Lector,
debo decirte que ha habido algunos cambios en mi vida. Corre el año 1977 y hace
tiempo que no escribo crónicas para Le
Figaro, ¿recuerdas? Le Figaro,
periódico al que permanecí fiel durante más de treinta años… ¡Oh, pero no me
importa! Ahora escribo para Le Monde
y he cambiado la crónica suburbana por la reseña literaria. Sí, me pagan por
leer y por escribir sobre lo que leo. ¿Puedes imaginar mayor placer, amigo mío?
André Gide también fue lector, pero para la editorial Gallimard, con la ardua responsabilidad
de tener que separar el polvo de la paja y decidir cuáles eran los libros que
había que publicar. ¡Bueno! Yo no tengo que decidir nada: leo los textos que me
encomiendan los señores de Le Monde,
que son libros ya editados, y solo tengo que emitir mi opinión, sin más compromiso.
Mucho más gratificante, ¿no te parece? “Eres un tío con suerte”, me asegura Françoise,
que viaja, casualmente, a mi lado. Y yo levanto la ceja izquierda con gesto interrogatorio
y luego la bajo, relajo la mueca un tanto forzada, y alzo la derecha, la ceja
derecha, y después le sonrío y le beso la mano. “Tú también has sido una tía
con suerte, después de todo”. Ella me propina un suave pescozón. “¿Cómo te
atreves, mon cher, cómo te atreves a
decirme eso?”. “¡Ah!, ¿no? ¿No se le llama suerte a publicar una novela
superventas apenas cumplidos los 18 (y que la lleve al cine Otto Preminger), a
convertirse en icono de la modernidad más rebelde, a codearse con los grandes
entre los grandes y a ser la niña mimada de Jean Paul Sartre?”. “No me
fastidies, mon cher. Yo podría añadir
a ese cuadro triunfalista muchísimas servidumbres y bastantes inconvenientes que
tú conoces mejor que nadie. ¿Te parecen pocos ser tachada de frívola e
inconsciente, promiscua y morfinómana, o de aventurera destalentada?”. “Bueno,
tú escogiste ese camino. Pudiste elegir otro, pero este te proporcionaba
ventas, te ponía en boca de todos y te permitía épater la bourgeoisie alegremente y con glamur. Justo lo que tú
querías, ¿no?”. “¡Nooooo!”. Françoise me pellizca violentamente en el brazo y
abandona el vagón, dejándome solo otra vez. Pero yo sé que volverá. Quizá no al
día siguiente, ni al otro, ni al otro; pero volverá, seguro.
Y
he fallado, porque todavía no ha vuelto, enredada, supongo, en alguno de los
líos a los que ella denomina, eufemísticamente, servidumbres e inconvenientes.
“¡Bueno! Son las cosas del vivir. Si no estás dispuesto a pagar peajes, apéate”,
que diría mi falso Cirus, mi inefable E. M.
El
que sí ha vuelto es Julito (vuelve siempre y quizá no tanto por disfrutar de mi
compañía como por su irremediable adicción al universo suburbano de Sírap,
metadimensión, nudo de espacios y tiempos suspendidos entre la posibilidad de
ser o no ser, modelo cuántico de realidad), para contarme la marcha de sus
embajadas en favor de nobles causas perdidas, ahora que es un escritor
consagrado, laureado… “Famoso, che, ¿para qué? Te lo dije desde el principio,
viejito. Para nada. Para ayudar una ayudita de mierda, porque esto no tiene
remedio. Para donar mis derechos de autor a favor de los presos de la dictadura
argentina, o en apoyo de Cuba y que me salga el tiro por la culata con el
régimen castrista”. Julito sigue escribiendo, “Porque todavía me apetece. Porque
aún me divierte”, y, de hecho, me trae dos nuevos libros suyos dedicados, un
detalle cariñoso. Intento leer los títulos pero no lo consigo: estoy casi
ciego. El trabajo de lector y reseñista me obliga a forzar al máximo la poca
vista que me queda. Julio, amablemente, los descifra: “El libro de Manuel, una novelita rara, una miscelánea de absurdos, ya
sabes, de esas que me gusta inventar para jugar un poco a los disparates, para
agotar la paciencia de mis sufridos lectores… como en Rayuela, y Alguien que anda
por ahí, cualquiera, tú mismo o yo sin ir más lejos, transeúntes en este
mundo de locos… Es una colección de cuentos…”, suspira, sonríe, “sí, escribir aún
me divierte”. Lo afirma sincero, convencido… pero yo le noto un cansancio. El
mismo cansancio que me invade a mí cada día. Voy arrastrando los pies por el
laberinto del metro y me acuerdo de los dichosos juanetes de mi amiga Claire
Bonard. Intento regresar, renqueando, a mi cuartel general de Des Abbesses ―mi
casa― y descubro que tengo un “ocupa”, un “usurpa”, un habitante nuevo que
duerme, y pasa sus horas allí, y escribe en mi Olimpia crónicas apócrifas, y
ama a una jovencita algo desequilibrada y se emborracha con ella, y descubro, en
suma, que mi guarida secreta ya ha dejado de serlo. Y me vuelvo espía. Del
“ocupa” y de su chica. Están locos. Como lo estuvimos hace un milenio, o más,
Desideria y yo. Françoise y yo. Él no es francés. Ella sí. Una parisina “bien”
que juega a ser intelectual. Él parece pobre y lo es. Pobre y talentoso. El
cruel aporreo de la Olimpia me indica que aspira a ser escritor. Furtivamente,
leo sus escritos. Poesía. Y no mala. Pero extraña. Ni siquiera me atrevo a juzgarla
innovadora (y lo es). Solo extraña. De la que nunca triunfará porque hurga
demasiado en la herida del mundo, pone el dedo en la llaga y la lastima,
retorciéndolo impasible. Ulises. Él se llama Ulises. Ulises Lima. Mexicano. Hermoso
Ulises de cabellos negros que se demora en el lecho de una Calipso voluble y
caprichosa.
Divertido,
escucho cómo, mientras follan, ella le plantea a él un estúpido cuestionario de
preguntas de geografía, de historia, de arte, de literatura, de música, de
física, de filosofía… (¿Cuál es el punto
más septentrional de Asia? El cabo Molotov, en el archipiélago de las
Severnaya, contesta el poeta. ¿Y la capital de Malasia? Kuala Lumpur, responde
él, delirando entre embestidas eróticas. ¿Y quién escribió Os Luisiadas? Camoens. ¿Quién compuso el Responso de la Oscuridad? Gesualdo, príncipe de Venosa. ¿Y la Sinfonía Doméstica? Richard Strauss. ¿Quién
pintó El juramento de los Horacios?
David. ¿Quién proyectó Fallingwater, la casa de la cascada? El arquitecto Frank
Lloyd Wright. Él eyacula y jadea y se afloja, relajado. Pero ella insiste: Y si
digo «Algo huele a podrido…», ¿qué añades tú? «En Dinamarca». Mmmmmmm. Ella
cede, por fin, exhausta. No fallas una, mon
amour. Por eso me acuesto contigo, porque no eres un tipo vulgar). ¡Cielos!
¡Una pequeña Françoise! ¡Terrible! Exultante. Extravagante. Excesiva.
Exagerada. Exasperante. Y creo que Ulises Lima comparte todos mis juicios,
porque cuando ella se deja caer, agotada, él la toma de nuevo y la castiga, y
la sodomiza, implacable hasta el extremo de hacerla cejar en sus preguntas
absurdas y gritar, ahora ya sí, de salvaje placer…
Sí,
divertido, pero yo he perdido mi sitio. Estoy fuera de lugar. Sin casa. Descubierto.
Expuesto, como un hombre anciano ―lo soy― que exhibe, desnudo, ante la mirada
de todos, su mísero pellejo, sus carnes flácidas. K. O.
“La
savia nueva te empuja”, sentencia, impertérrito, E. M., mi falso Cirus. “Vente
una temporada a mi casa”, añade, cortés pero ladino a un tiempo.
¡Ah!
Me retas. Me retas a salir de mi madriguera cuando tú no eres capaz de
abandonar un solo instante tus hábitos misántropos. Me retas porque me sabes
cansado (aunque no hastiado), porque me sabes desarmado por esa “savia nueva”
que empuja, joven e insolente, y también porque sabes que, espiando a Ulises,
yo he concebido el anhelo de nombrar un heredero, otro escritor de crónicas
apócrifas exiliado en el palacio subterráneo de los sueños. De acuerdo, acepto
el reto. Pero no sé cómo acabará este desafío. Porque yo no abandonaré mi
laberinto amparado en las sombras de la oscuridad nocturna. No. Esperaré justo al
instante en que la luz del día se imponga a las tinieblas. Esperaré a que
despunte el sol, cante el gallo y salga la aurora. Entonces subiré despacio los
peldaños grises de ladrillo y cemento que conectan el mundo de arriba con mi
mundo de abajo (¡es tan fácil, hubiera sido tan fácil hacerlo en cualquier
momento!), expectante, temeroso y audaz a un tiempo… para mirar al astro cara a
cara, y no estaré solo, no, mi mano acariciará un tesoro, metida en el bolsillo
de mi gabán haciendo crujir los folios de un manuscrito, un hermoso cuento de
metro que Julio escribió para mí hace ya algunos años…
Quizá
mañana, o pasado, perdida entre las páginas de la sección de sucesos de Le Monde o Le Figaro, el lector común de prensa pueda encontrar la noticia de
la defunción de un viejo en la plaza de l’Odéon. Un viejo que ―extrañamente―
oculta en el bolsillo de su gabán un manuscrito asaz sobado con la
transcripción de un cuento de Julio Cortázar.
Esta
narración de Julio es mi regalo para ti, querido compañero que has tenido la
paciencia y la amabilidad de llegar hasta el final de esta crónica de metro, crono-metro de laberintos, aunque de antemano te adelanto que el cuento está publicado en un
libro (lo conocerás, seguro) que se titula Octaedro.
No
tengo más que añadir. Ahora… adiós.
Una visión peculiar de Sírap, por Marc Chagall
A
modo de final que no lo es
MANUSCRITO
HALLADO EN UN BOLSILLO
Octaedro. 1974
Julio
Cortázar
Ahora que lo escribo, para otros
esto podría haber sido la ruleta o el hipódromo, pero no era dinero lo que
buscaba, en algún momento había empezado a sentir, a decidir que un vidrio de
ventanilla en el metro podía traerme la respuesta, el encuentro con una
felicidad, precisamente aquí donde todo ocurre bajo el signo de la más
implacable ruptura, dentro de un tiempo bajo tierra que un trayecto entre estaciones
dibuja y limita así, inapelablemente abajo. Digo ruptura para comprender mejor
(tendría que comprender tantas cosas desde que empecé a jugar el juego) esa
esperanza de una convergencia que tal vez me fuera dada desde el reflejo en un
vidrio de ventanilla. Rebasar la ruptura que la gente no parece advertir aunque
vaya a saber lo que piensa esa gente agobiada que sube y baja de los vagones
del metro, lo que busca además del transporte esa gente que sube antes o
después para bajar después o antes, que sólo coincide en una zona de vagón
donde todo está decidido por adelantado sin que nadie pueda saber si saldremos
juntos, si yo bajaré primero o ese hombre flaco con un rollo de papeles, si la
vieja de verde seguirá hasta el final, si esos niños bajarán ahora, está claro
que bajarán porque recogen sus cuadernos y sus reglas, se acercan riendo y
jugando a la puerta mientras allá en el ángulo hay una muchacha que se instala
para durar, para quedarse todavía muchas estaciones en el asiento por fin
libre, y esa otra muchacha es imprevisible, Ana era imprevisible, se mantenía
muy derecha contra el respaldo en el asiento de la ventanilla, ya estaba ahí
cuando subí en la estación Etienne Marcel y un negro abandonó el asiento de
enfrente y a nadie pareció interesarle y yo pude resbalar con una vaga excusa
entre las rodillas de los dos pasajeros sentados en los asientos exteriores y
quedé frente a Ana y casi enseguida, porque había bajado al metro para jugar
una vez más el juego, busqué el perfil de Margrit en el reflejo del vidrio de
la ventanilla y pensé que era bonita, que me gustaba su pelo negro con una
especie de ala breve que le peinaba en diagonal la frente.
No es verdad que el nombre de
Margrit o de Ana viniera después o que sea ahora una manera de diferenciarlas
en la escritura, cosas así se daban decididas instantáneamente por el juego,
quiero decir que de ninguna manera el reflejo en el vidrio de la ventanilla
podía llamarse Ana, así como tampoco podía llamarse Margrit la muchacha sentada
frente a mí sin mirarme, con los ojos perdidos en el hastío de ese interregno
en el que todo el mundo parece consultar una zona de visión que no es la
circundante, salvo los niños que miran fijo y de lleno en las cosas hasta el
día en que les enseñan a situarse también en los intersticios, a mirar sin ver
con esa ignorancia civil de toda apariencia vecina, de todo contacto sensible,
cada uno instalado en su burbuja, alineado entre paréntesis, cuidando la
vigencia del mínimo aire libre entre rodillas y codos ajenos, refugiándose en
France-Soir o en libros de bolsillo aunque casi siempre como Ana, unos ojos
situándose en el hueco entre lo verdaderamente mirable, en esa distancia neutra
y estúpida que iba de mi cara a la del hombre concentrado en el Figaro. Pero
entonces Margrit, si algo podía yo prever era que en algún momento Ana se
volvería distraída hacia la ventanilla y entonces Margrit vería mi reflejo, el
cruce de miradas en las imágenes de ese vidrio donde la oscuridad del túnel
pone su azogue atenuado, su felpa morada y moviente que da a las caras una vida
en otros planos, les quita esa horrible máscara de tiza de las luces
municipales del vagón y sobre todo, oh sí, no hubieras podido negarlo, Margrit,
las hace mirar de verdad esa otra cara del cristal porque durante el tiempo
instantáneo de la doble mirada no hay censura, mi reflejo en el vidrio no era
el hombre sentado frente a Ana y que Ana no debía mirar de lleno en un vagón de
metro, y además la que estaba mirando mi reflejo ya no era Ana sino Margrit en
el momento en que Ana había desviado rápidamente los ojos del hombre sentado
frente a ella porque no estaba bien que lo mirara, al volverse hacia el cristal
de la ventanilla había visto mi reflejo que esperaba ese instante para
levemente sonreír sin insolencia ni esperanza cuando la mirada de Margrit
cayera como un pájaro en su mirada. Debió durar un segundo, acaso algo más
porque sentí que Margrit había advertido esa sonrisa que Ana reprobaba aunque
no fuera más que por el gesto de bajar la cara, de examinar vagamente el cierre
de su bolso de cuero rojo; y era casi justo seguir sonriendo aunque ya Margrit
no me mirara porque de alguna manera el gesto de Ana acusaba mi sonrisa, la
seguía sabiendo y ya no era necesario que ella o Margrit me miraran,
concentradas aplicadamente en la nimia tarea de comprobar el cierre del bolso
rojo.
Como ya con Paula (con Ofelia) y
con tantas otras que se habían concentrado en la tarea de verificar un cierre,
un botón, el pliegue de una revista, una vez más fue el pozo donde la esperanza
se enredaba con el temor en un calambre de arañas a muerte, donde el tiempo
empezaba a latir como un segundo corazón en el pulso del juego; desde ese
momento cada estación del metro era una trama diferente del futuro porque así
lo había decidido el juego; la mirada de Margrit y mi sonrisa, el retroceso
instantáneo de Ana a la contemplación del cierre de su bolso eran la apertura
de una ceremonia que alguna vez había empezado a celebrar contra todo lo
razonable, prefiriendo los peores desencuentros a las cadenas estúpidas de una
causalidad cotidiana. Explicarlo no es difícil pero jugarlo tenía mucho de
combate a ciegas, de temblorosa suspensión coloidal en la que todo derrotero
alzaba un árbol de imprevisible recorrido. Un plano del metro de París define
en su esqueleto mondrianesco, en sus ramas rojas, amarillas, azules y negras
una vasta pero limitada superficie de subtendidos seudópodos: y ese árbol está
vivo veinte horas de cada veinticuatro, una savia atormentada lo recorre con
finalidades precisas, la que baja en Chatelet o sube en Vaugirard, la que en
Odeón cambia para seguir a La Motte-Picquet, las doscientas, trescientas, vaya
a saber cuántas posibilidades de combinación para que cada célula codificada y
programada ingrese en un sector del árbol y aflore en otro, salga de las
Galeries Lafayette para depositar un paquete de toallas o una lámpara en un
tercer piso de la rue Gay-Lussac.
Mi regla del juego era
maniáticamente simple, era bella, estúpida y tiránica, si me gustaba una mujer,
si me gustaba una mujer sentada frente a mí, si me gustaba una mujer sentada
frente a mí junto a la ventanilla, si su reflejo en la ventanilla cruzaba la
mirada con mi reflejo en la ventanilla, si mi sonrisa en el reflejo de la
ventanilla turbaba o complacía o repelía al reflejo de la mujer en la
ventanilla, si Margrit me veía sonreír y entonces Ana bajaba la cabeza y
empezaba a examinar aplicadamente el cierre de su bolso rojo, entonces había
juego, daba exactamente lo mismo que la sonrisa fuera acatada o respondida o
ignorada, el primer tiempo de la ceremonia no iba más allá de eso, una sonrisa
registrada por quien la había merecido. Entonces empezaba el combate en el
pozo, las arañas en el estómago, la espera con su péndulo de estación en
estación. Me acuerdo de cómo me acordé ese día: ahora eran Margrit y Ana, pero
una semana atrás habían sido Paula y Ofelia, la chica rubia había bajado en una
de las peores estaciones, Montparnasse-Bienvenue que abre su hidra maloliente a
las máximas posibilidades de fracaso. Mi combinación era con la línea de la
Porte de Vanves y casi enseguida, en el primer pasillo, comprendí que Paula
(que Ofelia) tomaría el corredor que llevaba a la combinación con la Mairie
d'Issy. Imposible hacer nada, sólo mirarla por última vez en el cruce de los pasillos,
verla alejarse, descender una escalera. La regla del juego era ésa, una sonrisa
en el cristal de la ventanilla y el derecho de seguir a una mujer y esperar
desesperadamente que su combinación coincidiera con la decidida por mí antes de
cada viaje; y entonces ―siempre, hasta ahora― verla tomar otro pasillo y no
poder seguirla, obligado a volver al mundo de arriba y entrar en un café y
seguir viviendo hasta que poco a poco, horas o días o semanas, la sed de nuevo
reclamando la posibilidad de que todo coincidiera alguna vez, mujer y cristal
de ventanilla, sonrisa aceptada o repelida, combinación de trenes y entonces
por fin sí, entonces el derecho de acercarme y decir la primera palabra, espesa
de estancado tiempo, de inacabable merodeo en el fondo del pozo entre las
arañas del calambre. Ahora entrábamos en la estación Saint-Sulpice, alguien a
mi lado se enderezaba y se iba, también Ana se quedaba sola frente a mí, había
dejado de mirar el bolso y una o dos veces sus ojos me barrieron distraídamente
antes de perderse en el anuncio del balneario termal que se repetía en los
cuatro ángulos del vagón. Margrit no había vuelto a mirarme en la ventanilla
pero eso probaba el contacto, su latido sigiloso; Ana era acaso tímida o
simplemente le parecía absurdo aceptar el reflejo de esa cara que volvería a
sonreír para Margrit; y además llegar a Saint-Sulpice era importante porque si
todavía faltaban ocho estaciones hasta el fin del recorrido en la Porte
d'Orléans, sólo tres tenían combinaciones con otras líneas, y sólo si Ana bajaba
en una de esas tres me quedaría la posibilidad de coincidir; cuando el tren
empezaba a frenar en Saint-Placide miré y miré a Margrit buscándole los ojos
que Ana seguía apoyando blandamente en las cosas del vagón como admitiendo que
Margrit no me miraría más, que era inútil esperar que volviera a mirar el
reflejo que la esperaba para sonreírle.
No bajó en Saint-Placide, lo supe
antes de que el tren empezara a frenar, hay ese apresto del viajero, sobre todo
de las mujeres que nerviosamente verifican paquetes, se ciñen el abrigo o miran
de lado al levantarse, evitando rodillas en ese instante en que la pérdida de
velocidad traba y atonta los cuerpos. Ana repasaba vagamente los anuncios de la
estación, la cara de Margrit se fue borrando bajo las luces del andén y no pude
saber si había vuelto a mirarme; tampoco mi reflejo hubiera sido visible en esa
marea de neón y anuncios fotográficos, de cuerpos entrando y saliendo. Si Ana
bajaba en Montparnasse-Bienvenue mis posibilidades era mínimas; cómo no acordarme
de Paula (de Ofelia) allí donde una cuádruple combinación posible adelgazaba
toda previsión; y sin embargo el día de Paula (de Ofelia) había estado
absurdamente seguro de que coincidiríamos, hasta último momento había marchado
a tres metros de esa mujer lenta y rubia, vestida como con hojas secas, y su
bifurcación a la derecha me había envuelto la cara como un latigazo. Por eso
ahora Margrit no, por eso el miedo, de nuevo podía ocurrir abominablemente en
Montparnasse-Bienvenue; el recuerdo de Paula (de Ofelia), las arañas en el pozo
contra la menuda confianza en que Ana (en que Margrit). Pero quién puede contra
esa ingenuidad que nos va dejando vivir, casi inmediatamente me dije que tal
vez Ana (que tal vez Margrit) no bajaría en Montparnasse-Bienvenue sino en una
de las otras estaciones posibles, que acaso no bajaría en las intermedias donde
no me estaba dado seguirla; que Ana (que Margrit) no bajaría en
Montparnasse-Bienvenue (no bajó), que no bajaría en Vavin, y no bajó, que acaso
bajaría en Raspail que era la primera de las dos últimas posibles; y cuando no
bajó y supe que sólo quedaba una estación en la que podría seguirla contra las
tres finales en que ya todo daba lo mismo, busqué de nuevo los ojos de Margrit
en el vidrio de la ventanilla, la llamé desde un silencio y una inmovilidad que
hubieran debido llegarle como un reclamo, como un oleaje, le sonreí con la
sonrisa que Ana ya no podía ignorar, que Margrit tenía que admitir aunque no
mirara mi reflejo azotado por las semiluces del túnel desembocando en
Denfert-Rochereau. Tal vez el primer golpe de frenos había hecho temblar el
bolso rojo en los muslos de Ana, tal vez sólo el hastío le movía la mano hasta
el mechón negro cruzándole la frente; en esos tres, cuatro segundos en que el
tren se inmovilizaba en el andén, las arañas clavaron sus uñas en la piel del
pozo para una vez más vencerme desde adentro; cuando Ana se enderezó con una
sola y limpia flexión de su cuerpo, cuando la vi de espaldas entre dos
pasajeros, creo que busqué todavía absurdamente el rostro de Margrit en el
vidrio enceguecido de luces y movimientos. Salí como sin saberlo, sombra pasiva
de ese cuerpo que bajaba al andén, hasta despertar a lo que iba a venir, a la
doble elección final cumpliéndose irrevocable.
Pienso que está claro, Ana
(Margrit) tomaría un camino cotidiano o circunstancial, mientras antes de subir
a ese tren yo había decidido que si alguien entraba en el juego y bajaba en
Denfert-Rochereau, mi combinación sería la línea Nation-Etoile, de la misma
manera que si Ana (que si Margrit) hubiera bajado en Châtelet sólo hubiera
podido seguirla en caso de que tomara la combinación Vincennes-Neuilly. En el
último tiempo de la ceremonia el juego estaba perdido si Ana (si Margrit)
tomaba la combinación de la Ligne de Sceaux o salía directamente a la calle;
inmediatamente, ya mismo porque en esa estación no había los interminables
pasillos de otras veces y las escaleras llevaban rápidamente a destino, a eso
que en los medios de transporte también se llamaba destino. La estaba viendo moverse
entre la gente, su bolso rojo como un péndulo de juguete, alzando la cabeza en
busca de los carteles indicadores, vacilando un instante hasta orientarse hacia
la izquierda; pero la izquierda era la salida que llevaba a la calle.
No sé cómo decirlo, las arañas
mordían demasiado, no fui deshonesto en el primer minuto, simplemente la seguí
para después quizá aceptar, dejarla irse por cualquiera de sus rumbos allá
arriba; a mitad de la escalera comprendí que no, que acaso la única manera de
matarlas era negar por una vez la ley, el código. El calambre que me había
crispado en ese segundo en que Ana (en que Margrit) empezaba a subir la
escalera vedada, cedía de golpe a una lasitud soñolienta, a un gólem de lentos
peldaños; me negué a pensar, bastaba saber que la seguía viendo, que el bolso
rojo subía hacia la calle, que a cada paso el pelo negro le temblaba en los
hombros. Ya era de noche y el aire estaba helado, con algunos copos de nieve
entre ráfagas y llovizna; sé que Ana (que Margrit) no tuvo miedo cuando me puse
a su lado y le dije: "No puede ser que nos separemos así, antes de
habernos encontrado".
En el café, más tarde, ya solamente
Ana mientras el reflejo de Margrit cedía a una realidad de cinzano y de
palabras, me dijo que no comprendía nada, que se llamaba Marie-Claude, que mi
sonrisa en el reflejo le había hecho daño, que por un momento había pensado en
levantarse y cambiar de asiento, que no me había visto seguirla y que en la
calle no había tenido miedo, contradictoriamente, mirándome en los ojos,
bebiendo su cinzano, sonriendo sin avergonzarse de sonreír, de haber aceptado
casi enseguida mi acoso en plena calle. En ese momento de una felicidad como de
oleaje boca arriba de abandono a un deslizarse lleno de álamos, no podía
decirle lo que ella hubiera entendido como locura o manía y que lo era pero de
otro modo, desde otras orillas de la vida; le hablé de su mechón de pelo, de su
bolso rojo, de su manera de mirar el anuncio de las termas, de que no le había
sonreído por donjuanismo ni aburrimiento sino para darle una flor que no tenía,
el signo de que me gustaba, de que me hacía bien, de que viajar frente a ella,
de que otro cigarrillo y otro cinzano. En ningún momento fuimos enfáticos,
hablamos como desde un ya conocido y aceptado, mirándonos sin lastimarnos, yo
creo que Marie-Claude me dejaba venir y estar en su presente como quizá Margrit
hubiera respondido a mi sonrisa en el vidrio de no mediar tanto molde previo,
tanto no tienes que contestar si te hablan en la calle o te ofrecen caramelos y
quieren llevarte al cine, hasta que Marie-Claude, ya liberada de mi sonrisa a
Margrit, Marie-Claude en la calle y el café había pensado que era una buena
sonrisa, que el desconocido de ahí abajo no le había sonreído a Margrit para
tantear otro terreno, y mi absurda manera de abordarla había sido la sola
comprensible, la sola razón para decir que sí, que podíamos beber una copa y
charlar en un café.
No me acuerdo de lo que pude
contarle de mí, tal vez todo salvo el juego pero entonces tan poco, en algún
momento nos reímos, alguien hizo la primera broma, descubrimos que nos gustaban
los mismos cigarrillos y Catherine Deneuve, me dejó acompañarla hasta el portal
de su casa, me tendió la mano con llaneza y consintió en el mismo café a la
misma hora del martes. Tomé un taxi para volver a mi barrio, por primera vez en
mí mismo como en un increíble país extranjero, repitiéndome que sí, que
Marie-Claude, que Denfert-Rochereau, apretando los párpados para guardar mejor
su pelo negro, esa manera de ladear la cabeza antes de hablar, de sonreír.
Fuimos puntuales y nos contamos películas, trabajo, verificamos diferencias
ideológicas parciales, ella seguía aceptándome como si maravillosamente le
bastara ese presente sin razones, sin interrogación; ni siquiera parecía darse cuenta
de que cualquier imbécil la hubiese creído fácil o tonta; acatando incluso que
yo no buscara compartir la misma banqueta en el café, que en el tramo de la rue
Froidevaux no le pasara el brazo por el hombro en el primer gesto de una
intimidad, que sabiéndola casi sola ―una hermana menor, muchas veces ausente
del departamento en el cuarto piso― no le pidiera subir. Si algo no podía
sospechar eran las arañas, nos habíamos encontrado tres o cuatro veces sin que
mordieran, inmóviles en el pozo y esperando hasta el día en que lo supe como si
no lo hubiera estado sabiendo todo el tiempo, pero los martes, llegar al café,
imaginar que Marie-Claude ya estaría allí o verla entrar con sus pasos ágiles,
su morena recurrencia que había luchado inocentemente contra las arañas otra
vez despiertas, contra la transgresión del juego que sólo ella había podido
defender sin más que darme una breve, tibia mano, sin más que ese mechón de
pelo que se paseaba por su frente. En algún momento debió darse cuenta, se
quedó mirándome callada, esperando; imposible ya que no me delatara el esfuerzo
para hacer durar la tregua, para no admitir que volvían poco a poco a pesar de
Marie-Claude, contra Marie-Claude que no podía comprender, que se quedaba
mirándome callada, esperando; beber y fumar y hablarle, defendiendo hasta lo
último el dulce interregno sin arañas, saber de su vida sencilla y a horario y
hermana estudiante y alergias, desear tanto ese mechón negro que le peinaba la
frente, desearla como un término, como de veras la última estación del último
metro de la vida, y entonces el pozo, la distancia de mi silla a esa banqueta
en la que nos hubiéramos besado, en la que mi boca hubiera bebido el primer
perfume de Marie-Claude antes de llevármela abrazada hasta su casa, subir esa
escalera, desnudarnos por fin de tanta ropa y tanta espera.
Entonces se lo dije, me acuerdo del
paredón del cementerio y de que Marie-Claude se apoyó en él y me dejó hablar
con la cara perdida en el musgo caliente de su abrigo, vaya a saber si mi voz
le llegó con todas sus palabras, si fue posible que comprendiera; se lo dije
todo, cada detalle del juego, las improbabilidades confirmadas desde tantas
Paulas (desde tantas Ofelias) perdidas al término de un corredor, las arañas en
cada final. Lloraba, la sentía temblar contra mí aunque siguiera abrigándome,
sosteniéndome con todo su cuerpo apoyado en la pared de los muertos; no me
preguntó nada, no quiso saber por qué ni desde cuándo, no se le ocurrió luchar
contra una máquina montada por toda una vida a contrapelo de sí misma, de la
ciudad y sus consignas, tan sólo ese llanto ahí como un animalito lastimado,
resistiendo sin fuerza al triunfo del juego, a la danza exasperada de las
arañas en el pozo.
En el portal de su casa le dije que
no todo estaba perdido, que de los dos dependía intentar un encuentro legítimo;
ahora ella conocía las reglas del juego, quizá nos fueran favorables puesto que
no haríamos otra cosa que buscarnos. Me dijo que podría pedir quince días de
licencia, viajar llevando un libro para que el tiempo fuera menos húmedo y
hostil en el mundo de abajo, pasar de una combinación a otra, esperarme
leyendo, mirando los anuncios. No quisimos pensar en la improbabilidad, en que
acaso nos encontraríamos en un tren pero que no bastaba, que esta vez no se podría
faltar a lo preestablecido; le pedí que no pensara, que dejara correr el metro,
que no llorara nunca en esas dos semanas mientras yo la buscaba; sin palabras
quedó entendido que si el plazo se cerraba sin volver a vernos o sólo viéndonos
hasta que dos pasillos diferentes nos apartaran, ya no tendría sentido retornar
al café, al portal de su casa. Al pie de esa escalera de barrio que una luz
naranja tendía dulcemente hacia lo alto, hacia la imagen de Marie-Claude en su
departamento, entre sus muebles, desnuda y dormida, la besé en el pelo, le
acaricié las manos; ella no buscó mi boca, se fue apartando y la vi de
espaldas, subiendo otra de las tantas escaleras que se las llevaban sin que
pudiera seguirlas; volví a pie a mi casa, sin arañas, vacío y lavado para la
nueva espera; ahora no podían hacerme nada, el juego iba a recomenzar como
tantas otras veces pero con solamente Marie-Claude, el lunes bajando a la
estación Couronnes por la mañana, saliendo en Max Dormoy en plena noche, el
martes entrando en Crimée, el miércoles en Philippe Auguste, la precisa regla
del juego, quince estaciones en las que cuatro tenían combinaciones, y entonces
en la primera de las cuatro sabiendo que me tocaría seguir a la línea
Sèvres-Montreuil como en la segunda tendría que tomar la combinación
Clichy-Porte Dauphine, cada itinerario elegido sin razón especial porque no
podía haber ninguna razón, Marie-Claude habría subido quizá cerca de su casa,
en Denfert-Rochereau o en Corvisart, estaría cambiando en Pasteur para seguir
hacia Falguière, el árbol mondrianesco con todas sus ramas secas, el azar de
las tentaciones rojas, azules, blancas, punteadas; el jueves, el viernes, el
sábado. Desde cualquier andén ver entrar los trenes, los siete u ocho vagones,
consintiéndome mirar mientras pasaban cada vez más lentos, correrme hasta el
final y subir a un vagón sin Marie-Claude, bajar en la estación siguiente y
esperar otro tren, seguir hasta la primera estación para buscar otra línea, ver
llegar los vagones sin Marie-Claude, dejar pasar un tren o dos, subir en el
tercero, seguir hasta la terminal, regresar a una estación desde donde podía
pasar a otra línea, decidir que sólo tomaría el cuarto tren, abandonar la
búsqueda y subir a comer, regresar casi enseguida con un cigarrillo amargo y sentarme
en un banco hasta el segundo, hasta el quinto tren. El lunes, el martes, el
miércoles, el jueves, sin arañas porque todavía esperaba, porque todavía espero
en este banco de la estación Chemin Vert, con esta libreta en la que una mano
escribe para inventarse un tiempo que no sea solamente esa interminable ráfaga
que me lanza hacia el sábado en que acaso todo habrá concluido, en que volveré
solo y las sentiré despertarse y morder, sus pinzas rabiosas exigiéndome el
nuevo juego, otras Marie-Claudes, otras Paulas, la reiteración después de cada
fracaso, el recomienzo canceroso. Pero es jueves, es la estación Chemin Vert,
afuera cae la noche, todavía cabe imaginar cualquier cosa, incluso puede no
parecer demasiado increíble que en el segundo tren, que en el cuarto vagón, que
Marie-Claude en un asiento contra la ventanilla, que haya visto y se enderece
con un grito que nadie salvo yo puede escuchar así en plena cara, en plena
carrera para saltar al vagón repleto, empujando a pasajeros indignados,
murmurando excusas que nadie espera ni acepta, quedándome de pie contra el
doble asiento ocupado por piernas y paraguas y paquetes, por Marie-Claude con
su abrigo gris contra la ventanilla, el mechón negro que el brusco arranque del
tren agita apenas como sus manos tiemblan sobre los muslos en una llamada que
no tiene nombre, que es solamente eso que ahora va a suceder. No hay necesidad
de hablarse, nada se podría decir sobre ese muro impasible y desconfiado de
caras y paraguas entre Marie-Claude y yo; quedan tres estaciones que combinan
con otras líneas, Marie-Claude deberá elegir una de ellas, recorrer el andén,
seguir uno de los pasillos o buscar la escalera de salida, ajena a mi elección
que esta vez no transgrediré. El tren entra en la estación Bastille y Marie-Claude
sigue ahí, la gente baja y sube, alguien deja libre el asiento a su lado pero
no me acerco, no puedo sentarme ahí, no puedo temblar junto a ella como ella
estará temblando. Ahora vienen Ledru-Rollin y Froidherbe-Chaligny, en esas
estaciones sin combinación Marie-Claude sabe que no puedo seguirla y no se
mueve, el juego tiene que jugarse en Reuilly-Diderot o en Daumesnil; mientras
el tren entra en Reuilly-Diderot aparto los ojos, no quiero que sepa, no quiero
que pueda comprender que no es allí. Cuando el tren arranca veo que no se ha
movido, que nos queda una última esperanza, en Daumesnil hay tan sólo una
combinación y la salida a la calle, rojo o negro, sí o no. Entonces nos
miramos, Marie-Claude ha alzado la cara para mirarme de lleno, aferrado al barrote
del asiento soy eso que ella mira, algo tan pálido como lo que estoy mirando,
la cara sin sangre de Marie-Claude que aprieta el bolso rojo, que va a hacer el
primer gesto para levantarse mientras el tren entra en la estación Daumesnil.
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