Cuatro




Le Figaro, cinco de octubre de mil novecientos cuarenta y dos.

PRIMER LANZAMIENTO ESPACIAL

«Hemos invadido el espacio con nuestros cohetes y por primera vez —anoten bien— hemos usado el espacio como un puente entre dos puntos de la Tierra; hemos probado que la propulsión cohete es práctica para los viajes espaciales. Hoy, tercer día de octubre de 1942, pasará sin duda a la Historia de la Humanidad como el primero de una nueva era del transporte: la de los viajes espaciales», ha afirmado el general Walter Dornberger, jefe militar del proyecto.

El artículo continuaba informando acerca de los pormenores del lanzamiento en términos superlativos, considerando la fecha como “el comienzo de la conquista del espacio por el Hombre”. El cohete A4, seguía explicando Le Figaro, había sido construido por un grupo de ingenieros alemanes (entre los que destacaba un joven físico de extraordinario talento llamado Wernher von Braun) y dirigido por Walter Dornberger. Lanzado desde la base de experimentación de Peneemünde, situada en la porción más oriental de la costa báltica alemana, el cohete había conseguido elevarse a una altura superior a los cien mil metros sobre el nivel del mar, manteniendo una velocidad de 5.400 kilómetros por hora, lo que significaba que el A4 acababa de convertirse en el primer ingenio aéreo que atravesaba los límites de la atmósfera terrestre. Por eso su consideración de “viaje espacial”. Utilizaba combustible líquido (oxígeno y etanol) que portaba en dos depósitos separados y para alcanzar esa velocidad y esa altura precisaba una plataforma de lanzamiento, siendo su vuelo teledirigido y preprogramado.
Sin embargo, como se supo más tarde, aquella rimbombante presentación periodística como “Primer lanzamiento espacial” no fue sino un eufemismo más que respondía a la estrategia propagandística de la guerra. En realidad el A4 debería ser considerado el primer misil balístico de largo alcance del mundo (con más de siete mil muertes en su haber)  y el nefasto y vergonzoso uso de prisioneros en la fabricación del cohete, así como los horrorosos abusos cometidos en los campos de concentración de Dora, sumieron en el olvido esta hazaña sin precedentes de la ciencia aeronáutica.
Pero para mí, lector adicto desde niño a las obras de Julio Verne y de H.G. Wells, aquella fue la gran noticia del año, muy por delante de las andanzas africanas de Rommel y Monty, de las noticias de la batalla de Midway o del desembarco de Guadalcanal en la guerra del Pacífico… Yo había seguido muy de cerca los trabajos sobre cohetería de aquel joven físico que citaba el artículo, Wernher von Braun, así como los del estadounidense Robert Goddard, los del también alemán Hermann Oberth, los del peruano Pedro Paulet y los del ruso Konstantín Tsiolkovski. ¡La de viajes prodigiosos a otras galaxias remotas que llegué a imaginar en mis días de deambular por las galerías del metro! Y la triste realidad fue que aquella, mi gran noticia del año, fue también la peor, el hecho que me privó para siempre de la presencia de Cirus.

No era ningún secreto que Cirus, como muchos anónimos, pacíficos y corrientes habitantes de Sírap, colaboraba con la Resistencia. No de forma continuada, sino, desde luego, ocasional, y yo no siempre sabía cómo ni cuándo… Supongo que eso formaba parte de las estrictas medidas de seguridad, del obligado, necesario, vital, imprescindible imperativo de secretismo. Pero sé que todo empezó con Nadja, su novia ucraniana.
Nadja había llegado a Sírap un día de abril de 1940 y, subyugada tanto por los encantos de la ciudad como por los de mi amigo Cirus, había decidido quedarse. Poco sabíamos entonces de su pasado. Las huellas del sufrimiento reciente se hallaban impresas en su semblante, en su mirada huidiza, en su delgadez extrema, en el gesto acobardado de sus hombros… tanto como en los de cualquiera. Nadie explicaba nada y nadie preguntaba nada.
En junio de ese mismo año llegaron los alemanes. La mirada de Nadja se hizo aún más torva y huidiza y el gesto de sus hombros más acobardado. Entonces supimos que ella era judía. Entonces supimos, también, lo que significaba ser judío en la nueva Europa planeada por Adolf Hitler. Persecución, terror, expolio, alienación, segregación, dolor, muerte, exterminación… Diáspora, eterna diáspora  y errar para los supervivientes… Nadja ya no estaba a salvo en Sírap.
Cirus movió hilos, pulsó contactos y supongo que adquirió compromisos. Finalmente consiguió un pasaporte, algún dinero y un pasaje aéreo para Lisboa. Nadja partió un frío y desapacible día de enero. No supimos más de ella. La consigna era que la joven, una vez a salvo en América, se las arreglaría para insertar un anuncio breve en Le Figaro, de forma que nosotros pudiéramos conocer el éxito de la empresa. Cuando el anuncio se publicó, exactamente veintisiete meses después, solo yo pude leerlo y congratularme del triunfo. Rezaba así: “La señora Nadja Galinova estrena en Boston el restaurante de especialidades CHEZ CIRUS y se complace en invitar a sus fieles amigos a la fiesta inaugural”. Para entonces Cirus llevaba más de tres meses desaparecido.

Rebobinemos. Nadja partió un frío y desapacible día de enero de 1942. Los amantes se separaron con dolor y con desgarro. Cirus se sentía triste y gozoso a un mismo tiempo.
—Ya verás —me decía con orgullo—, mi chiquilla, que es una chiquilla muy lista, mujer “brrrava” y luchadora, conseguirá llegar a América y rehacer su vida. En menos tiempo del que “crrreemos” tendremos noticias suyas.
Yo asentía —¡cómo no!— para aliviar la pena que sabía que embargaba a mi amigo. Pero pasado un tiempo razonable, seguíamos sin tener noticias de Nadja.
—Es que no es fácil, no es fácil… llegar a un país extraño, empezar desde cero… —se lamentaba Cirus.
 Pero luego conoció a Lucía, la española, y se volcó con infantil alegría y empeño en la tarea de protegerlos, a ella y al niño, relegando a Nadja a un rinconcito profundo de su corazón. Cuestión de supervivencia, algo muy común en esos tiempos en que la guerra dejaba abiertas y supurantes tantas y tantas heridas.
Fue durante la efímera etapa de Lucía cuando Cirus llegó una noche a uno de mis escondrijos del metro acompañado de un insólito personaje. Despojo humano, supongo que habría que llamarle. Deshidratado, sucio y famélico. Tan delgado que parecía un cadáver.  Tembloroso y delirante por la fiebre. Un fugitivo judío. Entre mi amigo y yo le hicimos ingerir una escudilla caliente de sopa de pan y cebolla, así como unos tragos de Gerovital, y le acostamos en mi jergón, bien abrigado con gruesas mantas de lana. El infeliz, medio muerto de cansancio, durmió casi treinta horas seguidas. Cuando despertó, un miedo animal oscurecía su mirada.
—Estás entre amigos, no temas —le susurraba Cirus, acunándole como a un niño.
Le dimos nuevamente de comer. Lo bañamos y aseamos en el refugio seguro de la cabaña de Des Abbesses. Cirus y yo habíamos tenido la precaución de bloquear con vallas de metal y con cascotes los accesos a nuestros escondrijos y allí, en ese reducto inmune a los abusos de la ocupación alemana, Lev Landau —pues así se llamaba nuestro desdichado huésped— fue recuperando poco a poco su aspecto humano. Dejó de temblar y de tener pesadillas. Cirus le cortó el pelo y le afeitó la barba. Ganó algo de peso. Un día nos miró con gratitud y confianza. Y entonces, en incontenible borbotón, empezó a contar su historia.
—Necesito hablar. Si no lo hago ahora quizá no lo haga ya nunca… Vengo del infierno, del horror más absoluto que puedan imaginar…
El hombre se angustiaba, se agitaba.
Le tomé las manos y se las apreté con calor.
—No es necesario que cuente nada, amigo…
—Sí, sí, lo es. Lo es aunque me cueste la vida. Aunque sea lo último que haga… No le culpo a nadie de lo que me ha ocurrido, ¿saben? Sé que no soy el primero, ni el único, ni el último a quien han torturado, humillado y privado de todo.
Lloraba débilmente.
—¿Saben? —continuó, intentando sobreponerse—. Yo era profesor de Filosofía en la universidad de Cracovia. Vivía en una casita con jardín, en un barrio residencial de las afueras, junto a mi esposa Mathilda. Mathilda y yo habíamos tenido una hija, pero la pequeña murió sin llegar a cumplir los siete años de edad. ¡Qué se le va a hacer! Las cosas, a veces, son así. Nadie elige el guion de su vida… Pero para Mathilda aquello fue un golpe terrible y yo… yo me refugié, como siempre, en mis estudios. No tuvimos más hijos. Y ahora que he perdido a Mathilda me apena pensar que nunca le presté la atención que ella merecía… Nuestros días discurrían tranquilos, probablemente aburridos. Mathilda cuidaba de la casa y del jardín. También cuidaba de mí. Todas las tardes, al regresar de la universidad, encontraba junto a mi sillón favorito las zapatillas de franela y la prensa del día cuidadosamente doblada. Nunca me faltó mi taza de infusión caliente ni mi ración de pastel de manzana al atardecer. ¡El pastel de manzana que preparaba Mahtilda! Nunca, nunca, he vuelto a comer nada tan bueno… Y ahora sé que era tan bueno porque ella lo preparaba con cariño…
Las lágrimas corrían, mansas, abundantes, por las enflaquecidas mejillas de Lev. Quise que dejara de hablar, pero él insistió en hacerlo.
—Escúchenme, por favor… Lo necesito. Necesito abrir mi corazón para volver a creer en el hombre. Para creer que el amor y la solidaridad aún son posibles.
»Mathilda y yo éramos judíos —comenzó Lev—, aunque ninguno de los dos éramos entonces verdaderamente conscientes de serlo. Para nosotros ser judíos significaba acudir muy de tarde en tarde a la sinagoga y reunirnos con la familia de mi esposa para celebrar, también muy de tarde en tarde, la festividad del Sabbat. Nada más. Nada incompatible con vivir una vida tranquila y con nuestro estatus de ciudadanos polacos… Hasta que Polonia fue invadida por el ejército alemán. Al principio, no ocurrió nada; pero poco después resultó obligatorio para todos los ciudadanos judíos identificarnos como tales con una estrella de David cosida a nuestras ropas. Yo seguí impartiendo mis clases de filosofía en la universidad, disertando con mis alumnos sobre lógica y ética, solo que ahora lo hacía con esa estrella de tela prendida al pecho. Las cosas continuaron así durante algún tiempo, hasta que una tarde, cuando me dirigía a casa pedaleando en mi bicicleta, un grupo de muchachos me apedreó. Me llamaron “perro judío”. Yo huí, muy asustado, sin atreverme a hacerles frente.
»Ese día, al llegar a casa, encontré a Mathilda en el jardín llorando entre macetas de gladiolos y azucenas destrozadas y parterres pisoteados. Los vidrios de las ventanas habían sido rotos a pedradas y ella misma estaba herida en la mejilla por el impacto de una de aquellas piedras. ¿Qué podíamos hacer en una situación así? “Somos ciudadanos polacos. No puede sucedernos nada”, le repetía yo a Mathilda una y otra vez, mientras le curaba el rasguño con tintura de yodo. Y ella asentía, resignada.
»Lo siguiente fue el gueto. Luego perdí mi empleo como profesor. Malvivimos de nuestros ahorros después de venderlo todo. Fueron meses de hambre y miseria y también de miedo, de mucho miedo.  Yo dedicaba mi tiempo a la redacción de un ensayo sobre Leibniz… Hasta el día en que los camiones alemanes invadieron las calles del gueto de Cracovia y nos llevaron, separándome de Mathilda para siempre. Ese día, únicamente ese día, cuando partíamos precipitadamente con nuestras maletas de cartón, aturdidos entre órdenes secas, empujones, gritos, sollozos y tiroteos, ella, Mathilda, se revolvió contra mí, me miró fijamente a los ojos y me preguntó: “¿Para qué nos sirve la filosofía, Lev? Dímelo. Necesito saberlo ahora. ¿Para qué nos sirven todas esas teorías, tanto y tanto perogrullo? ¿Qué hemos hecho realmente con nuestras vidas, Lev?”. Nunca la volví a ver.
»¿Para qué nos sirve la filosofía? No crean, llevo más de dos años intentando responder a esa pregunta…
»Mathilda subió a un tren cargado de mujeres judías y yo subí a otro tren cargado de hombres judíos. Mi destino final, el campo de Dora, en Nordhausen, Turingia, donde los alemanes trabajaban a toda prisa para poner en marcha una colosal fábrica subterránea diseñada para la construcción masiva de los nuevos cohetes A4, también llamados V-2. Proyectiles mortíferos teledirigidos volando tan alto que nunca podrían ser detectados por los radares enemigos. La mano de obra para poner a punto esa empresa formidable era, mayoritariamente, judía. Durante casi un año excavé túneles en las entrañas de la tierra. Exhausto, mal alimentado, al borde siempre del colapso físico y nervioso, sobreviviendo en galerías lóbregas y poco aireadas. En los tiempos muertos debía, además, limpiar las letrinas de los corredores donde dormíamos. ¿Para qué nos sirve la filosofía? ¿Para qué me servía a mí en esas circunstancias? Desde luego, no para excavar túneles y limpiar letrinas. El conocimiento de eso que los hombres han dado en llamar “filosofía” no garantiza en absoluto que su poseedor pueda ser más hábil y más rápido excavando galerías y limpiando letrinas que cualquier otro trabajador medianamente fuerte aunque sea analfabeto. Nunca me sentí más humillado, más consciente de mi inutilidad como ser humano. Hace tiempo —eones de tiempo, me parecía entonces a mí— yo había aprendido alemán para poder leer a Kant, y a Hegel, y al divino Leibniz en su idioma original. Había aprendido francés para leer a Descartes… Había aprendido inglés para leer a Newton, a David Hume, a Hobbes, a John Locke. Había leído y reflexionado acerca de casi todos los paradigmas filosóficos de nuestra modernidad… Había escrito ensayos, manuales y monografías… ¿Me hacía eso más apto para limpiar letrinas? ¿Siquiera para hallar el sentido último a la limpieza de las letrinas o a mi condición de limpiador de tales? ¡No! “¡Eh, profesor! Aquí todavía queda mucha mierda por limpiar”, voceaba nuestro sargento mientras volcaba de nuevo el cubo repleto de detritus sobre el enlosado recién fregado. ¿Para qué me servía la filosofía? ¿Era yo mejor que los demás? ¿Mejor que aquel sargento, uno de los seres más viles y rastreros que haya conocido nunca, que se complacía —y se crecía— aplastando con su bota nuestra cerviz, anulando cualquier resquicio de dignidad y autoestima que aún pudiera persistir en nuestros corazones? ¡No! Yo también podía llegar a convertirme en un ser vil e hipócrita, y malvado, y cruel… Yo también albergaba la misma bestia negra en mi interior. Lo sabía bien. Había demasiado odio acumulado en mí.
»Durante mucho tiempo creí que el conocimiento ―el Arte, la Música o la Filosofía― hacía mejores a los hombres. Supongo que esta premisa venía alentada por mi deseo de saber. De saber ¿qué? ¡Ja! ¡Qué estúpido! ¡Qué vano! ¿Me servían, acaso, mis conocimientos filosóficos para horadar túneles y limpiar letrinas? ¿Dónde se hallaba, entonces, la esencia de la sabiduría? El comandante Forschner, al mando del campo de Dora, había sido alumno mío durante un seminario impartido en Berlín diez o doce años atrás. Por ello, yo conocía a la perfección las nobles cualidades de su intelecto, la amplitud de sus conocimientos, su exquisito sentido estético fruto de una sensibilidad exacerbada… Altas, altísimas prendas que no le impedían en absoluto disfrutar saboreando la lujuria maldita de dispensar vida o muerte, como Tiberio, como Calígula, como Nerón, como Comodo, como el más abyecto emperador romano. El comandante se había doctorado cum laude con una tesis sobre racionalismo y escolástica. ¿Era el comandante Forschner un hombre cultivado? ¡Sí! Lo era, y en grado sumo. Pero, ¿le hacía eso mejor…? Un hombre cultivado que se complacía en ordenar el trato más cruel para los prisioneros, a quienes consideraba sus esclavos. ¿Quieren saber lo que hizo el comandante cuando supo que entre los prisioneros del campo se encontraba el profesor Lev Landau, quien fuera en otro tiempo su maestro? Por supuesto, pidió que me llevaran a su presencia y yo, ingenuamente, creí que ese encuentro contribuiría a mejorar mi dramática situación. Creí haber hallado un aliado, un protector. No ocurrió nada de eso. El comandante me recibió en el despacho de su cómoda y caldeada residencia, bien repantigado en su sillón, frente a un servicio de té que incluía una apetitosa bandeja repleta de pastas. La visión de esas pastas nubló mi entendimiento. Me relamí los labios resecos seguro de que, en unos instantes, podría saborear una de ellas. Pero no. Forschner las mordisqueaba todas mientras me observaba con gran atención. “Están rancias”, decidió, y entonces las desdeñó y se las ofreció al perro. “¡Oh, perdón!”, exclamó, “quizá el profesor Landau habría deseado compartirlas con Goliat… Al fin y al cabo, no es más que un sucio perro judío… ¡Oh! Pero Goliat, si no has dejado nada… ¿Qué modales son esos? ¿Qué va a pensar de ti el profesor? Bien, no creo que le importe. El profesor Landau es un hombre muy austero. Su alimento se llama filosofía, ¿no es así? ¡Ah, profesor! Disculpe a Goliat. En realidad yo quería verle a usted porque… Verá, necesito a alguien verdaderamente cualificado para que se ocupe de la limpieza de las letrinas en sus horas libres y he pensado que nadie mejor para eso que una eminencia en Filosofía”. Rio discretamente. “¿No le parece una idea acertadísima?”. A la semana de aquello, Goliat murió envenenado tras ingerir un producto matarratas. El comandante Forschner lloró sin pudor ante el cadáver de su perro como lo habría hecho un niño y luego, para aplacar su dolor y su ira, le metió un tiro en la sesera a un prisionero que sonreía…
»¿Y el doctor Kammler? El doctor Kammler, reconocido cirujano y jefe médico del campo de Dora, pero también artista, pintor y poeta, dirigía experimentos humanos encaminados a comprobar los límites del dolor y la resistencia. Hans Kammler era, sin duda, un hombre muy culto y refinado. Y buena parte de ese refinamiento lo aplicaba de manera tortuosa a sus “ensayos clínicos”. Intervenciones quirúrgicas sin anestesia, trasplantes de huesos, músculos y secciones de nervios, así como pruebas de resistencia a la hipotermia en las que obligaba a un prisionero a permanecer sumergido durante horas en un tanque de agua helada (de este modo se supo que la mayoría de los individuos mueren cuando la temperatura corporal cae a 25º C). Recuerdo un ensayo particularmente terrible. Versaba sobre el estudio de las secuelas producidas por traumatismos craneoencefálicos en seres humanaos y el experimento consistía en dejar caer repetidamente un martillo mecánico sobre la cabeza de un prisionero inmovilizado mediante ataduras. Pero no creo que las atrocidades cometidas por el comandante Forschner o por el doctor Kammler fuesen más crueles y feroces que las torturas cometidas en su día por los sicarios de la Inquisición, por los caballeros cruzados o por los agentes de cualquier otra institución que ejerciera el terror como forma de legitimación.      
»¿Dónde, dónde residía entonces la verdadera utilidad de la filosofía, la verdadera utilidad del conocimiento, si no era capaz de mejorar un ápice la naturaleza del ser humano? Buda, Confucio y los sufíes habían hablado de aceptación. La vida es algo debe vivirse aceptándola como viene. Solo eso. Y yo debía esforzarme por vivir. Esa era la única manera de dar respuesta a la pregunta de Mathilda.
»Entre tanto, me obsesionaba por la limpieza de las letrinas. Para mí significaba eliminar impurezas. Mis letrinas brillaban. Usarlas era un alivio entre tanta inmundicia. El resto de los limpiadores limpiaba para no cabrear a nuestro capataz, que meaba con su orín todo rincón a la vista, marcando su territorio. Yo no. Yo las limpiaba por el único deseo de verlas limpias. Lo necesitaba. Es ridículo decirlo, pero lo necesitaba. Necesitaba alcanzar la excelencia en alguna tarea, por vil que esta fuese, para redimirme, para sentirme digno. ¿Para eso me servía la filosofía? Quizá sí y esa era, bien mirado, una utilidad positiva. Usar la filosofía como razón última para sobrevivir.
»Escapé de Dora por puro azar. Les diré cómo fue. Varios prisioneros de mi corredor fuimos acusados de intento de fuga. Dora era un subcampo, un campo subterráneo, y a los prisioneros se nos alojaba en el interior. Nos sacaron fuera. Atardecía. Los soldados alemanes nos obligaron a cavar un enorme agujero en la tierra helada. Una fosa común. Nos empujaron al borde usando sus rifles y luego nos dispararon. Al oír los disparos, yo me precipité en la fosa. ¿Estaba muerto? Yacía inconsciente sobre la blandura de una decena de cuerpos que hedían peor que la carroña. ¿Estaba yo muerto, como ellos? Pensé que sí. Esto es, entonces, morir, me dije. Ser uno más junto a los cuerpos inanes de otros. Haber sido todo y ser ahora nada. Pero yo vivía. No había sido muerto ni herido. Podía moverme. Sentía. Pensaba. Estaba vivo. ¿Por qué? Por puro azar. Se repartía muerte y a mí me había tocado vida.
»Pasé tres días disfrazado de cadáver, oculto entre cadáveres, recostado sobre los cadáveres de seres despojados de su ser, oliendo a ponzoña y a descomposición. No fui sino un cadáver más entre anónimos cadáveres.
»Al tercer día me incorporé, no sin aprensión, y robé unas botas y un grueso chaquetón de piel no sé a quién… a alguien que no los necesitaría nunca…
»Merodeé muchos días, muchas noches, convertido en fugitivo… Caminé y caminé, temeroso pero obstinado, ocultándome siempre. Nadie me buscaba porque me daban por muerto, pero cualquier precaución era poca. Pasé hambre y sed. Me abrasé de fiebre durante varios días, escondido en el pajar de una granja alsaciana. Encontré a buenas gentes que me dieron un cuenco de leche y un pedazo de su pan. Crucé fronteras y campos yermos… Entonces me di cuenta de que quizá no la filosofía, pero limpiar las letrinas de Dora me había enseñado a no sucumbir… Mi conocimiento consistía, pues, en conocer el precio de mi propia vida. “Todo lo que no me mata me hace más fuerte”.
»Y un día, después de muchos así, llegué aquí, a Sírap… ».

El relato de sus penurias había dejado a Lev extenuado. Su testimonio era tan desgarrador que Cirus y yo tan solo fuimos capaces de abrazarlo con fuerza. Pero él aún añadió:
—No crean, lo peor no fue el hambre, ni el frío, ni el agotamiento físico. A todo eso, si antes no se perece, se acostumbra uno. Lo peor fue la pérdida absoluta de la dignidad… Saber que mi vida dependía por entero del capricho y la voluntad de seres obtusos… El miedo moral a sentirme a merced de la Bestia, ya fuera propia o ajena…



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