Diez



Le Figaro. Abril de 1968

TORMENTA LETAL EN LAS COSTAS DE NUEVA ZELANDA

En las cercanías del puerto de Wellington, Nueva Zelanda, un frente cálido tropical ha chocado contra una masa de aire frío originando una de las peores tormentas que haya sufrido este país, con olas gigantescas y vientos de 160 kilómetros por hora. Al tratar de entrar a puerto, el ferry Wahine se vio empujado contra los peligrosos arrecifes de Barrett, zozobrando a continuación con el trágico balance de cincuenta y un pasajeros muertos.

No fue esa la única tormenta, ni la peor, del año 1968. Desde enero había un nuevo líder en Checoslovaquia, Alexander Dubcek, que luchaba por la democratización socialista de su país. En el sur de Vietnam las tropas estadounidenses habían masacrado a la población civil en la remota aldea de My Lai. Ese mismo mes de abril, Martin Luther King había sido asesinado en Memphis, Tennessee, y en mayo el subsuelo de Sírap comenzó a trepidar bajo el fragor de las protestas estudiantiles tras improvisadas barricadas y la inusitada violencia de la respuesta policial. Sírap en colère. Y en medio de tanta indignación juvenil, el suceso feliz para mí.
Recuerdo la tarde que lo encontré, sentado en un banco de la estación de l’Odéon. Mi corazón dio un brinco en el pecho. ¡Cirus! ¡Cirus, después de tantos años! ¡Cirus! Era él, sí, era él. Reconocí la melancólica viveza de sus ojos chispeando entre el azul y el gris, la exuberancia rebelde de sus cejas y sus cabellos ahora ennoblecida por un aura de mechones de plata, su rictus amargo de payaso triste, la expresión tierna e inteligente del hombre que se ríe de sí. Mi Cirus. Mi amigo. El mismo de siempre, solo que algo más envejecido. Había sustituido su sempiterno gabán de buhonero por una gruesa chaqueta de paño y una bufanda de lana. Me acerqué a él con feliz alborozo y le abracé, pero Cirus no hizo ademán alguno de reconocimiento. Me senté a su lado y murmuré, tomándole las manos: “¿Aún sigues durmiendo en los urinarios de Les Halles? ¿Dónde has estado metido todos estos años?”. Él me miró esbozando una mueca cortés, de curiosidad divertida, de extrañeza. Después sonrió y me contestó con tono displicente, como si nos hubiéramos visto hace un rato o el día antes: “¡Oh! He estado dando una vuelta por ahí. Recorriendo el país en bicicleta. Todo el país. Una ocupación útil e instructiva como pocas, ¿sabes?”. Yo asentí. Desde luego, hubiera esperado cualquier cosa de él. “Pero habrías podido, al menos, enviar algún mensaje. Solo para tranquilizarme sobre tu paradero. Llegué a pensar lo peor…”. “Bueno, siempre he sido un tipo discreto”. “Lo sé, lo sé”. “He estado leyendo mucho, también escribiendo. Ahora me hospedo en un ático de la rue de l’Odéon, apenas une chambre de bonne, y vivo de la beca que obtuve por realizar mi viaje en bici. Y me veo en la obligación de aclararte que no sé quién eres. No te recuerdo. No, no sé quién eres y ni siquiera sé quién soy yo. Pero ven a verme cuando quieras y tomaremos juntos el té”. Otra vida en tránsito, pensé. Y obviando sus palabras, le apremié: “Cirus, Cirus, sabes muy bien que yo no puedo salir del metro ni abandonar el subsuelo de Sírap. Recuerda… mi fotofobia… ¡Oh, perdona! Has perdido la memoria. Y yo estoy enfermo y quizá algo ido. ¡Vaya pareja formamos! Tengo algo de vampiro, ¿sabes? Salir de aquí me mataría”. “Claro, tienes razón. Entonces vendré yo”.
Lo volví a encontrar al día siguiente, a la misma hora, en el mismo banco de la misma estación. Le hablé de Nadja, de Lucía, de Rosana —o quizá Rosaura—, de Lev Landau, de la doctora Aslan y del Gerovital, del día que lo detuvieron los esbirros de la Gestapo… Cirus no reaccionó. Se limitó a repetir: “No recuerdo nada. No recuerdo nada. Ya no soy el que fui, ya no sé quién soy”. Era todo muy extraño. Bordeábamos el absurdo. Lloró y rio escuchando las anécdotas que yo le contaba. “¿De verdad? ¿De verdad hice eso? ¿Tuve tantas novias? Podría ser, bien podría ser, ya lo creo. Lo que sí te digo es que he aprendido de las mujeres, y sobre todo de las prostitutas, fíjate bien, mucho más que leyendo docenas de tratados de Filosofía… como ese Lev Landau, de quien no me acuerdo, que aprendió a vivir limpiando letrinas y horadando túneles en el campo de Dora”. Devoró con fruición el librito de Lev. Memorias de un limpiador de letrinas o el sentido último de la Filosofía. “Interesante. Lúcido. Magistral”, dictaminó. “Reniega del hombre como constructo intelectual y lo convierte a través de sus miserias y su sensualidad en verdadero objeto de odio y amor. No puedo estar más de acuerdo con él. Verás, ahora para mí el placer consiste, únicamente, en llegar paseando, muy despacio, hasta los jardines de Luxemburgo, en sentarme al sol y oler el aroma de la hierba y de las flores en su perfecta quietud, sin aspirar a nada más. De vez en cuando me entretengo observando a otros viejos que pasean como yo, a algún lector solitario que se refugia, como yo, bajo la copa dorada de un castaño otoñal. Observo, también, el recorrido caprichoso de las nubes, los juegos de los niños, el destello irisado de las gotas de agua que brotan con fuerza de algún surtidor, el vaivén de las hojas llevadas por el viento… No hay nada más, ¿sabes?, nada más. En mí no hay recuerdos. Ya no sé quién soy”.
Nos veíamos casi todos los días en el mismo banco de la estación de l’Odéon. Le hablé de Françoise y de Jean Paul Sartre, a quienes conocía de oídas. Sobre Sartre, Cirus hizo un comentario que a mí, entonces, me pareció sorprendente: “¡Oh, ese pedante dogmático y engreído que pontifica desde su mesa del Café de Flore! Pero he de reconocer que tengo un punto en común con él a pesar de que, en general, me resulta detestable. Sartre sostiene que se ha entendido siempre mucho mejor con las mujeres que con los hombres. Este es, también, mi caso: yo prefiero las mujeres a los hombres. ¿Sabes por qué? Porque la mujer es más desequilibrada que el hombre. Es un ser infinitamente más mórbido y enfermo que el hombre. Siente las cosas de un modo que un hombre no puede siquiera imaginar. He observado que las mujeres están, a menudo, más cerca de mi manera de pensar que los hombres. Y quedé muy impresionado cuando leí que Sartre había dicho que él también prefería la conversación de las mujeres a la de los hombres”. Yo entonces pensé en la Maga y le hablé de Julito Cortázar, a quien él no conocía siquiera de oídas, aunque me confesó que admiraba profundamente a Jorge Luis Borges, escritor argentino como Cortázar Y después le hablé de Claire, de Marie, de Armand, de Pierrot y de Jean. “¿Es imaginable un ciudadano que no posea alma de asesino?”, me dijo él, y le hablé también de Louis Washkansky y del corazón de  Dénise Darvall. Cirus me escuchaba siempre y asentía. Sobre nuestras cabezas, Sírap trepidaba de indignación juvenil. Cirus meneaba la cabeza. “¿Para qué, para qué?”, repetía. “Tienen derecho a desear un mundo mejor”, contestaba yo, y él, después de mascullar varios “Hum, oh, ah, no sé, no sé, ¿qué es el deseo? Una sublimación venal que poco tiene que ver con la realidad. ¿Sabrán de veras construir ese mundo mejor? ¿Es eso posible?”, asentía como siempre. Y entonces me hablaba de sí mismo con sencillez, de sus problemas de insomnio, de su perenne insomnio, de sus noches en blanco preñadas de preguntas sin respuesta, de sus dudas y de sus aprensiones, de sus paseos nocturnos por Sírap, de sus conversaciones sobre la vida y la muerte a la puerta de cualquier burdel. La ternura de Cirus. Su bondad. Su fragilidad. Su escéptica pasión por la vida. Su humildad. Su grandeza.
Uno de esos días que no vino a mi encuentro, yo me dediqué a husmear, como tantas veces, las novedades expuestas en el quiosco de Montparnasse Bienvenue, presto a hacerme (hurtándolo) con alguno de los libros allí exhibidos. Un título llamó poderosamente mi atención. Le mauvais demiurgue. Sin saber bien por qué pensé en mi amigo. Fue un acto inconsciente de telepatía. O quizá puro azar. No lo sé. El caso es que en la solapa de aquel volumen me topé con una fotografía de Cirus. E. M. Cioran, rezaba al pie del retrato. Filósofo del nihilismo. Pensador y escritor de origen rumano afincado en Sírap, donde lleva una vida anónima y recoleta. Hombre apátrida, que no reconoce pasado, ni presente, ni futuro.
El ejemplar de Le mauvais demiurgue pasó, por supuesto, a mi bolsillo. Excitado, dediqué el resto del día a su lectura. Apenas ciento cuarenta páginas divididas en cinco partes.  En la primera, una referencia al gnosticismo: en la cima de los seres existe un Dios, un ser perfecto e inmanente cuya propia perfección hace que no tenga relación alguna con el resto de los seres imperfectos. Es inmutable e inaccesible. Descendiendo en una escala de seres emanados de aquel, llegamos finalmente al demiurgo, antítesis y culmen de la degeneración progresiva de los seres espirituales y origen del mal. En su maldad, el demiurgo crea el mundo, la materia, encadenando la esencia espiritual de los hombres a la prisión de la carne. En la segunda parte, los nuevos dioses: reflexión sobre el conflicto monoteísmo versus politeísmo. En la tercera, algo de paleontología: la casualidad de una visita a un museo lleva al autor a meditar sobre la existencia. En la cuarta, el encuentro con el suicidio. El individuo no liberado. Pensamientos estrangulados. En la quinta parte, el final, la posibilidad de concebir un pensamiento, un solo y único pensamiento cuya potencia haga pedazos el universo.
Tras la lectura, quedé estupefacto. ¿Ese tal E. M. Cioran era mi Cirus o no lo era? Volví al quiosco de Montparnasse y busqué con avidez, con urgencia extrema, más libros del autor. Encontré tres: Précis de decomposition, La tentation d'exister y La chute dans le temps, que no me molesté en robar y que hube de pagar en contra de mis costumbres. Porque se trataba de una situación excepcional, ¿entiendes, lector? Al igual que Le mauvais demiurgue, eran textos de negación. Deshilvanados. Inconexos. Fragmentarios. Incapaces de objetivar unos hechos o cualquier forma de narración. Las más de las veces confusos, pero muchas otras lúcidos, brillantes y prodigiosos como un cometa surcando la oscuridad sideral. Resultaba asombrosa, sin embargo, la vitalidad con que el autor plasmaba sus palabras en esos libros, con una extraña alegría, desafiante y fiera, destellando inexplicablemente. Las hojas escritas estaban llenas de potencia, de pasión para activar a sus lectores, para, en definitiva, “hacer despertar” las conciencias. Esos libros eran como látigos que ironizan la existencia, descritos con una fuerza que nos hace darnos cuenta de que realmente estamos vivos. Cirus. Absolutamente Cirus. ¿O no?
Encontré a mi amigo al día siguiente, sentado en nuestro banco de l’Odéon. Abrí la boca para formular todas las preguntas que, previamente, había pensado hacer. Pero no le hice ninguna. Llegado el momento, me limité a depositar aquellos cuatro volúmenes en su regazo. Él sonrió.
―Sí, sí, los he escrito yo―admitió―. Pero guárdame el secreto, ¿vale? No deseo que se sepa. Me gusta mi anonimato. Y, además, no creo que a ningún ciudadano sensato, comme il faut (tú ya me entiendes), le interese perder su tiempo leyendo esa clase de cosas. Tonterías. Solo son tonterías.
―Pero Cirus, perdón, señor Cioran, me temo entonces que yo he cometido un gravísimo error.
―¿Un error? ¿Por qué un error? ―se sorprendió él.
―Pues llamémoslo, mejor, confusión. Porque tú no eres Cirus, mi amigo. Eres E. M. Cioran, filósofo del nihilismo.
Cirus ―o el señor Cioran― rompió a reír con ganas, a reír hasta las lágrimas, hasta que un acceso de tos le obligó a sacar su pañuelo, a secarse las lágrimas y a dejar de reír.
―¡Ay! ¡Filósofo del nihilismo! ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! ¡Qué risa! ¡Ay, querido! ¡Yo no soy ningún filósofo, ni siquiera un escritor! ¡Soy demasiado vago, demasiado perezoso para serlo! Solo escribo esas cositas. Pensamientos. Tonterías. ¡Filósofo! ¡Qué ocurrencia! ¡Qué bueno!
―¿¡Bueno…!? Eso es lo que pone aquí. ―Y le mostré la solapa de uno de los libros.
―¿Y vas a creer todo lo que dicen los libros? ¿Todo lo que ponen los editores en las solapas de los libros que desean vender?
―Pero, entonces… ¿Eres Cirus o no eres Cirus?
―¡No lo sé! Supongo que sí. Tú dices que lo soy. Y te diré algo más: ¡me gusta ser Cirus, al menos para ti! Así que asunto zanjado. Pero también soy E. M. Cioran.
―¿E. M.? ¿Y qué narices es eso de E. M.? No es ningún nombre. ¿Te divierte que te conozcan por siglas?
―Emil Mihai Cioran. Cirus ―resolvió él, ahora ya serio―. Y sí, me divierte. No deseo tener nombre, ni patria, ni religión, ni estatuto, ni nada de nada… Nada que me ate a cualquier definición. Así que, a partir de ahora, olvídalo. Cirus me parece perfecto. Y no sigas poniéndote tan cargante. Es algo que detesto.
Asunto zanjado. Totalmente zanjado. Nunca volvimos a hablar de aquello. Cirus siguió siendo Cirus, al menos para mí, y, por supuesto, continuamos viéndonos casi todos los días a la misma hora, en el mismo banco de la estación de l’Odéon.



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