No
le importa nada alquilarle el estudio a Pablo. Y de paso, sacarse doscientos
euros más cada mes.
Pablo
no lo sabe, pero ella, además de limpiar el gimnasio todas las tardes, ocupa sus
noches haciendo un numerito de escaparate en el club-whiskería-shop Afrodita,
un tugurio de lo más “sex”.
Cuestión
de contabilidad. Siendo rumana en tiempos de crisis, fuera de limpiar un
gimnasio que apesta como una cuadra, de masturbarse en un escaparate ante un
cliente invisible y de chupar alguna que otra polla en el Afrodita, poco más
iba a encontrar. Iulia no se queja de su suerte. Sobrevive.
El
“finde” que a Pablo le toca el niño, ella desaparece. Duerme en el club o en
casa de algún cliente. Luego, cualquier otro día, se lo tira. Pablo le gusta.
Aunque solo para un rato. Además, desde hace siete u ocho días, Iulia se siente
excitada y ya no se acuerda de Pablo. Alguien la observa. Alguien que acude,
noche tras noche desde hace siete, puntualmente, a verla masturbarse tras la
luna opaca del escaparate. Está segura. Siente su mirada penetrarle cada poro
de la piel. Y noche tras noche actúa para su admirador secreto. Ondula su
cuerpo al ritmo del saxo de John Coltrane. Es la magia del vinilo. Ella puede
escuchar el ruido de su respiración, sus jadeos, sus bramidos impacientes… y
responde al estímulo, entregada, feliz de sentirse convertida en objeto de
deseo.
Iulia
está enamorada de una sombra.
Sus
días se han convertido en una larga espera angustiada de la noche, el momento de
sentir “su” mirada, de masturbarse para “él” tras la luna opaca del escaparate.
Es
entonces cuando se le ocurre. Y se maravilla porque no se le haya ocurrido
antes. Escribirá carteles. Carteles de amor. Para comunicarse y poder decirle
«sé que estás ahí, mirándome noche tras noche. Dime quién eres, maldito seas,
porque te amo, y tú lo sabes. Espérame a las dos en punto en la esquina».
Son
las dos en punto. Y una sombra clara de luna opaca se acaba de detener justo en
la esquina.
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