El viaje de B
He pasado buena parte de la tarde en el psiquiátrico de Mondragón manteniendo una conversación intensa e interesantísima con Panero, el último de los poetas malditos, alguien a quien deseaba conocer desde hacía mucho tiempo, y ahora vuelvo a casa de madrugada totalmente convencido de que el viaje ha merecido la pena. Voy cómodamente instalado en el compartimiento de un tren expreso que ronronea con suavidad adormeciendo a mi desconocida compañera de viaje, una mujer no demasiado joven ni demasiado mayor. Yo le echo unos cuarenta. Rubia, delgada, arrebujada en un poncho de lana de diseño vagamente andino y lectora (aunque se está quedando dormida sobre el libro) de La invención de Morel. Me entretengo durante un buen rato observándola con disimulo, diciéndome que esa intimidad forzosa entre desconocidos que se produce en los trenes (o en los aviones, aunque yo en avión viajo poco) tiene mucho de singular por eso, porque sin conocernos de nada la he oído emitir varios ronquidos muy leves, la he visto cabecear y abrir la boca floja, despertar asustada, mirarme y cerrarla de golpe y luego volverse a dormir confiada, como si fuésemos dos viejos amantes. Ella es guapa. Yo diría que muy atractiva, aunque no se trata de una mujer despampanante, sino más bien frágil, etérea y delicada como una espiga de trigo. Bonita. Es muy posible que se llame Marta, o Ana, o Clara, o Blanca. Un nombre con varias a, sin duda. Pero quizás sea vasca y se llame Aránzazu, o Amaia, o Estíbaliz. De momento no hay forma de saberlo. Tiene las manos pequeñas, con dedos muy finos de uñas cortas y no lleva anillos. Ahora bosteza y vuelve a la lectura con esfuerzo, frunciendo el ceño concentrada, intentando luchar contra el sueño. Levanta la vista y me sonríe. ¡Dios! ¡Qué linda sonrisa! Podría enamorarme de ella solo por esa sonrisa tan linda, simultáneamente triste y alegre, tímida y atrevida. Pero la chica vuelve a dormirse y yo fantaseo un rato tejiendo un futuro imaginario (sexual, claro, y en este mismo compartimiento) solo para nosotros. Incluso me propongo un juego, un reto imposible: cuando el tren llegue a Barcelona, yo le habré conseguido una cita. Pero para que eso ocurra tendré que hablarle, invitarla a un café que quizás no acepte… ¿Qué podría decir para interesarla? ¿Podría ser algo acerca del libro, de La invención de Morel, contarle alguna anécdota sobre Bioy o sobre Borges? Pero yo también me duermo con el arrullo del tren y sueño con un pobre poeta recluido, lúcido y loco, que me ha dedicado un poema que no es un poema sino un pictograma y con A, mi mujer, que tiene un amante (¡el poeta!), y con los personajes de la novela que estoy a punto de terminar, y ahora soy yo el que abre los ojos sobresaltado, porque creo que estoy roncando no con ronquidos leves y elegantes como los de mi compañera de viaje, sino con ronquidos de chancho enfurecido, pero ella (menos mal) sigue durmiendo ajena a mis pesadillas, y por la ventanilla del tren se atisban la primeras luces del alba incendiando un horizonte espectral, un desierto árido y pedregoso salpicado aquí y allá por jaras y matorrales, por sabinas espinosas vencidas por el viento, los Monegros, un erial extenso iluminado por la aurora que me recuerda al paisaje inhóspito de Sonora. Entonces la chica se despierta y advierte mi mirada complacida y yo exclamo: Pues es buenísimo, y ella contesta perpleja: ¿Perdón? El libro, le digo, La invención de Morel. Es buenísimo y te estás quedando dormida. Una pena…
He pasado buena parte de la tarde en el psiquiátrico de Mondragón manteniendo una conversación intensa e interesantísima con Panero, el último de los poetas malditos, alguien a quien deseaba conocer desde hacía mucho tiempo, y ahora vuelvo a casa de madrugada totalmente convencido de que el viaje ha merecido la pena. Voy cómodamente instalado en el compartimiento de un tren expreso que ronronea con suavidad adormeciendo a mi desconocida compañera de viaje, una mujer no demasiado joven ni demasiado mayor. Yo le echo unos cuarenta. Rubia, delgada, arrebujada en un poncho de lana de diseño vagamente andino y lectora (aunque se está quedando dormida sobre el libro) de La invención de Morel. Me entretengo durante un buen rato observándola con disimulo, diciéndome que esa intimidad forzosa entre desconocidos que se produce en los trenes (o en los aviones, aunque yo en avión viajo poco) tiene mucho de singular por eso, porque sin conocernos de nada la he oído emitir varios ronquidos muy leves, la he visto cabecear y abrir la boca floja, despertar asustada, mirarme y cerrarla de golpe y luego volverse a dormir confiada, como si fuésemos dos viejos amantes. Ella es guapa. Yo diría que muy atractiva, aunque no se trata de una mujer despampanante, sino más bien frágil, etérea y delicada como una espiga de trigo. Bonita. Es muy posible que se llame Marta, o Ana, o Clara, o Blanca. Un nombre con varias a, sin duda. Pero quizás sea vasca y se llame Aránzazu, o Amaia, o Estíbaliz. De momento no hay forma de saberlo. Tiene las manos pequeñas, con dedos muy finos de uñas cortas y no lleva anillos. Ahora bosteza y vuelve a la lectura con esfuerzo, frunciendo el ceño concentrada, intentando luchar contra el sueño. Levanta la vista y me sonríe. ¡Dios! ¡Qué linda sonrisa! Podría enamorarme de ella solo por esa sonrisa tan linda, simultáneamente triste y alegre, tímida y atrevida. Pero la chica vuelve a dormirse y yo fantaseo un rato tejiendo un futuro imaginario (sexual, claro, y en este mismo compartimiento) solo para nosotros. Incluso me propongo un juego, un reto imposible: cuando el tren llegue a Barcelona, yo le habré conseguido una cita. Pero para que eso ocurra tendré que hablarle, invitarla a un café que quizás no acepte… ¿Qué podría decir para interesarla? ¿Podría ser algo acerca del libro, de La invención de Morel, contarle alguna anécdota sobre Bioy o sobre Borges? Pero yo también me duermo con el arrullo del tren y sueño con un pobre poeta recluido, lúcido y loco, que me ha dedicado un poema que no es un poema sino un pictograma y con A, mi mujer, que tiene un amante (¡el poeta!), y con los personajes de la novela que estoy a punto de terminar, y ahora soy yo el que abre los ojos sobresaltado, porque creo que estoy roncando no con ronquidos leves y elegantes como los de mi compañera de viaje, sino con ronquidos de chancho enfurecido, pero ella (menos mal) sigue durmiendo ajena a mis pesadillas, y por la ventanilla del tren se atisban la primeras luces del alba incendiando un horizonte espectral, un desierto árido y pedregoso salpicado aquí y allá por jaras y matorrales, por sabinas espinosas vencidas por el viento, los Monegros, un erial extenso iluminado por la aurora que me recuerda al paisaje inhóspito de Sonora. Entonces la chica se despierta y advierte mi mirada complacida y yo exclamo: Pues es buenísimo, y ella contesta perpleja: ¿Perdón? El libro, le digo, La invención de Morel. Es buenísimo y te estás quedando dormida. Una pena…
Mi
primer encuentro con B fue en un tren. Ya ves, qué tópico y qué literario, en
un tren, un expreso que cubre el trayecto del País Vasco a Barcelona a una hora
bastante intempestiva, de madrugada, y el día recién estrenado (un día de
noviembre) despunta frío pero sereno, limpio de nubes gracias a ese viento del
norte, el cierzo, que azota siempre con soplo inclemente el valle del Ebro.
Cierro los ojos y reproduzco la escena. Pero el olvido desenfoca
los detalles y me obliga a reinventarlos, a decirme rápido, rápido, escribe
antes de que sea demasiado tarde, antes de que regresen los jirones de esa
niebla barrida por el cierzo. Y vuelvo a verme en un vagón, arrebujada en mi
poncho de rayas, bostezando de frío y de sueño, destemplada por el madrugón,
intentando concentrarme en la lectura de un libro, La invención de Morel, cuyas letras se niegan a formar palabras con
significado, a resultar inteligibles, empeñándose en huir cada una por su lado
en una sopa confusa que confirma su perpetuo ritual de espejismo e irrealidad.
―Pues es buenísimo.
Doy un respingo. Sentado frente a mí, me observas a través de
unas gafas redondas de John Lennon, divertido y afable, enmarañados los rizos
de tu cabellera rebelde. Pareces un niño-ángel un tanto ingenuo que habla con
melodioso acento sudaca. Un angelote cuarentón pedantillo y marisabidillo con
unas gafas de John Lennon demasiado grandes para tu cara.
―¿Perdón?
―El libro. La invención de
Morel. Es buenísimo y te estás quedando dormida. Una pena…
―¿Cómo dices?
Me siento aturdida. Debo de parecerte un poco tonta. Aunque
tímida, tengo un natural amigable pero, entiéndelo, ahora mismo me caigo de
sueño.
―Nada, que si te apetece te invito a un café en el vagón bar.
Así te despejas y luego sigues leyendo.
Yo no suelo ser de las que toman café con desconocidos. Quizás un
par de frases amables, educadas… Pero algo en tu mirada me tranquiliza, me
atrae, me inspira confianza. Una chispita tierna que brilla en tus ojos, apenas
velada por las gafas redondas de John Lennon. Y te digo que sí, que acepto ese
café, y despliego las piernas encogidas y me pongo de pie dejando abandonado a
Morel sobre el asiento, y te sigo por el pasillo mecida en el vaivén de un tren
que atraviesa un valle una mañana temprana, proyectado a ciento treinta y tres
kilómetros por hora.
El café me despeja, claro. Hablamos de Bioy Casares. Bueno,
sobre todo hablas tú, y no paras de fumar, y yo te escucho bastante fascinada
por tu asombrosa exuberancia verbal. Me cuentas anécdotas de Bioy y Silvina
Ocampo, de Bioy y Borges, de Bustos Domecq e Isidro Parodi, y de Suárez Lynch.
Sale a colación el mal carácter de Borges, su tartamudez, su proverbial
misantropía. ¡Ah! Pero es que Borges fue un hombre amargado, me explicas, muy
maltratado en la Argentina a causa de su antiperonismo manifiesto. ¿Sabías que
tuvo que renunciar a un cómodo puesto de bibliotecario en Buenos Aires al ser
nombrado por el gobierno de Perón inspector de mercados de aves de corral? No,
yo no lo sabía. Pues imagínate a Borges como inspector de mercados de aves de
corral. Increíble, ¿verdad? Le hicieron bien la puñeta esos putos populistas. Por supuesto,
él se sintió profundamente deshonrado y humillado. Reímos los dos imaginando
a Borges entre pollos y gallináceas. Yo, entonces, te supongo argentino y, por
rizar el rizo, profesor de literatura. Y tú, con dulzura, me sacas de mi error:
No, no soy argentino ni tampoco profesor. Soy chileno. Y escribo.
―¿Y qué escribes? ―te
pregunto con interés.
―Bueno… poesía. También narrativa, aunque lo mío es la poesía, pero
como la poesía no da para vivir ahora escribo sobre todo relatos y novelitas.
―¿Y has publicado algo?
―Algo. He obtenido un par de premios literarios no demasiado
importantes. Lo justo para ir tirando, para no desistir en el empeño.
De repente enmudeces, abandonas tu locuacidad portentosa y te
vuelves parco, casi tímido.
―Pero ¿cómo te llamas? Es posible que haya leído algo tuyo…
―Me llamo B y no creo que hayas leído nada mío… ―te encoges de
hombros―: Todavía no soy famoso.
Volvemos a reír. Tu nombre me suena vagamente, pero…
―No. No he leído nada tuyo, es verdad, aunque prometo enmendar
mi falta. En cuanto llegue a Barcelona compraré uno de tus libros. ¿Cuál me
recomiendas?
―El último ―respondes sin vacilar―. Me lo acaba de publicar una
editorial bastante prestigiosa. Es una novela breve en la que intento abordar
muy modestamente, desde luego, el tema del mal absoluto. Pero no hará falta que
lo compres. Me vas a permitir que te lo regale yo…
Sintiéndome halagada, te contesto que sí, que estupendo.
Intercambiamos nuestros números de teléfono y nos despedimos con un hasta
pronto y un fuerte apretón de manos en la estación de Sants. Ya son casi las
dos del mediodía, pero en el cielo advierto que titilan todavía haces temblorosos
de polvo lunar.
Y al día siguiente me llamas. Mi hija coge el teléfono: Mamá, es
un señor que pregunta por ti.
Tu voz suena jovial al otro lado del hilo.
―Ya tengo tu libro. ¿Cuándo nos vemos?
Quedamos en un café cercano a la Rambla de Cataluña, un café de
época bastante acogedor con espejos y mosaicos, columnas serpenteantes, sillas
estilo Thonet y veladores de mármol.
Cuando llego, tú ya me esperas fumando delante de una taza de manzanilla,
multiplicada tu imagen hasta el infinito en el centro de cada reflejo, y hojeas un libro, el que supongo mi libro. Te
levantas para recibirme, me ayudas a quitarme el abrigo y me sonríes a partes
iguales con el entusiasmo y la inocencia de un niño.
―Te lo he dedicado. Mira.
Para C, encontrada en un tren.
La dedicatoria me encanta, con su no sé qué de misterio,
velocidad y sugestión. Me apresuro a examinar el libro, ciento sesenta páginas
que ya me siento impaciente por devorar. Paso las hojas con mimo, las huelo (me
gusta el olor de las hojas de los libros y estas huelen como tú, a tinta, a tabaco,
a aire fresco y a mar), acaricio la cubierta, leo un párrafo aquí y otro allá…
Y como ayer en el tren hablas y hablas y fumas sin parar, permanentemente
envuelto en un halo de humo opalescente. Tienes la punta de los dedos índice y
corazón teñida con el albero amarillo de la nicotina. Gesticulas con las manos,
cae la torpe ceniza gris sobre el mármol blanco del velador y sobre la tela
gastada de tus pantalones tejanos. Y en el espejo hecho de espejos infinitos de
un café junto a la Rambla estamos tú y yo y yo te escucho, nuevamente
arrastrada por el sonido de tu voz, el movimiento de tus manos y tus palabras…
Hablas del libro y de tus otros libros, de cómo las historias se solapan y se
imbrican para formar un todo, un mundo, tu mundo. Este, por ejemplo, es el
desarrollo del último capítulo de una novela anterior, una especie de antología
literaria apócrifa, imaginaria, de escritores nazis en América en la que no se
trata tanto de denunciar tendencias ideológicas (pues bien podría haber versado
sobre escritores estalinistas en Europa, por proponer otro caso) como de
denunciar extremos y, sobre todo, miserias, las mezquindades y la sordidez
intelectual del mundillo literario. Recitas nombres y obras de carrerilla. Te
ríes y me haces reír. Todo ficticio, por supuesto, aseguras, pero resulta tan
creíble ―o tan increíble― como si fuese cierto. De eso se trata. Así debe ser
la literatura. Aventura, juego, desafío, parodia, zambullida, salto mortal…
Ficciones entreveradas de realidad en busca de una existencia propia. También
me cuentas que en breve te van a publicar un libro de relatos y que por uno de
ellos recibiste un premio. Esa noche, en casa, en la soledad de mi alcoba, en
la vigilia insomne y devoradora de unas páginas eruditas, amenas y terribles,
brillantes como estrellas, magníficas, asombrosas… espejo y explosión de ti
mismo, un cometa ilumina las calles dormidas de Barcelona y yo comprendo que no
estoy sola, que tú estás aquí, a mi lado, conmigo, acurrucado en mi regazo
friolero, agazapado en las páginas del libro. Que siempre estarás aquí porque tú eres tu libro y todos los
libros que escribes, narrador y narración, objeto y sujeto literario, víctima
de la prodigiosa esquizofrenia del contador.
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