El conferenciante



El conferenciante subió al estrado apretando nerviosamente contra su costado la carpeta que contenía el texto de su conferencia. Miró de refilón a su auditorio, inspiró profundamente y se encaró a él. Un colectivo variopinto de adolescentes de ambos sexos en plena pubertad le miró a su vez, también de refilón, sin mostrar demasiado interés. En la primera fila, una chica rellenita peinada con un moño alto y con enormes aros pendiendo de sus orejas, hacía pompas de chicle con aire insolente, a la par que cruzaba y descruzaba, inquieta, unos gruesos muslos embutidos en leotardos de rayas. Algunas filas más allá, un chaval paliducho, todo vestido de negro, manipulaba con rápida destreza la pantalla táctil de su teléfono móvil. Dos chicas hipermétropes con aspecto modosito cuchicheaban entre ellas y esbozaban risitas, lanzando miradas de soslayo al chaval paliducho. 
(Minifaldas y coletas, uñas pintadas en colores chillones, bozos incipientes, acné juvenil, teléfonos móviles emitiendo whatsapp sin cesar…).
El conferenciante pensó que, realmente, ese auditorio resultaba muy poco estimulante. Intentó imaginar lo que sucedería cuando pronunciase las primeras palabras de su conferencia, que llevaba perfectamente memorizada porque era la misma de siempre. Nada. No sucedería nada. Los teléfonos móviles continuarían emitiendo whatsapp sin cesar y continuarían las risitas y los cuchicheos. Los chavales no le escucharían. En realidad, el tema de la conferencia les importaba un pito. Acudían a ella como trámite obligatorio para aprobar el curso.
El conferenciante miró de nuevo a su auditorio (sintiéndose muy desmoralizado) y fue como asomarse al abismo. Entonces se le ocurrió una idea. No pronunciaría la conferencia. A él tampoco le apetecía nada ponerse a soltar el rollo para participar en esa pantomima perpetua. Dejaría que los chavales siguieran entretenidos con sus cosas mientras él se dedicaba a revisar notas o a redactar su próxima conferencia, una que llevase por título algo muy chusco, algo así como “En boca cerrada no entran moscas” o, mejor todavía, “¿Todo esto para qué?”. Seguro que nadie se daba cuenta de que no había dicho ni mu...

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