Pablito
duerme pero sonríe en sueños. Es un día de sol, está tumbado sobre la hierba
tierna y mamá le acaricia las mejillas y le besa. Entonces papá le revuelve el
pelo y le reta: «Te echo una carrera hasta ese árbol, campeón». Y en lo mejor
del sueño, el asunto se estropea. Ya no es un día de sol. Papá no está y en el
escote de mamá un hombre oscuro graba con sangre una mariposa negra.
Pablito
se espabila de golpe. Ha oído un ruido muy fuerte y después, casi seguido,
otro. Dos disparos. Ha sonado como dos disparos de revólver, igual que en las
películas. Y sin darle tiempo a reaccionar, una mano le ha tapado la boca y un
brazo le ha alzado con firmeza. ¡Papá! ¡Papá! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Papá,
que me haces daño y no me dejas respirar! ¡Mamá! ¡Quiero que venga mamá!
Mamá.
La mariposa negra ―como mamba negra― ha escapado de su escote y palpita, negra,
muy negra, cubriendo todo su rostro. Mamá no tiene cara. La mariposa negra ha
robado sus ojos y ha borrado su sonrisa.
¡Mamá…! Dile a papá que si sigue apretando así
me va a asfixiar, que me deje respirar… Díselo, anda, ¡mamá… mamá…!, por favor.
Pablito
llora. Está asustado. A Raúl, el hombre antipático que dibuja en la piel
mariposas negras, y serpientes, y escorpiones, una mamba gigante le ha devorado
la cabeza.
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