Siete noches de soledad. Lucho



Me gusta imaginarte desnuda, de pie ante la ventana de tu habitación. Frente a un cristal. Da igual si de luna opaca o bañado por la luz del sol. Desnuda frente a un cristal. Entonces empiezas a masturbarte, y me miras sin verme, con lascivia. Tú sabes que yo te miro. Yo sé que tú me miras. Tú te agachas, de rodillas, y te acaricias con un mano el sexo y con la otra, los senos. Me miras. Y yo te siento húmeda y entregada. Por eso voy cada noche. Los pies me llevan a ti.

Son las once.
Acaba de llegar el cliente que esperaba, un pobre diablo que duerme todas las noches en el garaje, dentro del coche. Nos saludamos con un asomo de afecto y confianza. Es buen tipo, legal y todo eso. Perra suerte. Me pongo la chupa de piel y me paso el peine por el tupé. Echo la persiana metálica. Y los pies me llevan a ti.
Esta noche vuelvo a mirarte, desnuda frente al cristal, ondulando tu cuerpo con lascivia al ritmo del saxo de John Coltrane. Esta noche, pase lo que pase, te esperaré en nuestra esquina. Quiero seguirte, alcanzarte, para que no te escapes. Quiero, por fin, tenerte.
Pero esta noche tú no te masturbas frente al cristal. En lugar de eso abres los brazos y aprietas el cuerpo desnudo (el sexo, los senos, la serpiente de fuego refulgiendo en tu vientre) contra la luna opaca, depositando un beso en el espejo y unas cuartillas escritas para que yo las lea. «Sé que estás ahí». «Te amo, maldito seas. Esta noche, llévame contigo hasta el fin del mundo». Yo también te amo, maldita seas, yo también te amo. Y esta noche, a las dos en punto, te aguardaré en la esquina para llevarte conmigo hasta el fin del mundo.

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