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QUÍMICO SUIZO DESCUBRE POR AZAR LOS EFECTOS VISIONARIOS DEL ÁCIDO LISÉRGICO

El pasado abril Albert Hoffman, de laboratorios Sandoz, sufrió una experiencia visionaria al absorber, a través de la yema de sus dedos, una ínfima cantidad de ácido lisérgico (más conocido como LSD) en proceso de cristalización mientras manipulaba la substancia en una sesión de laboratorio. Hoffman describió la experiencia como «un flujo ininterrumpido de dibujos fantásticos y formas extraordinarias con intensos despliegues caleidoscópicos». Unos días después el propio Hoffman decidió ingerir una dosis mayor para dar continuidad al experimento.

Publicado en Le Figaro el diez de enero de mil novecientos cuarenta y cuatro.

Le Figaro no aportaba datos acerca de ese segundo experimento. En realidad, era una noticia absurda, pues llegaba a los lectores incompleta y con considerable retraso; además, ni siquiera se trataba de un experimento científico relevante. Al menos, no en aquel momento. Sin embargo, la recuerdo con claridad y si la recuerdo así es porque la leí junto a Cirus exactamente media hora antes de que los agentes de la Gestapo lo detuvieran.
A Cirus la noticia le había interesado vivamente.
—¡Oye! Yo he oído hablar de la LSD y de ese tal Hoffman. Pero es extraño. Sé que sintetizó esa substancia hace años, a partir de una levadura o de un hongo, el cornezuelo del centeno. Bueno… supongo que guardaría la muestra en un cajón y que ahora, por algún motivo, ha decidido descubrir sus aplicaciones. Los efectos visionarios de algunas setas y hongos son bien conocidos. ¿Has leído ese libro de Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas?
Yo no lo había leído pero conocía su existencia. Sabía que trataba de las aventuras oníricas de una jovencita inglesa decimonónica en el interior de una madriguera.
—Exacto —dijo Cirus—. Y no en vano se tituló en un principio Las aventuras subterráneas de Alicia. ¿No te recuerda un poco a nosotros? Pues bien, Alicia comió unos trocitos de hongo y tuvo increíbles alucinaciones. ¿Has oído hablar de la Psilocybe o de la Amanita?
Tuve que reconocer mi ignorancia.
—Son setas alucinógenas de efectos muy potentes, ya conocidos desde la antigüedad. Drogas que colocan a quienes las consumen frente a sí mismos y frente a la muerte. Drogas de ritual. Autoconocimiento e iniciación, ya sabes —me informó mi amigo.
Sus nociones de botánica y farmacopea nunca dejaban de sorprenderme.
—Es normal que me interesen esos temas. Al fin y al cabo vivo de la venta de una panacea —dijo él.
Fue entonces cuando escuchamos el eco de las botas alemanas.
—Rápido, separémonos —susurró Cirus.
Hacía apenas cinco días que Lev Landau había partido en una avioneta con pasaporte falso y destino a Argel. ¿Quién lo sabía? Cirus y yo. Y también Rosana —o Rosaura—, que había sustituido a Lucía en el corazón de mi socio. Nadie más.
Nos alejamos el uno del otro.
Los agentes de la Gestapo me ignoraron y fueron directos a por él. ¿Qué hacer? Nada. Observar, impotente, cómo se lo llevaban, y escuchar, simulando indiferencia, sus exclamaciones de protesta, su sempiterna cantinela de vendedor de humo.
—¿Eh? ¿Pero qué hacen? Ustedes se confunden. Yo solo intento vender mi panacea a los usuarios del metro. No busco problemas. ¡Miren! Es el Gerovital de la doctora Aslan. ¿Lo conocen? ¿No? Pues deberían probarlo. Es simplemente genial…
Y Cirus esgrimía ante las mismas narices de los agentes uno de los frascos de su bebedizo, recién extraído del raído gabán.
¡Zas! La ampolla de cristal se estrelló con estrépito contra el suelo y yo no volví a ver a Cirus nunca más.
Diez de enero de mil novecientos cuarenta y cuatro.
A finales de agosto de ese mismo año las tropas aliadas entraban en Sírap, liberando a la capital francesa del yugo alemán.
¿Qué habría sido de Cirus? Durante algún tiempo mantuve la esperanza de un reencuentro. Me parecía imposible que un individuo con semejante capacidad inventiva y  vitalidad pudiera, simplemente, desaparecer. Al final, hube de rendirme a la evidencia. Frágiles y efímeros. Sócrates, desde luego, es mortal.
¿Y Lev Landau? ¿Habría conseguido Lev, al menos, llegar a Argel?
Lo supe cinco años después, un día de primavera, al detenerme ante el quiosco de prensa de Montparnasse Bienvenue. Entre las publicaciones literarias recientes que yo consultaba a diario hallé un librito, Memorias de un limpiador de letrinas o el sentido último de la filosofía, firmado por el profesor Lev Landau. La contraportada informaba de que el tal profesor  Landau era un judío superviviente del Holocausto afincado en Haifa, en el recién estrenado estado de Israel, donde había retomado su actividad como profesor de Filosofía…
No tenía dinero. Hurté el libro. En la portada, una imagen residual del Holocausto teñida de triste gris: alambradas, barracones, cámaras de gas disfrazadas de salas de duchas, cielos nublados, un uniforme de rayas, una mirada de hambre. En la primera página, una cita de Soren Kierkegaard: “Lo que pensamos ha sido ya pensado, lo que sentimos es caótico, lo que somos es oscuro”. Y en la siguiente, varias interrogaciones escritas en letras grandes:
 «¿PARA QUÉ NOS SIRVE LA FILOSOFÍA? ¿NOS HACE SER MEJORES? ¿NOS HACE SER MEJORES EL CONOCIMIENTO? ¿NOS HACE SER MEJORES LA RELIGIÓN, LAS CREENCIAS O LA MORAL? ¿ACASO EL COMPROMISO POLÍTICO O LA EDUCACIÓN? ¿EL ARTE, LA MÚSICA, LA LITERATURA? ¿QUIZÁ LA MANO DURA Y LA IMPOSICIÓN? ¿NO SERÁN EL AMOR, LA TOLERANCIA Y LA LIBERTAD? ¿O SIMPLEMENTE ALGO TAN VANO COMO EL AZAR?
Carezco de respuesta. Únicamente puedo aportar para contestar a esas preguntas mi propia experiencia vital como estudioso de la filosofía y limpiador de letrinas».

Me había quedado solo. Se había terminado la guerra pero estaba solo. Y había vagado todos esos años, solo, por el sinfín de galerías del metro de Sírap. Venas, arterias, capilares. La Ciudad de la Luz extendía sus raíces bien aferrada al subsuelo, absorbiendo la savia putrefacta de su humus, nutriéndose de él, nutriéndose de mí. Fue mi época de vagabundo.
Los periódicos informaban ahora del inicio de otra gran guerra, más cruenta si cabe: la Guerra Fría. Alemania se había desgajado en dos dramáticas mitades divididas por un muro; una mitad acogida al tratado del Atlántico Norte; la otra, al Pacto de Varsovia. Aún podía añadirse una nueva pregunta a aquellas formuladas en letras grandes en el opúsculo de Lev Landau: ¿ES ESTO LA VICTORIA? Porque en los corazones humanos no había ya sino miedo. El miedo, la náusea existencial de los vencedores y de los vencidos. Y en mi estómago había la náusea del hambre. Carecía de contactos que me ayudasen a publicar mis escritos, mis apuntes o memorias de habitante del subsuelo. Robaba. Carroñaba en los cubos de desperdicios. Me sentía deprimido y desesperado.
Fue entonces cuando advertí que una sombra me seguía. Mi paranoia se tornó obsesiva.
No estaba solo viviendo en el metro. En realidad, ya lo he dicho por alguna parte, nunca había estado solo, si bien yo era el único habitante de carácter tan permanente. Pero durante semanas, y aún meses, circulaba por vagones y galerías una fauna variopinta y proscrita compuesta, sobre todo, por tipos como mi Cirus y por mendigos. Miradas hurañas. Rostros a los que la desesperación de la nada convertía en muecas. En esos tiempos de posguerra, había incluso familias enteras que colonizaban temporalmente algún tren en vía muerta. Eso no suponía un problema. Había espacio para todos. Pero esa sombra… Esa sombra que intuía y no percibía me inquietaba.
Empecé a pensar que un ser antiguo y primordial se arrastraba por los pasadizos del subsuelo de la vieja Lutecia —catacumbas, alcantarillas, galerías de metro— desde la noche de los tiempos. Mis sueños se poblaron de pesadillas. Seres viscosos de los abismos, como el gran dios Cthulhu, el innombrable. Seres terribles, apocalípticos. Hombres lobo embrujados por un rayo de luz de luna.  Minotauros apresados en su laberinto. Una cosmogonía de horrores que cristalizó en uno solo el día que descubrí la caverna de Des Abbesses ocupada por cientos de murciélagos: el vampiro. Horrible y fétida criatura que engorda libando con su beso la sangre de sus víctimas.
En el apeadero de la plaza de la Ópera campeaba una serie de carteles de proporciones gigantescas del viejo film de cine mudo Nosferatu, de Murnau, que se representaba esos días en la Ópera de Sírap con la partitura original de Hans Erdmann. Los carteles exhibían distintos fotogramas de la película, pero a mí me inquietaba sobremanera aquel que mostraba la sombra amenazante del engendro subiendo una escalera, tendiendo su mano como garra hacia el vacío. Hombre y Bestia. No muerto. Inmortal y amoral. Eterno, como los dioses. Sombra sin reflejo. El horror. Miseria. Hambre. Guerra Fría. Sangre, ¡oh, sangre derramada!, de tantos inocentes.
¿Dónde moraba el vampiro? No podía ser real. Tenía que ser una sugestión mía, ¿o quizá no? ¿Era posible su existencia de ser ominoso y desterrado, de paria, bajo la Ciudad de la Luz? No, no, mil veces no. El miedo, el hambre y la soledad amenazaban mi cordura. Solo era eso. Como primera medida terapéutica, decidí que debía recuperar de inmediato mis hábitos de higiene y laboriosidad. La misión que yo mismo me había asignado casi una década atrás había sido la de observar desde mi privilegiada atalaya subterránea (aunque aquello sonase a contradicción)… y dar cuenta puntual al mundo de esas observaciones. Bueno, quizá no al mundo, pero sí a los lectores de Le Figaro. Desde luego, yo no era Fiódor Dostoievski ni lo pretendía, pero “abajo” se percibía con nitidez el sinsentido de lo de “arriba”.
Volví a aporrear la Olimpia, a trazar caricaturas lingüísticas, a comentar titulares de prensa con el mismo estilo de siempre, mordaz e irreverente. Descubrí —¡qué tontería tan grande! ¡Cómo no haberlo pensado antes!— que no necesitaba de nadie para publicar mis escritos. La cosa era tan simple como contratar un apartado de correos en Montparnasse Bienvenue… Todas las semanas intercambiaba mi paquete de cuartillas por un sobre que contenía un cheque y que el probo empleado del mostrador, un muchacho alto, pálido, de blancas y finísimas manos, me entregaba esbozando su sonrisa asténica de eterno adolescente.
Y a esas alturas del siglo, en el metro podía conseguirse prácticamente de todo.
A las cinco semanas de iniciadas mis medidas terapéuticas ya me había olvidado de la existencia del vampiro. Casi. Me habría olvidado del todo si no fuera porque un día, a la llegada del tren que esperaba en la desierta estación de Saint Ambroise , ya fuera fruto del efecto óptico causado por la luz mortecina que iluminaba el andén o fruto del cansancio y de mi pertinaz fotofobia, advertí con horror que mi imagen no aparecía reflejada en absoluto en el cristal opaco de la ventanilla del vagón. ¿Quién sabe? Acaso, lector, acaso el espectro era yo…

      

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