Siete noches de soledad. Rupérez


No es un gran gourmet, sádico y maniático, como Salvo Montalbano, ni comparte colchón con una hembra tan vehemente como Adrianí Jaritu. No. Aunque tan mediterráneo como los dos famosos comisarios, Rupérez es sobrio en el comer y el beber y permanece célibe en recuerdo de su dulce Sara. Pero tiene un vicio, sí, señor, un vicio muy peculiar al que se entrega todas las mañanas, muy temprano, apenas despunta la aurora, con la precisión de un ritual. Algo muy tonto, en realidad. Rupérez es adicto a las palomitas de maíz y todas las mañanas, temprano, él mismo se prepara su buena cazuela de palomitas tiernas. Y se las come mientras hojea un cómic de Conan el Bárbaro. Palomitas y aventuras. Siempre igual. Para empezar bien el día. Rupérez, sin camisa y sin corbata, luce barriga y tirantes sobre la camiseta blanca, un poco sudada. Entonces se zampa las palomitas y a Sonia la Roja por igual.
Pero esta mañana alguien lo interrumpe en su placentero ritual. Le llaman de comisaría. Es grave y ha de acudir de inmediato. Entre las dos y las tres de la madrugada se ha producido una auténtica escabechina en la calle 15 esquina con la avenida 54. Un tiroteo. Un ajuste de cuentas. Un crimen pasional. Algo sórdido, sin brillo, sin posibilidad de ascenso, medallas o distinciones. Cinco muertes y un suicidio. El suicidio delante de sus propias narices, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. (¿Por qué lo has hecho? Porque la vida es una puta cabronada. Y para que nos la jodan los de arriba, mejor nos la jodemos nosotros).
Lo peor, el niño. Seis años atravesados por una bala.
Y Rupérez (que es un poli muy filosófico) se dice, meneando la cabeza con gravedad, que ni Jaritos ni Montalbano ni ningún otro, que todo eso no deja de ser ficción, que la realidad apesta y es siempre ingrata y que hay mucha, pero muchísima más justicia y más honor en la espada de acero de Conan el Bárbaro que en toda la literatura junta de género policial.
        

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