MUERE
EN SUDÁFRICA EL PRIMER PACIENTE TRASPLANTADO
Fallece
de neumonía Louis Washkansky, exactamente a los dieciocho días de recibir el
corazón de Dénise Darvall, una joven oficinista de 25 años muerta en accidente
de tráfico.
Era el veintiuno de
diciembre de mil novecientos sesenta y siete. Le Figaro continuaba informando sobre el suceso: El día 3 de
diciembre todos los teletipos habían recogido una noticia que asombró al mundo.
En un hospital de Sudáfrica, el doctor Christiaan Barnard acababa de realizar
con éxito el primer trasplante de corazón de la historia de la Medicina. El
receptor de tal prodigio era un comerciante de 56 años llamado Louis
Washkansky, hombre corpulento y optimista desahuciado por un irreversible
problema cardiaco al que se unía una diabetes aguda. La donante se llamaba
Dénise Darvall, una joven de 25 atropellada junto a su madre por un automóvil.
La operación, de más de seis horas de duración, había sido llevada a cabo por
un equipo de cirujanos dirigido por el tal doctor Barnard. Washkansky había
declarado, nada más despertar, que se sentía mucho mejor y más joven con su
nuevo corazón. Médico y paciente fueron inmediatamente catapultados hacia la
fama, aunque ahora, dieciocho días después, el paciente había fallecido a causa
de una neumonía producida por el propio tratamiento inmunosupresor.
Las páginas de Le Figaro recogían el debate bioético (¿está muerto el
que no respira pero su corazón late?), pero yo me sentía extrañamente seducido
por otra idea: que Washkansky no había muerto de neumonía provocada por los
inmunosupresores, sino asesinado por el corazón de Dénise Darvall. Sí, el corazón
de Dénise Darvall, que había sobrevivido a su dueña durante aquellos dieciocho
días latiendo dentro del pecho de un extraño. El corazón de Dénise Darvall
había conservado su memoria residual porque seguía siendo Dénise, imposible de
descomponer en partes, trozos o segmentos de corazón, hígado, páncreas, riñón o
pulmón que fueran ella o no fueran ella. Los seres humanos somos un todo, ¿o
no?, y lo que había ocurrido, sencillamente, era que el corazón de Dénise se
había negado a latir dentro de un cuerpo que no era el suyo y había asesinado a
Washkansky como respuesta a esa profanación, causándole la infección letal. Era
ella quien le había rechazado a él y no al contrario. El corazón de
Dénise, ese corazón que seguía siendo Dénise contenida en un cuerpo ajeno, se
había rebelado contra el avance de la ciencia médica.
La idea le gustó a
Julio.
—Es un buen punto de
partida para un relato, viejo. Escríbelo.
—¿Yo? Yo no. Te lo
brindo a ti, Julito. Es un regalo que te ofrezco.
—¿Sabes, viejo? Hace
tiempo que decidí que no merece la pena usar ideas ajenas para escribir.
Siempre decepcionan a uno o a otro, o a los dos. Nunca se ajustan a lo que su
ideólogo vislumbró. Se quedan cortas o resultan excesivas. No gustan y entonces
solo sirven para sembrar discordia. En serio, viejo, es tu idea y a mí me
parece buena, pero debes escribirla tú.
Lo que pasaba era que
me daba pereza. Significaba ahondar en temas dolorosos. Volver a recordar a
Desideria, a Cirus, a Françoise, a Claire, porque escribir un relato, yo escribir un relato, y no meras
observaciones de metro, significaba hacerlo desde mi contexto, desde mi
purgatorio particular oculto tras el plano secreto de Sírap, de una ciudad
invertida, y Desideria, Cirus, Françoise, Claire (y también Julio) formaban
parte de mi contexto, lo mismo que mi fotofobia y mi soledad.
Y Julio me lanzaba de
bruces contra el dolor, contra el dolor de redescubrirme a mí mismo. Pero
acepté el reto. Escribí un cuento, “El corazón profanado”, que se publicó en Le Figaro, y luego enfermé.
¿Qué corazón hubiera
preferido albergar yo en mi pecho de haber podido escoger? ¿El de Desideria?
¿El de Cirus? ¿El de Lev Landau? ¿El de Françoise? ¿El de Claire? ¿El de Julio?
¿En qué pecho hubiera deseado yo latir? Imaginaba un corazón palpitante, titilando
como un pájaro apresado en la jaula de la ebúrnea columnata formada por el
costillar; expuesta, en su compleja organicidad, toda la red de venas, arterias
y capilares. Un músculo tremolante del tamaño del puño bombeando sangre fresca
de forma eficiente, obedeciendo siempre a la pulsión invisible de un entramado
de rieles neuronales. Sangre a raudales, ríos de sangre fresca y roja,
alimentando con su caldo rico y caliente órganos internos y extremidades. Roja.
Mucha sangre roja. Creo que enfermé de empacho de sangre como otros enferman de
algún empacho de salsa de tomate Campbell’s, convertida en icono de la
modernidad gracias al artista Andy Warhol…
Vagué, ardiendo de
fiebre, por el dédalo de túneles de la mágica Sírap. Deliré contemplando,
atónito, el paso de veloces vagones que jamás se detenían. Corrí tras ellos.
Descubrí estaciones desconocidas, iluminadas por luces blancas y puras,
revestidas con baldosas blancas, amuebladas con bancos blancos y creí
enloquecer por la ceguera. Intuí que aquello podía ser el cielo y deseé con toda
mi alma hallarme en el infierno. Sentado en uno de aquellos vagones que pasaban
sin detenerse vi a Julio, vi a Claire, a Françoise, a Cirus, a Desideria… Vi
pasar mi vida entera a toda velocidad. “El metro es un lugar de pasaje, un lugar
donde siempre tengo la sensación de que el tiempo cambia, que no es el mismo
que transcurre ahí arriba, que pertenece a otra dimensión, a otra categoría
lógica. Todo puede suceder en el interior de un vagón de metro, incluso que el
tiempo no exista en absoluto”. Las palabras de Julio martilleaban mis sienes.
Tránsito. Pasaje. Dimensión. Categoría lógica. Mandala. Múltiples direcciones
convergiendo en un punto único y total. Una historia no lineal. Sí. Así había
sido mi vida. Cualquier vida. En mi pecho latía un corazón profanado. Profanado
por el amor (por el amor de todos a quienes había amado). Profanado por el
horror (por el horror esencial, por el asco de sentirme un ser humano).
La locura alcanzó el paroxismo una
noche. Sentado en el banco de un andén embaldosado fui testigo involuntario de
un suicidio. No había nadie en la estación, nadie excepto ella y yo, una novia vestida con un traje de encaje blanco, tocados sus cabellos con una corona de flores mustias. Ocupaba el mismo banco que yo, pero justo en el andén contrario. Sola..., lánguida y desmadejada. Su
presencia adquirió para mí visos fantásticos. ¿Una novia renuente o acaso
desdeñada? ¿Qué extraña historia de locura o desvarío habrían confesado
aquellos labios exangües? Pensé en Berenice y en Ligeia. Mi imaginación se desbordaba. Ella lloraba
y yo me acordé de ti, Desideria… Mas ¿cómo acercarme, cómo consolarla? Nos
separaba un foso oscuro, sucio, grasiento de aceite y gasóleo; dos vías de tren
que corrían en direcciones opuestas… Paralelas pero opuestas. Ella me miró. Se
mordió los puños, murmurando algo. ¿Por qué, por qué?, creí oírla decir. Sonó
un pitido. Era el metro que llegaba. Y entonces, un sollozo más agudo, un
revoloteo de encajes, un salto al vacío, un vértigo, un grito, el ruido del
choque y el frenar metálico, chirriante, de la monstruosa serpiente. Belleza
inerte, abatida, rota junto a una corona de flores mustias. Inocencia
amortajada en un vestido de tul blanco ensangrentado. ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Seguía aún latiendo su corazón, herido tal vez de amor y decepción ―pequeña
Ana Karenina― o quizá rebelde como el de Dénise Darvall, debelado ya a la
muerte?
Poco a poco recuperé la salud (no la
cordura). Pero me sentía agotado. Bajo la bóveda de Des Abbesses descubrí que
tenía una nueva compañía. Un minino desterrado del mundo de arriba, como yo
mismo. Lo llamé Ideafix. Descubrí que podía pasar horas mirando cómo dormía,
enroscado sobre mi manta, respirando muy levemente pero siempre alerta. Ideafix
era mejor superviviente que yo. Un gato de buen tamaño que mantenía ahuyentadas
a las ratas con la eficacia de su sola presencia. Un animal agresivo y fiero,
lo que no le impedía disfrutar de mis caricias con sordos ronroneos de placer y
aceptar de mi mano las raspas de pescado, las sobras que yo rebuscaba para él
en las papeleras de Montparnasse o de la Gâre du Nord. Una hermosa alianza de
instinto y elegancia que se limitaba, simplemente, a vivir lo mejor que podía,
sin pensar en absoluto, sin sufrir.
(Fotografía de Adrien Royo)
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