La brevedad de la rosa


(La fotografía es obra de Margarita García Buñuel)

Me ha vuelto a suceder. En esta ocasión con Manolo, el de la charcutería. Yo había ido al mercadillo de mi barrio como todos los jueves por la tarde con la intención de hacer la compra semanal. Al pasar por la charcutería escuché su voz templada de barítono dirigiéndose a mí: ¿Qué? ¿Qué tal les ha salido el jamón? ¿Lo han empezado ya? Yo frené en seco: ¿Qué jamón?, contesté sin pensar, manifestando extrañeza; pero enseguida recordé lo anómalo de la situación y rectifiqué,  contestando en un tono resignado pero animoso: ¡Ah, claro! El jamón… Ha salido buenísimo, Manolo, gracias. Manolo sonrió envanecido. Yo, también. Pero yo lo hice hipócritamente. Dolorosamente. Sabiéndome vencida por ella, por la otra.
Ya son más de dos años con la misma matraca. Tal vez bastante más tiempo, porque el fenómeno comenzó despacito, poco a poco, y yo tardé en advertirlo. Un comentario inocente: Ayer te vi corriendo para coger el autobús… ¡Qué extraño! Ayer yo no había corrido en ningún momento tras ningún autobús. ¿Ayer? No lo recuerdo. Quizás te confundas de día… o me confundas con otra. O: ¿Qué te pareció la película? ¿Qué película? Sí, mujer, la del otro día en los multicines. Alguien me había visto en tal cafetería charlando con una amiga a través de los cristales del escaparate. O comprándome un libro o un vestido o un bote de crema hidratante. De repente, todo el mundo me había visto en lugares y situaciones que  yo no era capaz de recordar. Pero, ¿seguro que era yo? Empecé a pensar que tenía una doble. Planteé el hecho en casa, a mi familia. ¿Era eso posible? ¡El colmo de la casualidad! En la misma ciudad, en el mismo barrio, frecuentando las mismas tiendas, los mismos cafés, el mismo mercadillo… Y sin haber coincidido jamás la una frente a la otra… Moviéndonos las dos en un espacio común solo que situado en planos diferentes.
Al principio la idea me pareció divertida. Me hizo sentir excitada. Tanto, que en más de una ocasión yo misma contribuí a crear confusión entre mis conocidos con objeto de alimentar la extravagante leyenda de mi doble. Fantaseé incluso con la existencia de una hermana gemela, desconocida para mí hasta ese momento. Sonaba romántico y diferente, pero pronto empezó a molestarme. Un día sí y otro también alguien venía a decirme que me había visto aquí o allá, haciendo esto o lo otro. ¿Cómo? ¿Que no era yo? ¡Ah! Que tenía una especie de doble, claro. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué gracioso! Y mi interlocutor se marchaba conteniendo la risa o mirándome con cara de lástima como si yo estuviese un poco ida.
Por aquel tiempo yo aún trabajaba en El Imperdible, una pequeña mercería de mi propiedad. Se trataba de una tiendecita diminuta y algo oscura con las paredes repletas hasta el techo de cajones de madera de roble americano que albergaban absurdas bagatelas y menudos tesoros: hilos de todos los colores, botones de distintas formas, tamaños y materiales, ovillos de lana, corchetes, cremalleras, medias, baberos, leotardos, camisetas, fajas, ropa interior de señora… Un mundo abigarrado, apacible, tranquilo y reposado, donde yo reinaba y organizaba a mi manera, ofreciendo coba, conversación y paciencia a todas mis clientas. Si para vender un único botón tenía que perder veinte minutos, pues los perdía. Para mí el negocio era así. Y la compradora —que casi siempre era una amiga, o una vecina, o una conocida del barrio de toda la vida— se marchaba siempre contenta, llevándose algún consejo o alguna sugerencia útil. Muchas volvían por la tienda simplemente para charlar un rato. Y ahora, en las tertulias vespertinas de la mercería, se hablaba de mi misteriosa doble: Pero ¿tú la has visto alguna vez? No, yo no, y eso es lo que más me mosquea, ¡caray!, pero Miguel, sí. ¿Y qué te dijo? ¿Cómo es? ¿Se parece tanto a mí? Es exacta. Idéntica. Tu doble perfecto. Al menos eso fue lo que dijo Miguel.
Yo suspiraba. Y pensaba que cualquier día de estos ella entraría en mi tienda y me pediría hilo de bordar de color violeta. Y yo le preguntaría qué tono de violeta (mi color preferido) deseaba exactamente. Y le enseñaría cuatro o cinco muestras diferentes, explicándole que el violeta es un tono muy especial, que no hay dos violetas idénticos aunque parezcan iguales. Todo depende de las proporciones de azul y de rojo. No, no hay dos violetas idénticos aunque parezcan iguales. Y entonces le sonreiría y le diría: Como nosotras. Nos parecemos mucho. La gente nos confunde, ¿sabes? Pero no somos idénticas. Ella se sorprendería. ¿Ah, sí? ¿Tanto nos parecemos? O bien contestaría, esbozando una mirada cómplice: Sí, a mí me pasa lo mismo. Todo el mundo me dice que tengo una doble. Tú. Y las dos reiríamos. Somos como dos tonos de color violeta. Similares pero no idénticas. Y nos haríamos amigas, muy amigas, porque cada una era ya un poco la otra. Pero nunca ocurrió. Ella nunca entró en la mercería. Y eso que yo me moría de ganas de que sucediera y empezaba a sentirme obsesionada por conocerla. Incluso soñaba con ella, no solo dormida sino, a veces, también despierta.
Me fui quedando mustia poco a poco. Además, me sentía sola. Antonio, mi marido, era profesor de Derecho Romano en la universidad y paraba poco en casa. Alicia, nuestra única hija, se había ido a estudiar Psicología a Salamanca y, luego, había encontrado trabajo en un colegio de Béjar. Y los hilos, los botones y las cremalleras se vendían cada día menos, en flagrante y desastrosa competencia con los grandes almacenes y centros comerciales. Muchas tiendas del barrio, de las de toda la vida, fueron cerrando sus puertas al jubilarse sus propietarios o, lo que es peor, porque ya no daban para vivir. Una verdadera pena. El local contiguo al mío, sin ir más lejos… Araceli y Mariano habían sido mis vecinos durante treinta años y con la droguería (y mucho trabajo) habían tenido más que suficiente para dar de comer y criar a una hermosa prole de cinco hijos, afortunadamente ahora todos casados y colocados. Sin embargo, ya no vendían nada, ni siquiera un tornillo, una escoba o una vulgar fregona. Como decía, una pena… Así que un buen día cerraron la droguería, colocaron un cartel donde rezaba: TRASPASO LOCAL, reunieron los ahorros de treinta años de esfuerzo y decidieron marcharse a vivir a Alicante en busca de mejor clima y de una vejez tranquila.
A mí me daba grima y me deprimía, cada vez que alzaba la persianilla de mi mercería, ver la antigua droguería cerrada acumulando polvo y mierda (con perdón) tras la cancela. Suciedad gris y abandono, hojas caídas de los árboles cercanos, hojas rotas de periódicos atrasados y nostalgia, mucha nostalgia. La cuenta atrás se había iniciado también para mí el mismo día que Araceli y Mariano colgaron su cartel. ¿Cuánto tiempo de vida le quedaba a El Imperdible? En los últimos cinco años la fisonomía del barrio había cambiado más que en veinticinco. Pronto, muy pronto, en lugar de una droguería y una mercería, alguien abriría un bar, o una sucursal bancaria, o una agencia de viajes, o un todo a cien. Fue entonces cuando a Antonio, viéndome tan apagada, se le ocurrió la idea.
Al principio, la idea de Antonio me pareció tan buena que hasta me olvidé por un tiempo de la historia de mi doble. Es más, apenas nadie la vio durante aquellos meses. Yo me dediqué en cuerpo y alma a la reforma del local contiguo, el de Araceli y Mariano, para agrandar mi negocio y transformar El Imperdible de mercería de barrio en flamante franquicia de la firma Oh-la-la, especializada en ropa interior femenina. Uniendo los dos locales conseguimos una tienda preciosa, amplia y moderna, flanqueada por probadores cubiertos con graciosas cortinillas de tela, llena de espejos, luces y anaqueles blancos que contenían coloristas braguitas, tangas, sujetadores, picardías, camisones… ¡qué sé yo! Y, en verano, vestiditos de playa, bikinis y bañadores. ¡Dios mío, qué contenta estaba! ¡Qué ilusionada! Pero, como he dicho, eso fue al principio. Porque cambiar la orientación del negocio hizo que cambiara la clientela. Ya no acudía Purita a pasarse media tarde escuchando la radio, charla que te charla con la excusa de comprar un dedal. Ni Marisol a por un par de baberitos para su nieta y a contarme, de paso, que se había enterado de que el hijo de Angelines, el cardiólogo, se acababa de separar de su esposa. Seguro que la ha dejado por otra. ¿Tú crees? Claro que sí. ¿Por qué, si no, según tú?  Tratándose de un hombre… ¿dónde has visto tú que un hombre de cuarenta y tantos deje a su mujer si no es por otra? Pues no son egoístas ni nada… Seguro que la otra es más joven y más guapa. Una residente del hospital donde trabaja… Seguro. Ni tampoco venía Amparo a traerme las medias para que se las cogiera, que era de las de carrera día sí y al otro también, y a hacerme compañía y a ayudarme a encaramarme a la escalera para encontrar unos patucos de perlé… En lugar de Puri, Marisol, Angelines o Amparo, ahora entraban en la tienda adolescentes bulliciosas, con los cuerpos horriblemente tatuados y perforados, acompañadas de sus novios (o vaya usted a saber), a revolverme los tangas y a meterse mano en los probadores. Total que tampoco vendía tanto, la franquicia era carísima y yo me había quedado sin mis amigas y sin mis costumbres. Seguíamos echando nuestro cafelito de las mañanas, eso sí… Pero ya no era lo mismo. El Imperdible ya no era punto neurálgico e inevitable de encuentro, cotilleo y reunión. El Imperdible ya no existía. Y yo volví a sentirme mustia. Y otra vez volví a tener noticias de mi doble.
Hablé del asunto con mi amiga Marisol: ¿No te parece muy misterioso? Casi había llegado a olvidarme de ella. ¿Por qué reaparece precisamente ahora? Marisol siempre ha sido una mujer sensata. Intentó animarme buscando una respuesta racional a mi pregunta: Creo que lo que ocurre, sencillamente, es que durante estos últimos meses has estado tan ocupada montando la tienda que no has tenido tiempo ni para pensar en eso. Ahora las cosas han vuelto a recuperar el ritmo de siempre. La tienda ya está montada y tú, reconócelo, te aburres un poquito y te pones a hacer oídos y a comerte el coco pensando en cosas raras. ¡No le des tanta importancia a ese tema, mujer! Además, dicen que todo el mundo tiene un doble idéntico en algún lugar… Lo que pasa es que, mira por donde, tú lo tienes muy cerca. ¡Ay, chica! No hables así, que se me pone la carne de gallina —y le mostré el vello de mi antebrazo, todo erizado―. Marisol rio: Busca alguna ocupación para tus ratos libres, sugirió. ¿Por qué no te apuntas con nosotras a esas clases de baile? ¡Danza del vientre! No me digas que no sería súper divertido seducir a tu Antonio una noche vestida con velos como Salomé, contorsionando el cuerpo y la cintura… Ahora me tocó reír a mí: ¡Moviendo las carnes flojas como un flan, dirás! ¡Qué cosas se te ocurren! ¡A mi edad, bailando delante de Antonio la danza del vientre vestida con velos! ¡Ay! Lo que no he hecho de joven ya no lo voy a hacer ahora, que me acerco a los sesenta. Sería ridículo. Además, Antonio y yo hace mucho que ya no… En fin, suspiré, el caso es que él apenas se fija en mí…
Eso era lo malo, reflexioné para mí, que me sentía muy sola con la niña tan lejos y Antonio siempre ocupado… Ocupado e indiferente. Aquella noche, para pincharle un poco, le conté la ocurrencia de Marisol como si fuera algo gracioso y muy divertido. Espié su reacción por el rabillo del ojo, dispuesta a apuntarme a la danza del vientre o a un estriptís si hacía falta con tal de atraer su atención… Pero solo me lanzó una mirada entre sorprendida y extrañada y me rogó con mucha corrección, eso sí, porque Antonio es un hombre muy correcto y educado, que callara unos instantes para que él pudiera escuchar una noticia del telediario que le interesaba mucho. Durante la velada aún fantaseé un rato con aquello de la danza, sonriendo para mis adentros, imaginándome disfrazada con un bustier de pedrería, un cinturón de metal con monedas y cadenitas de esas que suenan al agitar las caderas y una falda de gasa transparente, danzando, danzando para mi amado como la odalisca de un harén… Al cabo de un rato Antonio bostezó con disimulo, me besó en la mejilla y me dijo que se acostaba ya, que se iba a la cama a leer un poco… Y yo me quedé sentada en el sofá frente a la tele, sin ganas de ir a dormir, viendo una estúpida y horrible serie acerca de matrimonios que se odian y se hacen la vida imposible pero siguen juntos no se sabe por qué. ¿Éramos Antonio y yo así? No. Antonio y yo nos tratábamos con respeto. Quizá la rutina había ido formando con el tiempo una pátina gris de indiferencia que afeaba nuestra relación, pero Antonio y yo nos queríamos y nos tratábamos con respeto. O al menos eso creía yo en aquel momento…
Antonio se había quedado dormido con la luz encendida y el libro entre las manos. Le quité las gafas con cuidado, cerré el libro colocando el cartoncillo que le servía de punto de lectura —y que había caído al suelo—  entre las páginas, le besé en la frente con ternura y apagué la luz. Mi pie desnudo rozó una pierna de Antonio y me dormí, acunada por la suavidad de ese contacto íntimo y confortable.
Al día siguiente, a media tarde, una Marisol muy excitada franqueó el umbral de Oh-la-la: Ay… No sé cómo decírtelo, Rosa… ¿Qué pasa, mujer?, le pregunté. ¿Tú estabas ayer con Antonio en el parque a eso de las ocho y media de la tarde, sentada en un velador del paseo de los plátanos?, me espetó ella. Una ola de calor me subió hasta el rostro, empapándome de sudor. Otra vez los dichosos sofocos. Pues no, balbucí. Déjame recordar. Ayer no hice caja. A las ocho y media ya estaba en casa preparando la cena. Entonces era ella, confirmó Marisol, me lo imaginaba. Verás… ayer por la tarde, a última hora, Miguel bajó al parque a pasear a Dulce (ya sabes, la perrita caniche que me regaló mi hijo por mi cumpleaños)… Marisol se interrumpió. Un par de chicas jóvenes habían entrado en la tienda. Buscaban camisetas blancas, sencillas, de lycra. El catálogo de Oh-la-la, moderno y sofisticado, no disponía de prendas tan corrientes, pero yo había conservado mucho género de El Imperdible y les mostré, impaciente por seguir escuchando los cotilleos de Marisol, lo que ellas querían. Las dos chicas, satisfechas con la adquisición, pagaron su compra y abandonaron el local. Me volví hacia mi amiga: Bueno, ¿qué? Me tienes intrigada… Marisol estaba nerviosa, perdido en parte el aplomo que siempre la caracterizaba. Mira, decidió por fin, te lo contaré de un tirón. Y no me interrumpas ni un momento porque si no quizás no tenga valor para empezar de nuevo: Miguel ayer, en el parque, vio a Antonio y a tu doble sentaditos ante un velador del paseo de los plátanos con un par de refrescos delante, «pelando la pava» como si nada. Palabras textuales.
Soy algo lenta de reflejos. Y aquello era demasiado increíble. Cuando una fortaleza se desmorona como por arte de magia, inesperadamente, los asombrados espectadores tardan un tiempo en reaccionar. ¿Ella con él? Marisol asintió. ¿Y qué hizo Miguel? La magnitud de la revelación me impelía a comportarme con curiosidad, como si aquello no fuera conmigo. Pues mira, siguió informando Marisol, para salir de dudas se acercó a ellos y los saludó como si tal cosa. ¿Y…? Mi incredulidad debía de parecerle ridícula a Marisol. Pues nada, que ellos le devolvieron el saludo, tan tranquilos. Pero bueno, ¿cómo…? «Ya ves, aquí estamos Rosa y yo, tomando un poco la fresca», le dijo Antonio. Pero bueno… (yo no me sentía capaz de replicar otra cosa). Como te lo cuento, insistió Marisol. Y Miguel les contestó que había bajado a la perrita a hacer pipí. Ella acarició a Dulce y le hizo unas cuantas cucamonas. Luego se despidieron con mucha cordialidad y Miguel continuó su paseo. Me dijo que se había vuelto un par de veces para observarlos y que los había visto haciendo manitas, muy acaramelados.
A estas alturas del relato yo ya estaba descompuesta, con los ojos arrasados por las lágrimas, al borde de un ataque de nervios. Pero bueno… la muy guarra… usurpa mi vida, mi nombre, repetía ahora sin parar,  me usurpa al marido… hace manitas con él… lo seduce… Consigue de Antonio lo que hace tiempo que yo no obtengo… Es terrible, es tremendo… Creo que me voy a morir de la pena y la vergüenza. ¿Tanto se me parece, esa zorra, que ha conseguido engañar incluso a mi esposo? ¿Qué pretende? Marisol me abrazaba, intentando consolarme. Cálmate, Rosa. No llores. Ellos (los hombres, esos egoístas desalmados) no merecen ni una sola de nuestras lágrimas… Además, mira, la cosa no es tan horrible si lo piensas bien. Tu Antonio no te engaña con una rubia despampanante… Te engaña con tu doble. Te engaña contigo misma. Miguel dice que el parecido es perfecto, alucinante… Que si no fuera porque sabe lo de tu doble, creería que se trata de una broma ingeniosa, algo pesada desde luego, y que la pareja que encontró ayer tomando una cerveza en el velador eráis Antonio y tú como en vuestros mejores tiempos… Pero eso es ridículo, no irás a pensar..., protesté. Quizás no lo sea tanto, contestó Marisol, mirándome con franqueza a los ojos. Tú quieres mucho a Antonio, ¿verdad? ¿Qué no serías capaz de hacer por volver a interesarle? ¿La danza del vientre?
Cerré la tienda en cuanto mi amiga se hubo marchado. ¿Para qué seguir allí, esperando como una tonta a una hipotética clientela, cuando Antonio, quizás en ese mismo momento, me engañaba impunemente con mi doble? Mi doble. Desconocida, odiada, envidiada. Así que ella también se llama Rosa…
Recorrí como una autómata las escasas manzanas que separan la tienda de casa. El mundo, el universo, el cosmos, o como quiera que se llame el motor, causa primera o totalidad total que rige nuestras vidas, se había detenido para mí. En la oscuridad protectora del salón, sentada en el sofá, reflexioné acerca de las últimas palabras pronunciadas por Marisol. Tú quieres mucho a Antonio, ¿verdad? ¿Qué no serías capaz de hacer por volver a interesarle? ¿La danza del vientre? El eco de su voz me trajo a la memoria, sin querer, una impresión vaga y difusa. Un diván, un gran escritorio de madera de nogal cuajado de carpetas y papeles… Un despacho tenuemente iluminado, una bata blanca, una voz grave y rumorosa dirigiéndose a alguien que no era yo (¿a Antonio, a Alicia quizás?). Me esforcé por seguir el hilo de aquel recuerdo. Me dolía la cabeza. ¡Me sentía tan frágil, tan desamparada! De nuevo una oleada, el presentimiento de una verdad siempre sabida… Las voces quedas de mi hija y de Antonio, conspirando a mis espaldas: Pero, ¿y la gente? ¿Qué pensará la gente? Creerán que se ha vuelto loca. La gente… ¿Qué más nos da lo que piense la gente? Déjala, papá. Es un juego inofensivo, un pequeño delirio romántico que no hace daño a nadie y menos a ti, una forma extrema de reaccionar ante una situación que a ella le resulta terriblemente dolorosa. El climaterio, la soledad… Siempre ha sido una mujer muy sensible, pero eso no significa que esté loca. Tranquilízate, nada de esto afecta al conjunto de su personalidad. Pero no puede ser bueno que ella se crea hasta ese punto sus propias fantasías, insistía Antonio. No sé, en algunos manuales a eso lo llaman paranoia. Déjala, papá. No creo que llegue a ser tan dramático. Y mantenme informada, ¿eh?
Lágrimas ardientes abrasaron mis mejillas.
Me quedé muy quieta, sentada en el sofá, mientras la casa se iba poblando de silenciosas sombras. Por fin, el ruido de una llave trajinando en la cerradura. Cerré los ojos y enseguida sentí la presencia de Antonio, la dulzura de su beso y su voz, muy bajita, susurrando en mi oído: Esta tarde mi amante secreta no ha acudido a la cita… 

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