Once




HALLADO EN EL SENA EL CUERPO DEL POETA PAUL CELAN

El pasado 1 de mayo dimos puntual noticia del hallazgo del cadáver de un ahogado, varado en las orillas del Sena. El cuerpo, que se encontraba en avanzado estado de descomposición, ha sido finalmente identificado como perteneciente a Paul Antschel, más conocido como Paul Celan, poeta judío de origen rumano y profesor de alemán en la Escuela Normal Superior de Sírap. Al parecer, según nos confirman fuentes fidedignas, el poeta se arrojó al río desde el puente Mirabeau en la noche del 20 de abril, presa de la enajenación mental que sufría desde hacía varios años, fruto de las iniquidades padecidas durante la última gran guerra.

El artículo pertenecía al periódico Le Monde (nótese: no a Le Figaro), y estaba fechado el cinco de mayo de mil novecientos setenta. El texto incluía una amplia reseña sobre la vida y obra del poeta suicida, firmada por el “nobel” Samuel Beckett, amigo íntimo del finado, y quien, precisamente, había invitado a Celan a almorzar a su casa el mismo día que este falleciera. Aclaraba el señor Beckett que no le sorprendió en absoluto la ausencia del poeta, pues eran harto conocidos en su reducido círculo de amigos sus frecuentes accesos de melancolía y sus posteriores desapariciones. En la nota necrológica aparecía impreso, como póstumo homenaje, el poema “Todesfugue”, traducido como “Muerte en fuga” o “Fuga de la muerte” (1948), una descripción del campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau que calca la estructura musical de la fuga, y Beckett calificaba a Paul Celan como el más grande poeta en lengua alemana después de Hölderlin.
Cirus, rumano como Celan y estrechamente unido a él, lloraba en silencio sentado en el banco de l’Odéon.
Algunos días más tarde mi amigo escribió en su diario: «Paul Celan se ha tirado al Sena. El lunes pasado encontraron su cadáver. Este hombre encantador e insoportable, feroz y con accesos de dulzura, al que yo estimaba y rehuía, por miedo a herirlo, pues todo lo hería. Siempre que me lo encontraba, me ponía en guardia y me controlaba, hasta el punto de que al cabo de media hora acababa extenuado». Más adelante, vuelve sobre el tema. El suicidio de Celan le obsesiona: «Noche atroz. He soñado con la sabia resolución de Celan. Celan fue hasta el final, agotó sus posibilidades de resistirse a la destrucción. En cierto sentido, su vida nada tiene de fragmentaria, ni de fracasada: está plenamente realizada.» Y después: «Solo se escribe con pasión, con verdad, cuando se está acorralado. La mente trabaja bajo presión. En condiciones normales permanece improductiva, se aburre, se aburre y se aburre.».
Fue entonces, durante esos días, cuando le hablé de aquella joven vestida de novia a quien yo había visto arrojarse al metro, de su última mirada ―¿lúcida? ¿desesperada?―, de la mortaja de encaje ensangrentado, de su corona de flores mustias.
―Flores mustias ―repitió él, como reflexionando en voz alta―. Todo el sentido del suicidio de esa joven se encuentra en su corona de flores mustias. Sí, flores mustias. El símbolo de una pasión por la vida herida de brevedad, de imposibilidad para la felicidad. Arrojarse al metro luciendo esa corona fue su alegato, su verdadero acto de amor. Como Celan.
Quizá, pienso yo. Quizá sea el suicidio el único acto de amor, el único ejercicio de legítima libertad que le queda al ser humano.  Y me parece hermoso que Paul Celan escribiese su “Fuga de la muerte” ―Negra leche del alba…― y, años después, fuese hacia ella por propia voluntad, dejándose envolver por el abrazo del agua. Y me parece hermoso también, como a Cirus, que mi desconocida joven celebrase sus bodas con la muerte nimbando sus cabellos con un halo de flores mustias.
―¿Cómo mirar a un vivo sin imaginarlo cadáver, cómo contemplar a un cadáver sin ponerse en su lugar? ―me dice él.
Pero Cirus lleva varios días sin aparecer por la estación de l’Odéon. A estas alturas de mi relato supongo que no creerás, lector amigo, que yo conserve la más mínima duda acerca de Cirus. Ya sé que este Cirus no es mi Cirus, sino E. M. Cioran, como reza la solapa de sus libros, por mucho que ambos finjamos seguir jugando a un juego que, hasta ahora, nos satisface.
Hasta ahora, porque ahora su ausencia me inquieta y me hace recordar otras ausencias. La de Desideria, la de mi primer Cirus, la de Claire, la de Françoise, la de Julio… Quizá hace treinta y dos años me habría bastado con emerger del subsuelo y subir los ciento treinta peldaños que ascendían hasta tu buhardilla para recuperarte a mi lado, Desideria. Quizá, también ahora, bastase con trepar los escarpados cinco pisos del edificio del Barrio Latino donde sé que vive Cioran para volver a disfrutar de su compañía, de su charla amena y encantadora, de sus abruptos silencios… Pero tengo miedo. Sí, tengo miedo a salir de aquí aunque sea amparado en la oscuridad de la noche, a enfrentarme al espacio abierto, a los cielos de colores de Sírap.
Me siento cómodo en mi mundo suburbano, recorriendo túneles y laberintos que solo yo conozco, como un minotauro sabio y antiguo, sin edad, un minotauro que no se alimenta de jóvenes cuerpos sacrificados, sino de los espíritus de los habitantes de Sírap, de la esencia de Sírap. No deseo salir al exterior. No necesito salir al exterior aunque me abandones tú, Desideria; aunque me abandone Cirus, o Claire, o Julio, o Françoise, o E. M. Cioran, filósofo del nihilismo. ¿Nihilismo? ¿Qué cosa es esa? ¡Qué risa! ¡Qué bueno! ¡Es genial! Yo, y no tú, Emil Mihai Cioran, soy el último representante del nihilismo, el genuino, a pesar de que sé que niegas de antemano cualquier definición, cualquier clasificación. Tú envidias y temes a Paul Celan porque él osó afrontar el final, ese hermoso final que hubieras deseado para ti, el reservado a los dioses: lanzarse de un salto gozoso hacia el vacío. Y eres injusto contigo, y con todos, al temerlo y envidiarlo, Emil Mihai ―y ese es, sin duda, tu problema―, porque la muerte, la busque uno adrede o llegue cuando llegue, es siempre salto solitario ―gozoso o no― hacia el vacío. Y por eso yo, nihilistamente, decido permanecer aquí (o no hacerlo: es lo mismo, soy yo quien decido), en Sírap, mi ciudad invertida, laberinto, oscuro dédalo de ávido deseo, pasión o negación, aunque deba renunciar a vuestra compañía. Nihilistamente, porque asumo que, como Asterión, no soy ya un humano, sino tan solo un engendro, un monstruoso híbrido entre el Hombre y la Bestia. Una vida en tránsito (como la de todos, aunque pocos lo adviertan), en tránsito al vacío, a lo desconocido. “Somos nada que camina hacia la nada”, dice este nuevo Cirus que otra vez se sienta a mi lado en nuestro banco de l’Odéon. Y suspira. “Es el hastío”, se justifica.


                                                       

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