El
niño ya está acostado después de un baño caliente y de un rato de cuentos en el
sofá. Susana se lía un porro y se lo fuma feliz, relajada, desperezándose y
ronroneando como una gata sobre las sábanas blancas que brillan como
el satén. El porro la ha sumido en un estado de ensueño. La sonrisa de Pablo,
agigantada, ocupa su ángulo de ilusión. ¡Pablo! ¿Por qué Pablo? Porque era guapo,
musculoso… y simpático. Un capricho. Su monitor de aerobic. Inevitable que se
enrollasen, que practicasen juntos esa otra gimnasia del oler, tocar, lamer, penetrar y embestir… Inevitable que al
poco tiempo ambos se hastiasen de tanto aerobic sexual y que a Susana le
apeteciesen contactos algo más bestias. La putada era el niño, claro, Pablito,
loco con su papá, que dormía soñando a saber con qué, pero que parecía hacerlo
dulcemente, con la bendita inocencia de un bebé. Y Pablo, como esposo y padre, había
sido perfecto, eso era verdad. Demasiado perfecto. Había sido más bien su
sosería, tanta técnica amatoria y tanta puñeta tan sin pasión, la que lo había
vuelto estúpido e irritante, lanzando a Susana en brazos de Raúl. Y ahí, de
técnica depurada nada de nada. Solo sexo bruto, puro y duro. Un amor de celos y
mordiscos. Un vivir sin vivir. Una mierda chunga pero muy rica. Un puro morbo
sado-maso de ni-contigo-ni-sin-ti-pero-yo-sin-ti-me-muero, como el argumento inevitable
de cualquier milonga porteña.
Se
oye el ruido del llavín girando en la cerradura. ¡Raúl! Pero no es Raúl. Es
solo una sombra que se agazapa y espera.
Susana
se adormece. Ahora sí que es Raúl, que le remanga con dulzura el camisón, y la
besa en los hombros, y la penetra con ardor. Susana se estremece, se estremece
y convulsiona. Su cerebro se deshace en una masa multiforme de galaxias, de cúmulos
de estrellas que estallan en materia gris y revientan de éxtasis para, enseguida,
agonizar. Galaxias cuyos bordes bosquejan el rostro de Raúl, a su lado en la
almohada, que también estalla en un paroxismo de materia gris descompuesta en
polvo de estrellas arcoíris multicolor. Huele a pólvora, a sangre y a carne
quemada. A Susana se le estremece el útero ahí abajo. ¡Pablo! ¡Jodido Pablo!
¡Cuánto te quise, cabrón! ¡Y a ti, Pablito!
El
último estertor de placer la sumerge para siempre en un agujero negro de olvido.
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