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UNA HORA DE MÚSICA EN NUEVA YORK

Presentado en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York un nuevo formato de disco de larga duración fabricado en resina de polivinilo. El ingeniero de la CBS, Peter Golmark, explicaba a los asistentes las ventajas de este formato que, con un tamaño de 12 pulgadas, gira a 33 1/3 revoluciones por minuto en lugar de a 78, gracias a sus microsurcos, que permiten conseguir 25 minutos de perfecta audición por cada cara. Los invitados al acto han podido deleitarse con casi una hora de música grabada con la mejor calidad sonora.

En Le Figaro. Veintiuno de junio de mil novecientos cuarenta y ocho.

¡Música! ¡Una hora seguida de música grabada! El tiempo necesario para poder disfrutar de una sinfonía…
En los túneles del metro de Sírap no era difícil escuchar el eco de algún violín solitario, de un saxo, de un acordeón o, incluso, de un cuarteto de cuerda. Habría podido, y más de una vez lo había hecho, solicitar, a cambio de una generosa propina, la ejecución de una pieza concreta y pasar cinco o diez minutos mecido por la magia de una melodía. Pero una hora seguida de música grabada a mi entera disposición… para escucharla cuantas veces quisiera… una, dos, tres, veinte, treinta, ciento… o más, en la soledad de mis escondrijos… Aquello era un verdadero portento que se me hacía ABSOLUTAMENTE indispensable.

El veintiuno de junio de mil novecientos cuarenta y ocho iba yo entregado a esas divagaciones, completamente ajeno a mi tarea de observador, cuando sentí su mirada insolente.
—Hola. Te conozco. Te he visto un montón de veces sentado en el banco de algún vagón. Pasas el día en el metro, como yo —dijo una voz con descaro.
Alcé la vista y vi frente a mí a una chiquilla de trenzas pajizas, no demasiado guapa aunque sí graciosa. Charmante.
—Me llamo Françoise Quoirez.
Doblé el periódico.
—¿Y por qué pasas el día en el metro, Françoise? ¿No deberías estar en la escuela?
—¿Y tú? ¿No deberías estar trabajando?
—Estoy trabajando, jovencita.
—¿Ah, sí? ¿Es esto trabajar? ¿Leer el periódico y a ratos fisgonear? ¡Vaya un chollo!
—Óyeme, pequeña, ¿no te ha dicho nadie que eres una mocosuela maleducada?
Françoise consultó su reloj y suspiró.
—En este mismo momento acabo de cumplir trece años. Trece —repitió—. No creo que sea pequeña ni mocosuela. Ya no.
Y esbozó un mohín compungido.
La cosa me resultó sugestiva. Reí.
—No. Ya no. Ahora eres toda una señorita. Pero una señorita maleducada.
Reímos los dos alegremente.
—Bueno, felicidades. Pero, en serio, Françoise, ¿qué haces en el metro? ¿Es que no vas a la escuela?
—Psssss. Prefiero leer y mirar a la gente. Igual que tú. Creo que así se aprende bastante más…
Hube de rendirme ante su ingenio y su agudeza.
Pronto me enteré de que Françoise, que pertenecía a una familia acomodada procedente del suroeste del país, estaba matriculada en la exclusiva academia para señoritas de Mademoiselle Lary, donde nunca había llegado a poner un pie. En lugar de acudir a clase pasaba las horas lectivas vagabundeando en el metro.
—¿Y cómo consigues que Mademoiselle Lary no informe a tus padres de tu falta de asistencia?
—¡Ah, eso…! Verás, Mademoiselle Lary no existe, o quizá existió y ya no, no lo sé, o es solo un nombre sofisticado y esnob que se le ocurrió a alguien para conseguir que las parisinas cursis se educasen en esa academia… En realidad no hay ninguna directora, sino un director, un señor llamado Marcel Du Bois que da la casualidad de que es amante de una íntima amiga de mi madre. Y yo les chantajeo, ¿vale? Él cobra a mis padres la cuota de la academia, ellos se sienten felices de darme la mejor educación posible y todos me dejan en paz. Así de fácil.
Yo exclamé un horrorizado “¡oh!”, dirigido no al hecho de que el tal señor Du Bois tuviese una amante, cosa que a mí me importaba un pimiento, sino a la maquiavélica precocidad intelectual de que hacía gala mi nueva amiga.
—Me parece inmoral y peligroso que actúes así. No es bueno que te acostumbres a conseguir las cosas engañando y chantajeando.
—¿Y por qué no? Todo el mundo lo hace. To-do-el-mun-do —silabeó ella—, aunque casi nadie lo reconoce. Así que, en realidad, yo soy más honesta que los demás. O por lo menos no soy hipócrita. Yo sí reconozco que les chantajeo.
¡Dios mío! ¡Trece años! ¡Quién lo diría!
Nos veíamos casi diario. Yo la buscaba. Ella me buscaba. A Françoise le fascinaban mis artículos periodísticos. Se sentía feliz de pensar que era mi colaboradora y he de reconocer que gracias a su fresca —y maliciosa— influencia mis escritos resultaban mucho más mordaces y atractivos.
—Fíjate en ese gordo de allí —me susurraba Françoise al oído—. Está claro que se trata de un pervertido. No le quita la vista de encima a ese muchacho tan guapo, el del paquete marrón… Verás cómo enseguida consigue rozarse con él.
Y, efectivamente, a los pocos segundos el pasajero aludido, un señor bien vestido, obeso y sudoroso, se las ingeniaba para chocar contra el joven entre el vaivén de la apretada multitud, amagando con disimulo un patético remedo de caricia obscena…
O bien:
—Mira esa chica con pinta de dependienta o modistilla. No es tal. Le acaba de robar la cartera al caballero del sombrero hongo…
Nada escapaba a la mirada de sus ojos agudos.
El universo del metro era, para Françoise, un pandemónium, un escenario viviente donde quedaban expuestos todos los vicios humanos.
Pasábamos muchos otros ratos leyendo, codo con codo, instalados en los vagones semivacíos de líneas poco frecuentadas. Françoise solo leía obras escritas por mujeres. Colette, Anaïs Nin, Irène Némirovsky, Virginia Woolf, Edith Wharton, Marguerite Yourcenar, Emily y Charlotte Brontë, Mary Shelley, Simone Weil, Sor Juana Inés de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Aphra Behn, George Sand, Selma Lagerlöf, Grazia Deledda… Al poco de conocernos acometió con entusiasmo la lectura de los textos y biografías de grandes viajeras e intrépidas aventureras. Le subyugaron las vidas de Gertrude Bell o Alexandra David-Néel. Leyó también, por aquel entonces, a Karen Blixen. Pero por encima de todas le fascinó la trágica figura de la escritora Isabelle Eberhardt, muerta en Argelia a la temprana edad de veintisiete años después de haber atravesado varias veces el desierto disfrazada de muchacho musulmán, haber sido iniciada en los ritos más arcanos de una antigua hermandad sufí, haber padecido malaria en distintas ocasiones y haberse enamorado apasionadamente de un joven oficial del ejército árabe.
No en vano su punto frívolo, mi pequeña amiga suspiraba por ser ella también gran viajera y escritora.
Casi sin quererlo me convertí en el confidente de aquella niña-adolescente excepcional. Todo le interesaba. Todo cuanto vivía y observaba excitaba las fibras más íntimas de su inteligencia. Era una criatura curiosa, tortuosa pero exquisita.
A menudo pasaba largo tiempo absorta mirando fijamente a algún pasajero del metro.
—No seas tan insistente —le reconvenía yo en voz muy baja—. A la gente le molesta sentirse observada con tanto descaro… Si quieres mirar, hazlo, pero con más disimulo.
—Es que los rostros de la gente me fascinan —afirmaba al cabo de un rato, dando un suspiro—. Lo dicen todo de nosotros. ¿Cómo te imaginas tú a un poeta? ¿Qué cara debería tener un músico? ¿Y un pintor? ¿Y un escultor? ¿Y un charcutero o un tendero? ¿Y un capitán de barco? ¿Y un ladrón o un asesino? ¿Y tiene la misma cara un asesino de niños que un asesino de adultos? ¿Y un soldado? Ese también mata a la gente, ¿no? Yo al poeta me lo imagino con la frente alta, la mirada alucinada y los cabellos finos formando una aureola de inspiración permanente, igual que al músico, aunque este último será menos frágil que el poeta. Al escultor, con los labios gruesos y las manos grandes, y al pintor con la nariz muy larga y la mirada penetrante. En cambio, la nariz del charcutero debería ser corta y gruesa, como una morcilla, con los agujeros muy abiertos y dilatados y los ojillos negros y astutos, como los del asesino de niños.
¡Qué cosas se le ocurrían! Françoise saltaba, con la facilidad de una pequeña acróbata, del pensamiento sublime a la procacidad terrenal.
—¿Y por qué el poeta debería tener cara de poema y el charcutero de lechón o de res? ¿No podría ser poeta alguien con la nariz un poco “amorcillada”?—preguntaba yo.
—Imposible.
—Pero ¿por qué?
 —No lo sé… —mi amiga se encogía de hombros—. Porque es así. Mira, esa señora tan estirada tiene cara de ser la esposa de un neumólogo, ya sabes, una ocupación horrorosa —Françoise puso cara de asco—, siempre entre flemas, gargajos y esputos, pero su hijo —y señalaba entonces al niño gordito y sonrosado que viajaba junto a la mujer del supuesto neumólogo— no va a seguir los pasos de papá. De hecho, de mayor será abogado. Estoy segura. Lo sé por su aspecto de cerdito rubicundo y pedante…
Yo me reía con ganas. Entonces ella y yo nos mirábamos a la cara muy despacio, con recelo. Ambos poseíamos ojos grandes y claros, frentes despejadas, narices largas, labios finos y mentones prominentes. Reíamos los dos.
—Tú tienes cara de capitán de barco de pasajeros —me informaba Françoise con cierto aire de suficiencia—. Porque en tu mirada hay bondad… Auténtica bondad. Es lo que te salva de ser un filibustero. Por eso te digo que tienes cara de capitán de barco, pero de barco de pasajeros.
No me pareció del todo mal.
—¿Y tú? —indagué.
—¿Yo? Yo tengo cara de gran actriz dramática. ¿Es que no lo ves? Pero no voy a serlo. Creo que voy a preferir ser escritora.
¿Era realmente así? ¿De dónde sacaba aquella chiquilla de escasa edad ese caudal asombroso de desparpajo y sabiduría?
A lo largo de nuestro primer año de relación Françoise se fue metamorfoseando, pasando, casi inadvertidamente, de imago a libélula. La niña esmirriada que yo conocía se convirtió, de repente, en una atractiva mujer. Sus pechos crecieron como capullos abiertos y todo su cuerpo se ensanchó y se desarrolló. Un día algo trágico me comunicó sin pudor su primera menstruación. Se volvió maniática y sensible. El olor a multitud de las galerías del metro la asqueaba. Pasó algunos meses ausente y cuando regresó me confesó que, por fin, se había decidido a asistir a las clases de la academia de Mademoiselle Lary.
—Y no son tan patéticas y aburridas como yo creía, ¿sabes? Ahora tengo amigas de mi edad… y también amigos. La academia es una institución de carácter mixto, como corresponde a los tiempos modernos.
En la academia había conocido a Laure, quien le inspiraba confusos sentimientos de amistad y algo parecido al amor, y también a un joven, un par de años mayor, llamado Adrien. Al poco tiempo de aquello me contó, con su desenvoltura habitual, que Adrien le había hecho el amor. ¡Oh! No le había gustado en absoluto. Había sido todo tan inesperado… Adrien se había mostrado ávido e impaciente. Ella no estaba preparada y él le había hecho daño, mucho daño, empujando ahí abajo hasta forzar y rasgar y penetrar sin un átomo de ternura. Las sábanas de la cama de Laure (donde había ocurrido todo, pues la madre de su amiga, que era editora de la revista Elle, se hallaba ausente esa noche) habían quedado cubiertas por grandes amapolas de sangre que Françoise y Laure habían tenido que frotar y frotar con agua helada y una áspera pastilla de jabón, para ocultar lo ocurrido, ante la mirada indiferente de Adrien…
Mi amiga tenía entonces quince años. Bueno, en honor a la verdad, debo decir que le faltaba un mes escaso para cumplir los dieciséis. Pero hacía ya mucho tiempo que había dejado de ser una chiquilla inocente…
Seguimos viéndonos a intervalos regulares. Françoise llevaba entonces una doble vida. La de arriba, frenética, trepidante, nocturna, bastante fou e insustancial, dedicada a diversiones estrafalarias entre las que no faltaban los bailes descontrolados, los amoríos fáciles, el alcohol y la conducción veloz de coches deportivos, que a ella le encantaba por la (¿falsa?) impresión de libertad que producía, y la de abajo, en el metro, a mi lado, entregada a la concienzuda redacción de una novela que resumía todas las divinas contradicciones de su insolente juventud. El argumento de la novela, sin ser autobiográfico, reflejaba el conflicto entre su vida frívola y la profundidad de sus sentimientos reales. Relataba la historia de Cecile, una chica de 17 años que vive, junto a su padre y en compañía de las efímeras amantes de este, una vida de fiesta y descontrol, tabaco y alcohol, música y baile; pero esta situación cambia dramáticamente el día que entra en escena Anne, dispuesta a poner amor y orden en sus vidas disolutas…
Entre Françoise y yo decidimos que el título de aquella novela sería Buenos días tristeza y que iría firmada, en un prurito de pudor por salvaguardar el nombre familiar, con el falso apellido Sagan. Fue un éxito rotundo, sin precedentes, fama de famas que ella celebró obsequiándome con un tocadiscos y un nutrido lote de discos long play.
La bóveda de la caverna Des Abbesses vibró, por fin, con la música sinfónica de Beethoven, de Mahler y de Brahms, pero también con las notas metálicas y poderosas del saxofón de John Coltrane, que sumían a Françoise en un rapto de aguda sensualidad. Bebíamos juntos una botella de champán y ella bailaba entonces para mí, envuelto su cuerpo de gacela salvaje en la horma ajustada de un traje de escote muy hondo y falda volátil.
¿Quise yo seducirla en algún momento? A menudo me lo he preguntado, sin hallar nunca respuesta. En cualquier caso, no hubo ocasión. Al hilo de su triunfo como precocísima escritora, las circunstancias la convirtieron también en reportera de lujo y viajera. La madre de su amiga Laure (recuérdese, la editora de la revista Elle) le propuso la redacción de una serie de artículos sobre las bellezas del sur de Italia. ¿Cómo iba a negarse Françoise a aquello? Todos sus sueños parecían cumplirse con la facilidad reservada a quienes semejan estar tocados por la gracia de los hados…
Partió, pues, hacia Italia recién cumplidos los 18 y enseguida comenzaron a publicarse en la revista sus reportajes. Ella los titulaba, deliciosamente, “Buenos días…”, por apurar la estela de éxito dejada por su novela. “Buenos días, Nápoles”. “Buenos días, Capri”. “Buenos días, Sorrento”. Yo los leía con avidez casi furtiva, recordándola, sentado en solitario en el banco de algún vagón del metro…
A los dos años escasos llegó la segunda novela, Cierta sonrisa, donde Françoise exploraba con valentía un complicado triángulo amoroso que incluía a un amante joven y al tío de este, Luc, hombre casado, intelectual y ya maduro.
¿Llegué a verme reflejado en algún momento en el perturbador personaje del tío Luc? Sigo sin hallar respuesta. Una vez finalizados sus viajes por Italia, Françoise y yo volvimos a vernos a menudo. En realidad, nunca hemos dejado de vernos, a pesar de que nuestra relación ha cambiado mucho con el correr de los años. Ella se convirtió en un mito, en el hermoso ángel caído símbolo de una nueva generación que nada quiso saber sobre el horror de la guerra, la pobreza y la represión, intoxicándose con rebeldía de todo lo prohibido. Las secuelas de un terrible accidente de tráfico la precipitaron en los brazos tenebrosos e indiferentes de la morfina. Después, ha ido probando con curiosidad insaciable otros amores y otras substancias. Tiene fama de escritora maldita, de mujer moderna a ultranza, trágica y un tanto vacía, audaz y degenerada, frívola y oportunista. Pero yo sé que Françoise nunca ha hecho daño a nadie. A nadie excepto a sí misma.

Han pasado muchos años desde que se publicó su primera novela. Viajamos como siempre, codo con codo en un vagón, proyectados hacia adelante, hacia la velocidad, hacia el futuro, entre otros transeúntes que han ido variando de ropa y de estilo pero no de rostro… Los rostros que nos rodean parecen seguir siendo los mismos. Françoise lee un periódico (claro que sí, Le Figaro) y sonríe divertida. Hace tiempo que cumplió los cuarenta. Le han salido arrugas en torno a los labios y los ojos. Su piel se ve ajada, fatigada. Nunca fue una mujer guapa. Quizá sí atractiva. Pero ríe y su rostro también parece seguir siendo el mismo.
—Me critican. Como siempre, me critican. Pero siguen hablando de mí. Eso es lo único que importa.
—¿Qué dicen ahora?
—¡Oh! Hablan de la carta, la carta de amor a Jean Paul Sartre. La califican de “nueva artimaña oportunista de la Sagan”. ¿Qué sabrán ellos de mí?
—Ahhhh. ¿Entonces lo de la carta no es una “nueva artimaña oportunista de la Sagan” para que sigan hablando de ella? Podías habérsela hecho llegar de forma privada. No era necesario publicarla en prensa…
Ella ríe aún más fuerte.
—Quizá… Admiro a Sartre… desde que tengo uso de razón. ¡Oh! No te enfurruñes, mon cher. Tú eres siempre el primero. Pero Sartre es divino y es humilde. El único intelectual con las agallas necesarias para rechazar un premio Nobel de Literatura. Y lo hizo por compromiso moral con las ideas que defiende. La cultura no debe ser jamás un artefacto institucional. ¿Acaso no tiene ese gesto un vago deje de oportunismo al más puro estilo enfant terrible, como me achacan a mí? Y ahora, Jean Paul se ha convertido en un octogenario encantador. Nos vemos muy a menudo. Se ha quedado prácticamente ciego, ¿lo sabías?
Le dije que sí pero no me escuchó.
—¿Sabes? —siguió diciendo—. Tiene treinta años justos más que yo. Nacimos el mismo día… Yo soy él… Soy su musa rediviva…
No, Françoise nunca ha hecho daño a nadie. A nadie excepto a sí misma.




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