Tres



Le Figaro, veintidós de agosto de mil novecientos cuarenta.

LA MUERTE DE UN REVOLUCIONARIO

Fallece en México el revolucionario Lev Davídovich Bronstein, más conocido como León Trotsky, a los 61 años de edad. El que fuera compañero de lucha de Vladimir Ilich Lenin durante la Revolución Rusa y más tarde perseguido por Stalin, recibió ayer, al parecer, un fuerte golpe de piolet en la cabeza propinado por el estalinista español Ramón Mercadal. Trotsky ha fallecido en un hospital tras pasar sus últimas horas en coma.


Recuerdo que la noticia me pareció ridícula y absurda. Que en aquellos momentos un personaje del carisma y la talla intelectual de León Trostky sucumbiera ante un estúpido golpe de piolet propinado por un estalinista español resultaba el colmo de la ironía… Algo así como una carcajada del destino.
No era la noticia más importante del día, desde luego, pero fue la que anoté en mi memoria para caracterizar con sus tintas aquel verano de 1940. Ridícula y absurda.
Leí también que unos meses atrás se había producido el óbito de otro ruso insigne,  Mijaíl Afanásievich Bulgákov, autor de una de las novelas más memorables que yo había tenido ocasión de leer; una de esas raras perlas de mi biblioteca que había venido conmigo para hacerme compañía en mi exilio metropolitano. Me refiero a El maestro y Margarita.  Me dolí por ello. Luego supe, gracias al mismo periódico, que algunos científicos trabajaban en la fisión del uranio, un experimento terrible cuyas consecuencias nunca dejaríamos de lamentar, y que la película estadounidense Lo que el viento se llevó, basada en la novela homónima de Margaret Mitchell sobre  la guerra de secesión americana, se había alzado victoriosa con la friolera de ocho estatuillas de óscar de la academia de Hollywood. Soplaban vientos de guerra, sin duda. Y así fue. El tres de junio un escuadrón de aviones de la Lutfwaffe había bombardeado Sírap. El catorce del mismo mes las tropas alemanas entraban en la ciudad. Se estableció el toque de queda. En las galerías del metro comenzó a resonar con fuerza el taconeo de las botas invasoras, las risas cínicas de los sitiadores, las órdenes ladradas en un idioma áspero, tan cargado de consonantes como de prepotencia. Poco más. Nada había cambiado demasiado. Ni siquiera después de la encendida alocución del general De Gaulle desde Londres, emitida a través de la BBC (que yo no pude escuchar), instando a la lucha y a la resistencia.
A pesar de los funestos acontecimientos, los habitantes de Sírap seguían entrando y saliendo del metro como siempre. Veloces y apresurados. Las muchachas iban tan ligeras de ropa como cualquier otro verano y seguían luciendo llamativos sombreros y sandalias de colores de audaz diseño. Si ahora eran fraulein en lugar de mademoiselle, era cosa suya…
La vida continuaba ajena a la catástrofe, apegada al latir de los pequeños ritmos cotidianos. Seguí escribiendo mis artículos y dibujando mis caricaturas, tan absurdas y certeras entonces como antes. Lo que yo pudiera molestar, ya lo había molestado de sobras. Me daban lo mismo los galos que los germanos. Me asocié, tras la marcha de Desideria, con un tipo pintoresco que también vivía en el metro. Yo no era el único que lo hacía, desde luego, y más durante los años que duró la ocupación alemana, pero por lo general los otros moradores eran habitantes de paso que buscaban en sus galerías un refugio temporal. Yo solía rehuirlos: prefería que nadie conociera mis andanzas, mis costumbres, mis habitáculos secretos. Pero con Cirus fue diferente. Congeniamos. Nos entendimos casi a la primera ojeada, más allá de cualquier lógica. Él era titiritero, carterista, estafador, vendedor de humo, decidor de buenaventura, violinista y cantante de opereta. Todo eso y por ese orden. Yo, en cambio, a pesar de mis costumbres marginales, no dejaba de ser un ciudadano (¿de qué ciudad?, me pregunto ahora) que vivía de un trabajo respetable —“Crónicas de Sírap”— con la única particularidad de que lo hacía en el metro. Pero ambos éramos artistas. Ese dato era importante para Cirus.
—Tengan ustedes muy buenos días, damas y caballeros, y también niños, gente menuda. —Cirus esbozaba una cortés reverencia, miraba a algún crío con simpatía y le guiñaba un ojo—. Permítanme que me presente: Me llaman Cirus y vengo de Hungría. ¡Ah, Hungría! Bonito país, aunque no tanto como Francia. Hay en él dos hermosas ciudades bañadas por el Danubio. Buda y Pest. ¿Las conocen? ¿Usted, señora? ¿Sí? ¡Magnífico! ¡Ah, el Danubio! ¡Qué bello es el Danubio! Aunque no tanto como el Sena. Y por eso estoy aquí. Por la hermosura de Francia y del río Sena y por los lindos ojos de las francesitas. —Aquí volvía a hacer un guiño divertido y a sonreír; entonces sacaba del bolsillo de su gabán algún caramelo y se lo entregaba, con una caricia, al chiquillo de esa señora que había viajado a Buda y a Pest—. ¿No te ha dicho tu mamá que nunca aceptes golosinas de los desconocidos? ¡Ah, pero yo no soy un desconocido! ¡Soy Cirus, para servirles a todos! ¡Solo tienen que decirme qué desean! ¿Quizá una dulce melodía romántica para entretener su viaje? —y rasgaba entonces las cuerdas de su violín—. ¿O un buen proverbio? ¿Quizá que les diga la buenaventura? ¿O quizá prefieran adquirir un frasco de esta panacea preparada especialmente para ustedes por la doctora Aslan?
Entonces Cirus abría su gabán con gesto de mago oriental y mostraba al público atónito y boquiabierto el interior de la prenda, repleto de hileras de pequeños frascos de cristal.
—¡Gerovital! —declamaba en un arrebato histriónico—. Traído para ustedes desde la lejana Rumanía. Un tónico que posee asombrosas propiedades contra el envejecimiento. ¡Ga-ran-ti-za-do! La doctora Ana Aslan tiene ya la patente, pero por problemas técnicos —y señalaba entonces, con disimulada picardía, a cualquier soldado alemán que viajase en el mismo vagón— solo yo estoy autorizado para comercializarlo en estos momentos.
Inmediatamente, la joven madrecita que había visitado Buda y Pest —y que no era otra que la bella Nadja, a la sazón amante de mi amigo Cirus—, se aprestaba a comprar un frasco de Gerovital asegurando, con gran énfasis, que se trataba de un brebaje verdaderamente revolucionario, cuyas virtudes eran ya reconocidas en la vieja Europa y en la Argentina. No se sabe a ciencia cierta qué pintaba la Argentina en todo aquello. Supongo que aportaba cierta nota de universalismo. Pero lo habitual era que varios pasajeros se animasen entonces a comprar algún frasco.
Cirus palmeaba, rasgaba las cuerdas de su violín y lo celebraba con un “¡Brrrravo, brrravo! ¡Brrravísssimo!” que más que a húngaro sonaba a italiano, y pasaba a recitar su oferta. Por el precio de dos botellas regalaba una tercera. Una ganga. Realmente irresistible.
—Y no se olviden de leer con atención las instrucciones de este producto, damas y caballeros. Recuérdenlo. Es importante que las lean con mucha atención. En ellas descubrirán las múltiples aplicaciones del Gerovital. Comprobarán que se trata de mucho más que un simple tónico contra el envejecimiento. Apatía. Migrañas. Calambres musculares. Inapetencia sexual —y guiñaba un ojo pícaro—. Dolores articulares. Problemas renales o intestinales… Vigoriza el cuerpo y la mente, señores. Lean, lean el prospecto y prueben este tónico maravilloso.
Así era Cirus. Un caradura. Un teatrero. Tan pícaro como simpático y, en conjunto, un tipo decididamente encantador.
Cuando yo le conocí el hombre debía de andar por los treinta y muchos. Su aspecto era imprevisible y desconcertante gracias al arsenal de postizos, gafas y otros complementos que guardaba ocultos en los insondables forros de su sempiterno gabán. Si un día lucía una ensortijada cabellera oscura y presentaba un aire bohemio, al siguiente su pelo era corto y castaño y sobre sus bien trazados labios se definía un bigote relamido. El gabán también poseía la misma ductilidad asombrosa que caracterizaba a su dueño. Siendo siempre la misma prenda, ora parecía abrigo de buhonero, ora elegante sobretodo.
Durante el tiempo que duró nuestra sociedad Cirus cambió por lo menos tres veces de amante. Después de Nadja fue Lucía, y después de ésta, Rosana, creo recordar, o quizá fuera Rosaura… Ellas también aparecían un día rubias y al otro, morenas, de modo que en mi memoria se confunden todas en una: la novia de Cirus. Con eso debía bastarme. Eso sí, invariablemente todas tenían un hermanito, un primito o un vecinito que lo mismo llevaba trenzas convertido en dulce niña que gorrita de grumete.
Les confesaré un secreto. Yo mismo piqué la primera vez que asistí a la pantomima de Cirus y me quedé con su oferta, es decir, con los dos frascos más uno de Gerovital. Pero yo vivía en el metro. Era inevitable que no mucho tiempo después volviéramos a coincidir en otro vagón. En aquella ocasión mi hombre ya no era húngaro, sino esloveno, y su mejunje se llamaba ahora Revital, patentado por el prestigioso profesor Dolinov de la Universidad de Celje…
Cuando le hice notar educadamente que acababa de descubrir su engaño, Cirus reaccionó con gran profesionalidad.
—Será mejor que abandonemos este vagón —dijo en tono conciliador— y tratemos el asunto de forma más privada. ¿No le parece?
Yo no tuve inconveniente. Nos apeamos en la siguiente parada y anduvimos juntos hasta encontrar una galería tranquila.
—Entiéndame, caballero —se justificó Cirus—. El producto que le vendí el otro día es el auténtico Gerovital de la doctora Aslan, y el Revital que vendo hoy sigue siendo eso mismo. Ahora bien, en estos tiempos que corren hay que andar con pies de plomo. Por si las moscas. Me refiero a nuestros huéspedes alemanes. ¿Me comprende? Por eso me disfrazo. No es que huya de ellos, pero no quiero tener problemas. De todas formas, caballero, si se ha sentido estafado yo no tengo inconveniente en devolverle su dinero. Eso sí, usted tendrá que devolverme a mí los frascos con el producto. Creo que es lo justo.
El caso era que yo ya había consumido el primero de esos frascos. Y, curiosamente, me sentía mejor desde que empezara a tomarlo. Las molestias secundarias a mi fotofobia crónica —sensación de mareo, visión borrosa y dolor de cabeza— se habían aliviado mucho. Así que preferí creerle y dejar las cosas como estaban. Algo en su actitud me inspiraba confianza.
Nos hicimos socios y amigos. Por más que yo sea un tipo solitario nunca desdeño una compañía agradable. Y la de Cirus lo era. Cuando le confesé que vivía en el metro, Cirus rio con grandes carcajadas y me confesó a su vez que él llevaba un par de meses durmiendo en los urinarios de Les Halles.
—Ya ve, qué lugar tan poco recomendable… Todas las noches, hacia las once, extiendo un cartón sobre las baldosas del urinario público, exactamente en un rincón debajo de dos mingitorios que son como dos fuentes suspendidas en el aire por el mismísimo Marcel Duchamps. El suelo del urinario asemeja un gran tablero de ajedrez con los bordes de los escaques ligeramente roídos por la humedad y el orín. Justo por debajo de mis mingitorios pasa una de las tuberías de la calefacción. Por eso duermo tan calentito. El grifo de un lavabo gotea. Se escucha el correteo de roedores e insectos. Pero yo me tapo con mi manta y descanso mejor que en una suite del Ritz, ¡se lo aseguro! Por la mañana, allí mismo, bebo unos sorbos de Gerovital, me aseo, me disfrazo y ¡a empezar! 

Cirus y yo nos vinimos muy bien el uno al otro.   
Acaso se pregunte el amable lector en qué consistió exactamente nuestra sociedad. Por favor, no me imaginen siquiera un instante metido en fregados de venta de Revitales o Gerovitales. Mi sentido del ridículo está demasiado exacerbado, así que le contestaré que nuestra sociedad consistió en lo mismo que había consistido la de Desideria. Cirus vivía en el metro, pero entraba y salía a voluntad. Él era mi intermediario en cuanto a la entrega y cobro de mis trabajos, así como mi agente e intendente. Y nada de ir a medias. A Cirus solo le pertenecía el veinticinco por ciento de mis ganancias. Me consta que él ya sacaba buena tajada a mi costa de mil maneras. Y además de contar con el porcentaje y con los pingües beneficios que su trasiego le producía, Cirus empezó a utilizar mis escondrijos para alojarse y para variar sus disfraces.
No sé si te he proporcionado, lector, una semblanza cabal de quien fuera mi socio y amigo. ¿No te he hablado de su ternura? Nunca supe si Cirus era húngaro, esloveno, checo, búlgaro o albanés. El dulce arrastrar la erres me hizo suponer que provenía de algún país del este. Nunca se lo pregunté —tan irrelevante me pareció ese tema— y él tampoco contribuyó a aclararlo. Daba igual. Vivíamos en el presente, acuciados por el eco de las botas teutonas y aquella extraña apariencia de normalidad. En esas circunstancias su país de procedencia no era sino un dato, una anécdota que poco aportaba a sus cualidades de compañero.
Cirus era tierno con los niños, con Nadja, con Lucía, con Rosana —o quizá Rosaura— y conmigo.
Su verdadero atractivo no se centraba en la exuberancia de su discurso —espléndido por otra parte, aunque hay que reconocer que muy poco original—, sino en su talante próximo y compasivo, en su cariño cómplice y espontáneo que convertía a sus amantes, a sus protegidos y a sus amigos en seres únicos y excepcionales.
¡Ah, las amantes de Cirus! Nadja, Lucía y Rosana —o quizá Rosaura— se habían prendado de él. ¿Cómo no hacerlo? Tal era su encanto y su don. Cirus solía quedarse a dormir algunas noches en casa de la joven que ostentase esa temporada el título de novia. Chicas guapas, aunque humildes y sencillas, con vidas complejas y turbios pasados a sus espaldas que a mí me recordaban siempre a mi pequeña Desideria. Y aquí se me escapa, querido lector, un suspiro que adivinarás inevitable.
De Nadja sé que era judía ucraniana y que finalmente consiguió un pasaje para huir a América, a través de Portugal, con un pasaporte falso. ¡Hubo tantas historias parecidas aquellos días! Unas más trágicas que otras, pero todas frágiles, heroicas, fragmentadas por los avatares del destino y por la premura del tiempo…
Lucía era española, como lo fuera mi amada —aunque en los montajes de Cirus pasaba por italiana—, y viuda de un anarquista que tuvo la mala fortuna de morir a poco de exiliarse y pisar suelo francés, dejándola sola con un niño de corta edad. Lucía desapareció un día, igual que hiciera Desideria, sin dejar rastro. ¿Volvió a España? Quizá. Ella nos había contado que antes de casarse con su difunto Damián tuvo un novio falangista que todavía la quería. Quizá volviera con él. Cirus la añoró mucho… hasta que apareció Rosana —tal vez Rosaura—.
Enigmática criatura. De las tres novias de Cirus, ella es la única que se me desdibuja. Tanto, que no puedo precisar su nombre, si Rosana o Rosaura, aunque sí su origen. Era alsaciana y hablaba el alemán con dulce gangosidad. Creo que ella nos traicionó. Nunca llegué a conseguir pruebas concluyentes que confirmasen mis sospechas y hablo solo de una intuición, de un pálpito, de un presentimiento. Desconozco el desenlace de la historia. Solo sé que Cirus desapareció de mi vida.




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