez se trataba, sencillamente, de una de las salas de desagüe de la vieja red de alcantarillas. El subsuelo de Sírap estaba completamente horadado. Pero no importaba eso. Lo que importaba es que la caseta estaba lista para ser habitada. Hasta allí trasladé mi máquina Olimpia y el grueso de mis enseres. Del grifo dorado, alambicado, de la bañera esmaltada en blanco y sostenida por rotundas pezuñas de tigre brotaba, no se sabe por qué milagro, un dulce fluir de agua caliente. Allí, dentro de esa bañera, entre la tibieza del agua, en las entrañas podridas de una de las ciudades más hermosas del planeta, mi amada y yo nos relajábamos y brindábamos por nuestros amores entre risas de champán barato, urine de cheval, rey y reina de un mundo antiguo, húmedo, conocido y desconocido, pero bien repleto de prodigios y sorpresas.
Nunca fui tan feliz.
Pero dicen que lo bueno, si breve, es dos veces bueno.
Aquel día no volviste.
Tampoco al siguiente.
Ni al otro, ni al otro, ni al otro.
Desaliento. Impotencia. El temor a perderte se instaló primero en mi ánimo como una sombra difusa, inquietante, que fue adquiriendo visos de certeza conforme se sucedían los días.
No volviste, no. Nunca.
Vagué desesperado entre pasillos y galerías, buscando tu rostro entre la multitud sofocada, como un alma en pena, como un perro que ha perdido a su dueño. Imaginé mil explicaciones plausibles y mil explicaciones descabelladas. Te imaginé enferma o reunida de nuevo con aquel rey de cuento de hadas. Te imaginé muerta o en brazos de otro amante. Te imaginé de mil formas… pero no salí a buscarte a la superficie. No se me ocurrió tal cosa. Ni siquiera lo pensé. Es curioso. Podría haber emergido de mi laberinto secreto a la caída del sol por cualquiera de las fauces de hierro de ornamento casi orgánico que conectaban mi mundo de adentro con el de afuera; haber respirado la frescura de la noche callada; contemplado el brillo huidizo de la luna y las estrellas colgadas del cielo entre lienzos de pálida ropa tendida en las azoteas y haberte buscado en casa, trepando los ciento treinta fatigosos peldaños hasta dar con tu buhardilla. Habría sido fácil, desde luego, pero ni siquiera lo pensé, tan absoluta se había revelado mi metamorfosis de troglodita.
El tiempo, esa pátina gris implacable y extrañamente misericorde que todo lo cura, lo arrebuja y lo confunde, fue prendiendo poco a poco jirones de telarañas a tu recuerdo.
Aún creí verte, de tarde en tarde, al fondo de algún vagón; reconocerte en el rostro de otra muchacha, bella y triste como tú, que esperaba en un andén la llegada del convoy con expresión de fastidio. Pero tus facciones empezaban a difuminarse lentamente. Hubo un momento en que ya no supe si habías sido una presencia real o tan solo un sueño. Desprecié el amor por incompatible con mi deambular errante por galerías, estaciones y vagones, hasta que solo restó de él un hálito sordo…
Y entonces apareciste de nuevo.
No para venir a mi encuentro, desde luego.
Solo fue una coincidencia. Azar. Quince años después.
Yo leía la prensa cómodamente instalado en mi asiento, ajeno al trasegar de gentes, levantando la mirada de tanto en tanto, maquinalmente, por si había algo interesante que observar. En Montparnasse Bienvenue se produjo la habitual avalancha de invasores apresurados que llegaban o partían en los trenes regionales. Un niño gordo y rubio, de unos doce años, se sentó a mi lado, obligándome a replegarme, a encogerme, a cerrar el periódico. Niño estúpido y maleducado.
—Max, has molestado a ese señor. Pídele disculpas, hijo.
Era una voz bien templada de barítono con fuerte acento alemán.
Pero Max ignoró la amonestación paterna y se apretó aún más contra mí, clavándome un codo en las costillas.
Ante la irresistible tentación de asesinarlo, decidí que sería más conveniente ignorarlo y oculté mi rostro enojado tras el parapeto del periódico.
—¡Max! ¿Has oído lo que te ha dicho tu padre? ¡Pídele disculpas al señor! ¡Inmediatamente! ¡Vamos!
Era tu voz.
El tiempo podía haber emborronado con su grisura la nitidez de tus facciones. Quizá, si te hubiera visto antes que oído, habría podido dudar que tú fueras realmente tú. Pero tu voz era la misma de siempre.
Max balbució con desgana una poco convincente disculpa. Total, aquel dichoso señor que viajaba a su lado ni siquiera era un señor de verdad, sino tan solo el atisbo de lo que podría ser un señor oculto tras un periódico. Le Figaro.
Yo no me atreví a mirarte. El niño rubio y gordo era tu hijo, sin duda, nacido de tu matrimonio con aquel orondo alemán. Habías formado, entonces, una familia. Una familia acomodada, a juzgar por la elegancia de vuestros trajes y el aspecto lozano y bien nutrido del insolente chaval.
Durante lo que duró el trayecto seguí escuchando tu voz con el corazón en un puño. Susurrabas quedamente con el que parecía ser tu marido. Reías bajito. Por la conversación que manteníais supe que ahora vivías en Lille y que habías venido a Sírap para hacer algunas compras e ir al zoo y al teatro. Al llegar a la estación de Odeón sentí un alivio en las costillas. Os vi partir a los tres, a ti, a tu esposo y al crío. Yo también me puse en pie, sin saber bien lo que hacía. Descendí del vagón. Os seguí entre corredores embaldosados de blanco. Solo veía tu espalda erguida, tu cabello oscuro pulcramente recogido en un moño —apenas un mechón rebelde que escapaba junto a la nuca— y tu sombrerito. El destello hiriente del sol me detuvo justo al pie de las escaleras. Entonces tú te volviste hacia mí, me miraste y con un gesto imperceptible me enviaste un beso.

           

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