Siete noches de soledad. Raúl


Susana sorbe su gin-tonic haciendo un ruido horrible con la paja.
―¡Joder, Susana! Deja de hacer ese ruido con la paja.
―No quiero, no me da la gana. Me gusta hacer ruido al sorber el gin-tonic. Venga, sé bueno, dime qué has estado haciendo toda la tarde.
―Le he tatuado una serpiente en el vientre, una Kundalini de fuego y tinta…
―¿A quién?
―¡Ah! A una de las chicas. A Iulia, la rumana.
―¡Serás capullo! ¡Mira que te gusta encabronarme con esas putas! Anda, termina la copa que Pablito está a punto de llegar.
―Esta noche tengo un trabajo que hacer… Un trabajo sucio. De esos que ni tú ni Pablito debéis saber… Pero tranquila. Tú recibe al niño. Yo llegaré pasadas las dos. Dormiré contigo, no lo dudes.
El trabajo sucio de Raúl es un marrón. Amedrentar a un pollo que debe una entrega completa (una entrega completa, que se dice pronto) de éxtasis y cocaína… Es el guarda del garaje de la avenida 54. Raúl lo controla gracias a Iulia, la rumana, la del tatuaje de la Kundalini.
«Engatúsale», le dijo. «¿Cómo?». «Tú sabrás. Córrete cada vez imaginando que él te mira a través del cristal».
Iulia lo hizo bien. Ahora el tipo del garaje acude todas las noches a verla masturbarse. Está bien pillado.
Será un tiro en la pierna, decidido. Solo es un susto. Una advertencia. La cabeza de caballo la deja para después.
Cuando Raúl ve alejarse a Susana hace clic y le quita el seguro al revólver.
Son las dos. El tipo cae en la esquina. Está en el suelo y se sujeta la pierna, que sangra. ¿Y ahora qué pasa? ¿Quién es esa histérica? Dios…, la rumana. ¿Pero qué hace, la muy imbécil? Iulia, Iulia, ¿eres idiota o qué te pasa? ¿Pero qué haces? ¡Está avisando a la policía! ¡No me lo puedo creer! Raúl no se lo piensa dos veces y descerraja un par de tiros. Tripas, trozos de vísceras y de cerebro, miembros esparcidos, el relámpago de fuego y tinta de la Kundalini, sangre rojo bermellón dibujando amapolas de color sobre el gris indiferente del asfalto. ¡Dios, qué chapuza! ¡Será subnormal la tía esta! ¡Rumana! ¡Puta gilipollas! ¿Por qué? ¿Por qué?
Raúl piensa rápido. Crimen pasional. Así tendrá que ser. No hay otra. Con un pañuelo limpia las huellas de la pistola y, antes de ponérsela en la mano a Lucho, que yace desmayado de dolor, se atusa el bigote con gesto mecánico, ya impasible, y de un tiro lo remata. Cruza una calle y entra a un portal. Susana le aguarda desnuda entre sábanas blancas que brillan como el satén. Y una sombra la vigila.



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