Siete noches de soledad. Pablo


Deja a Pablito en el rellano, frente a la puerta del piso, y pulsa el timbre. Tres toques cortos y secos, su forma de anunciarse para que no quepa duda, como siempre. Luego retrocede y aguarda a que se abra la puerta. Apenas una raja de luz y un susurro ansioso: «¡Pablito, cielo, ya estás aquí! ¿Qué tal todo, cariño?». La raja de luz desaparece y Pablo retrocede por fin hacia la escalera, apretando puños y dientes, para terminar escurriéndose peldaños abajo. ¡La muy zorra! ¡La muy zorra hipócrita y asquerosa!
En la calle refresca. Las ocho y media de la tarde. El sol de abril, moribundo, tiñe de terciopelo violeta y gris acero la plaza donde ha dejado estacionado el coche. Conduce un rato por la ciudad, escuchando la radio distraídamente, mientras termina de caer la noche. En un semáforo en rojo, la visión de un niño que viaja en el coche de al lado le trae el recuerdo de Pablito, el olor de Pablito, el calor de su sonrisa infantil. ¡Pablito! ¡Su hijo! Una paternidad de fines de semana alternos y vacaciones partidas… 
Al pasar por delante de un quiosco de salchichas Frankfurt y patatas fritas, para el coche y compra la cena… Se la come en un banco, bajo un enorme plátano que empieza a cuajarse de pequeños brotes; brotes que brillan, a la luz de la farola, como los cientos de bombillas verdes de una tómbola o una verbena de barrio. Se fuma también un pitillo de picadura, ensimismado en la oscuridad. Hasta que se le hace la hora de subir al coche y entrar en la boca.

Ahora que ya se ha acostumbrado, entrar en la boca es casi como un retorno al hogar (a pesar del tufo ahuyentador a gasolina y aceite). Entrar despacio, saludar a Lucho, el guarda, con gesto circunspecto y luego buscar el hueco de una plaza sin ocupar. Dormir dentro del coche (hecho un ocho y oliendo a octanos) en el garaje, le cuesta al mes setenta y cinco euros de soborno al guarda por hacer la vista gorda. (Ella duerme en una cama de dos por dos con sábanas brillantes de imitación satén). El apaño del garaje incluye acceso al retrete de caballeros, que dispone de lavabo, enchufe eléctrico y espejo, aunque su limpieza deja bastante que desear. (Ya se sabe… orines en el suelo, jeringuillas, condones…) Pero la cosa se está poniendo fatal y, como no sea en un cartón de un cajero, más bajo ya no se puede caer. El problema más grave (considerando las cosas con mucho optimismo, desde luego) lo constituyen los dos fines de semana que le toca pasar cada mes con Pablito. Cien euros más por “finde” han resuelto la cuestión: Iulia, la chica rumana que limpia el gimnasio, le ha propuesto alquilarle su estudio diminuto (con derecho a polvo, que a la Iulia le va la marcha) para que pueda ir allí con el niño.
Es lo que hay. Ella disfrutando del hogar familiar con su cocina, su bañera, su lavadora, su calefacción…  Y Pablo, jodido por un capricho de la puta esa, pagando la mitad de la hipoteca aunque ya no tenga casa. Eso… y la pensión del niño, la pensión de alimentos de quinientos euros, que a él le obliga a dormir dentro del coche, en un garaje.
Y… ojo, que dónde duerme no lo sabe nadie fuera de Lucho, el guarda. Le van el honor y la vida en ello. Nadie tiene que saberlo. Que se afeita y se asea todos los días en el retrete de caballeros de un garaje. Que duerme en el asiento trasero del coche con las piernas dobladas, mientras su ex se despereza entre sábanas brillantes de imitación satén. No, no lo sabe nadie. Ni siquiera lo sabe ese tipo misterioso que acaba de entregarle a Pablo una pistola automática. En el fondo aún va a tener suerte… La puta no es partidaria de meter al niño en su cama… Será porque la comparte con otro.



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