Ocho



ARMORICA, LA ÚLTIMA ALDEA GALA

«Estamos en el año 50 antes de Jesucristo. Toda la Galia está ocupada por los romanos… ¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles galos resiste todavía y siempre al invasor»

El veintinueve de octubre de mil novecientos cincuenta y nueve salía a la venta en todos los quioscos de Sírap el primer número de la revista Pilote y ese mismo día comenzaban a publicarse, con éxito inmediato, las historietas de Astérix el Galo (a las que enseguida me hice adicto), hecho del que daba puntual cuenta Le Figaro en su edición del día siguiente.

Debió de ser uno de aquellos días cuando conocí a Julio. En contra de mi costumbre de recordar todas las fechas con pulcra exactitud, esa se me escapa. Quizá porque fue él quien me buscó a mí y yo, al principio, no le di demasiada importancia al encuentro…
Lo que sí recuerdo muy bien es que aquel día yo asistía, divertido, al intercambio de melindres de una curiosa pareja. Ella era gorda, muy gorda, de facciones grandes y de una carnosidad desbordante, lujuriosa en su desbordamiento; él, flaco, muy flaco, huesudo e insignificante y navegaba perdido en aquella masa de grasa, besando, pellizcando, arrullando, con riesgo de perecer asfixiado entre los brazos de su amada a quien llamaba, con grotesca delicadeza, “pichoncita mía”. Entonces, una especie de sansón de espeso cabello negro e intensísima mirada verdeazul se sentó a mi lado, hurtándome el espectáculo.
Se encaró directamente conmigo.
—¿Tengo el honor de hablar con el autor de la serie de artículos que lleva por título “Crónicas de Sírap”?
A mi pesar moví afirmativamente la cabeza, como hipnotizado, tal era el poderoso atractivo que emanaba aquel sansón.
Apretó vigorosamente entre las suyas mi pobre mano derecha. ¡Ay! Casi pude oír cómo crujían mis dedos...
—Un grandísimo placer conocerlo. Me llamo Julio Cortázar. Argentino, aunque ya llevo unos años viviendo aquí, en Sírap. 
¿Y por qué me buscaba, precisamente a mí, aquel coloso argentino? A esas alturas yo también llevaba ya unos años (más de veintidós) habitando el secreto universo del metro de Sírap. El transeúnte normal, de haber coincidido conmigo en algún vagón, no habría encontrado en mí nada digno de mención: simplemente un tipo entrado en la madurez (divertido y forzado eufemismo para definir mi edad, ¿no te parece, lector?), de aspecto correcto y aseado, que observaba el tropel de gentes, su continuo ir y venir, tras el escudo de un libro, de un cuaderno de dibujo o de la sábana de papel entintado que componía mi ejemplar de Le Figaro. Lucía unas gafas de cristales ahumados y montura redonda que me daban un aire vagamente intelectual, como de profesor de instituto, y sobre mi todavía abundante cabellera me encasquetaba una gorra. Mi atuendo, invariablemente un jersey de cuello alto de color oscuro, una chaqueta de franela castaña y una bufanda, resultaba un tanto bohemio, quizá, pero atildado. Nada que llamase excesivamente la atención. Todo lo contrario de Julio, imponente, gigantesco desde sus casi dos metros de estatura, arrollador y, sin embargo, dueño de un “no sé qué” cándido y tierno que incitaba a perdonarle cualquier cosa, cualquier exceso, incluido el de su físico. Quizá ese candor residiera en la mirada de sus ojos soñadores, muy separados, como de anfibio o de pez… o en el enorme tamaño de sus orejas, de aire decididamente volador.
Julio Cortázar solo quería conocerme para charlar. No más. Había leído mis crónicas y le habían interesado y, ni corto ni perezoso, había solicitado mis señas a la redacción de Le Figaro. Por supuesto, allí no le dieron razón. Y Julio ya se iba de las dependencias, cabizbajo e intrigado por la escurridiza identidad de aquel articulista underground, cuando, de repente, se hizo la luz en la cabecita de la gentil recepcionista.
—¡Espere, caballero! El autor de los artículos es, como ya le he dicho, un colaborador anónimo. Solo puedo informarle de que realiza la entrega y cobro de sus trabajos en la estafeta de correos de Montparnasse Bienvenue. Puntualmente. Todos los jueves, sobre las 10.45. Quizá pueda serle de alguna utilidad…
Y claro que lo fue, porque Julio me encontró.
Pero yo, por aquel entonces, no me sentía con ganas de entablar una nueva amistad, ni siquiera un conocimiento cordial y superficial. Mi corazón estaba encogido de frío después de lo de Claire, hacía tiempo que no sabía nada de Françoise… Y aquel dichoso Julio hablaba y hablaba sin parar con un gangoso arrastrar las erres…
—Pues, como le digo, llevo ya unos años viviendo acá con Aurora, mi mujer. He hecho un poco de todo. En la Argentina era profesor, pero aquí he trabajado hasta de empaquetador de pedidos para una editorial. Ahora traduzco para la Unesco. Y, además de traducir, escribo. Relatos. Impresiones de viajero en tránsito, ambulatorio, por este planeta de locos… Por eso me interesaba tanto conocerle a usted… Usted también vive en tránsito… El metro es un lugar de pasaje, un lugar donde siempre tengo la sensación de que el tiempo cambia, que no es el mismo que transcurre ahí arriba, que pertenece a otra dimensión, a otra categoría lógica. Todo puede suceder en el interior de un vagón de metro, incluso que el tiempo no exista en absoluto. Y usted es el testigo de esa transformación elemental, que no por cotidiana me fascina menos. Por eso le envidio, amigo.
¡Ah! Así que era por eso. Un escritor extranjero, seguramente pobre y en busca de fama y fortuna. No, de fama no. De fortuna, tampoco. Cortázar dejó claras sus intenciones muy pronto. Hablaba pausado, con esa timidez tan suya, tan encantadora, un poco inocente y honesta, que mostraba siempre cuando se refería sí mismo:
—Aspiro a vivir como creo que debo vivir, lo que no es poco si se piensa bien. Escribo porque me gusta escribir, sin hacer proyectos para el futuro. Sírap me resulta una ciudad mítica, estimulante, un buen punto de observación. Yo desde arriba… tú desde abajo. Hacemos lo mismo ¿no? Como a ti, me interesa mi tiempo y mi mundo. Creo que con eso basta y sobra para estar atareado, ¿no te parece? Y no siento ningún deseo especial de obtener laureles u honores. No veo para qué podrían servirme, como no fuera para apoyar alguna noble causa perdida…
¡Ay, Julio! La cuestión es que apareciste en mi vida en un momento muy malo. Tú me buscabas a menudo (y me encontrabas, claro) sin darte cuenta de que tu presencia me apabullaba, de que tu exuberancia vital e intelectual —aunque yo básicamente compartiera todas tus premisas— eran, entonces, demasiado imponentes para mí. Tardé mucho en considerarte mi amigo. Lo siento, camarada, pero fue así.
A ti te apasionaba el jazz. Pero mira por dónde, a mí el jazz me recordaba a Françoise. Y tú te empeñabas en que escuchásemos juntos tus discos de Jelly Roll, de Duke Ellington, de Louis Armstrong o de Coltrane. Y yo entonces la veía a ella, danzando con su vestido ajustado de escote hondo y falda volátil, resonando los ecos de la cuerda y el metal bajo la bóveda del metro de Sírap… ¡Bueno! Y eso a pesar de que —creo— nunca la llegué a amar. ¡Che, Julito! Lo que ocurrió es que me pillaste viejito y algo chocho —“andropáusico”, querido— hecho todo un desecho de melancolía y manías.
Así que, a mi pesar y por tu empeño, mantuvimos una suerte de relación de seudoamistad. De vez en cuando desaparecías. Y he de reconocer que, entonces, te añoraba. Hacías viajes. A los Estados Unidos de América. A Cuba. Tomaste conciencia política. Sí, así fue. Del interés estético e intelectual por la época que te había tocado vivir pasaste al interés político y social. Te implicaste. Justo lo que yo había intentado evitar. Claro que yo vivía confinado en los infiernos… y tú eras libre de moverte a tu antojo, aquí o allá, arriba o abajo, como ese pez volador al que tanto me recordabas… ¿Envidia? Seguramente.
Un día regresaste contando que trabajabas en una novela. Por entonces, ya habías publicado algo y empezabas a tener un nombre. Y yo no podía dejar de pensar que eras como la vuelta de tuerca de aquel dichoso Ernest Hemingway que acababa de suicidarse pegándose un tiro con su escopeta. Americanos… Demasiado “físicos” para la preciosista y decadente mentalidad europea. Pero tu novela iba a ser un allá y acá. El plano de una nueva ciudad secreta, invertida como Sírap, reflejada… Trabado con una estructura revolucionaria. Como la de un mandala. De hecho, así pensabas titularla. Mandala. Una novela surrealista que se leyera de distintas maneras, sin principio ni final. Múltiples direcciones convergiendo en un punto único y total. Lo absoluto. Una historia no lineal, que podía empezar en el primer capítulo o en el capítulo setenta y tres, por poner un ejemplo, y que debía contar, para ser leída, con la colaboración de un lector que tomase parte activa en el proceso creativo. Sí, así, de un plumazo, pretendías cargarte la secuencia narrativa como norma y convertir la lectura en acto místico de comunión y participación. Compartamos juntos el cuerpo de Cristo. Hagamos juntos cultura.
Era, sencillamente, una idea genial. Audaz. Innovadora. Una “contranovela”. Irreverente con todo lo anterior. Americana…
Y los personajes… Todos ellos eran tú. O, mejor dicho, todo lo que tú habías vivido hasta entonces, en Sírap o en Buenos Aires. Y estaba la Maga… (¿La encontraste al fin, Julito? ¿Tocaste con un dedo el borde de su boca, dibujándola como si saliera de tu mano, como si por primera vez su boca se entreabriera…?).
—¿La Maga es como Françoise? —me preguntaste un día.
Bebíamos dedales de absenta y fumábamos tabaco americano bajo la bóveda de Des Abbesses.
Y a mí me asaltó la duda.
—Creo que no. No estoy seguro, pero creo que no. Pero lo que sí creo es que a Françoise le habría gustado ser como la Maga. La Maga es más. A Françoise le sobra inteligencia para poder ser como ella, pero su inteligencia es un estorbo en este caso, ¿sabes? La inteligencia no siempre es el atributo más conveniente para vivir la vida y comprender el mundo…
—Claro. Y veo que has captado muy bien al personaje, amigo. Así es como la imagino yo. Vital, esplendorosamente intuitiva y humilde, pero sobre todo vital, no más.
—La Maga es como Desideria. O como Claire…
Sin saber por qué empecé a llorar.
—Anda, Julito, hazme un favor. No la titules Mandala.
—¿Por qué, viejito? ¿Y por qué te me pones a llorar?
—Mierda, Julito. Lloro porque me da la gana. Porque contigo siempre estoy al borde… ¿Es que no lo ves? Me apabullas, chico. Me apabullaste desde el primer día. Tan poderosamente tú, cuando yo estoy hecho simple y pura mierda… En serio, Julio, Mandala no es un buen título.
—¿Pero por qué, viejo? ¿No te gusta?
—No es eso. Sí me gusta pero, por lo me has contado, me da que a tu novela no le pega. Tu novela resulta demasiado contemporánea… Es muy hija de su tiempo y del momento. Tiene su punto místico y universal, no lo niego, pero se trata de una mística contemporánea. Tú no eres Herman Hesse, alemán, escribiendo Siddhartha. Eres Julito Cortázar. Argentino. Tu mística es otra mística. Tu cultura es otra cultura. Tu novela no tiene ecos de mantra, suena demasiado a Billie Holiday. No la puedes titular Mandala. Sería como meterle un elemento postizo. Además, mucha gente no va a saber lo que es un mandala.
—Pero la estructura de esta novela se asemeja al diseño de un mandala… Múltiples direcciones que convergen en un punto único y total… Lo absoluto. El cielo como meta.
—O al del juego ese de la piedrita que juegan los niños a la pata coja. Ese juego también funciona como una alegoría de la tierra y el cielo… ¿Cómo se llama? Dicen que está inspirado en La divina comedia. En el fondo no es más que un mapa de la vida hecho con tiza…
—La rayuela. Se llama juego de la rayuela. Rayuela…
Julio me miraba con ojos brillantes.
—¡Eh, viejo! ¡Viejito mío! ¡Loco, loquito, bribón! Lo has encontrado, ¿sabes? Has encontrado el título bueno… Sí. Rayuela. Mejor que Mandala. Tienes toda la razón. Va a ser Rayuela, mi viejo…
Algunos meses después —corría, si no me equivoco, el año 1963; yo ya había sobrepasado los cincuenta y creo que Julio no andaba lejos—, Cortázar acudió a mi encuentro portando un misterioso paquete que me entregó mirándome con gran afecto.
—Aquí la tienes, viejo. Es Rayuela. Tu Rayuela. Dedicada a ti.
El libro se lo había publicado Editorial Sudamericana y, cómo no, estaba escrito en castellano, lengua que yo comprendía con bastante dificultad. En la portada aparecía, con trazos de tiza vacilantes, como lo dibujaría un niño, el diseño de casillas del juego de la rayuela…
Como yo sabía poco castellano, Julio improvisaba, leyéndome en voz alta, entre cigarrillos rubios y dedales de absenta, la traducción de la novela.
Cuando Gallimard publicó la edición francesa yo rehusé leerla. Rayuela me había subyugado como me han subyugado muy pocos libros en esta vida, pero había sido precisamente así, desgranado de labios de Julio con su arrastrar gangoso las erres, como se desgrana un tango… Esa era mi Rayuela y no otra. La que verdaderamente estaba dedicada a mí.


 

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