Hemos quedado en un café con estilo y ahora estamos sentadas ante
un velador, bebiendo sendas manzanillas con un chorrito de anís. B abre mi
lector electrónico con cierta desgana, aunque detecto un atisbo de curiosidad
en su mirada. «Espera», le digo, «que te voy a enseñar las portadas». Son las
portadas de mis libros convertidos en ebooks.
Mis dedos, torpes para todos los aparatejos táctiles, se enredan en la pantalla
como si fueran sarmientos y al final es ella, con sus manos menudas, la que
pulsa y busca y encuentra y mira y remira. En sus ojos hay un velo de tristeza
que a mí me duele porque la quiero mucho y yo me siento contenta e ilusionada
con la decisión tomada, que ella no comparte en absoluto. Así que de forma un
tanto atolondrada me pongo a cantar las excelencias de mi lector electrónico. «Fíjate,
no pesa nada. Se puede cambiar el tipo y el tamaño de la fuente —asunto no
baladí, porque las dos rebasamos los 50 y cada vez vemos peor de cerca—. Y mira
el índice. Das un toquecito y te lleva él solito al capítulo elegido. Y no
necesita punto de lectura. Abres la tapa y ahí está la página, la última página
leída. Y la pantalla no tiene reflejos, y las letras son de tinta para no cansar
la vista. ¡Ah! Y tiene luz. Puedes leer en la cama sin molestar al vecino
(aunque él te moleste a ti con sus ronquidos). Y lleva un diccionario
incorporado: pulsas una palabra y ahí aparece el significado en todas sus
acepciones. Y la de libros que caben…». Yo me río y B me mira con expresión de
mosqueo. «Que sí, Teresa, que todo eso ya lo sé, pero que no me vas a convencer».
Y yo, que siempre he sido perenne portadora de un libro (para leer a
hurtadillas en el curro, durante el rato del desayuno, o en el váter, o en la
cama, o en los transportes públicos, o, incluso, en un ascensor), me acuerdo de
cuando acarreaba las 1.125 páginas de 2666,
o las 1.173 de El plantador de tabaco
(que tuve la nefasta —espero que por su tamaño— idea de regalar a A, otro
amigo), o las 1.043 de Melmoth el
errabundo, o las 631 y en tapa dura (¡menudo ladrillo!) de El tiempo entre costuras, que encima no
me gustó demasiado, novela insípida y
previsible. Esto por poner algunos ejemplos de «peso».
Claro, es que B trabaja en una editorial. «Que los libros son
carísimos, B, y la gente cada vez lee menos», le digo a veces. «¿Tú sabes
cuánto cuesta editar un libro?», me dice ella, «¿cuánta gente interviene en la
edición de un libro, entre correctores de estilo, maquetadores, diseñadores de
portadas, impresores, distribuidores…? No pueden ser más baratos. Al menos no
en una editorial pequeña. Hay tanta gente que vive de eso…». Y yo me siento
culpable, pero pienso: Sí, mucha gente viviendo de eso menos el autor, que es
el que más se lo curra y no se come una mierda, a menos que fiche por una
editorial de las grandes que le haga una promoción a lo grande y encima su
libro guste y tenga suerte… asunto impredecible este. (Ya lo dijo Gustave Flaubert:
«Nadie, ni el más experto de los libreros, es capaz de prever si una novela va
a llegar a triunfar. Eso solo lo decide el azar»).
Pero ese supuesto y afortunado autor fichado por la Gran
Editorial ya la habrá cagado. Ya no será libre para escribir lo que quiera,
tendrá que seguir los draconianos dictados impuestos por su Gran Editorial, dar
el perfil asignado e incluso pasar por el aro de que le reescriban su texto.
Total, solo para sentir el «placer» de realizar el obligado viacrucis de firmas
de Corte Inglés en Corte Inglés, de Feria en Feria del libro. Y luego pasar al olvido.
Está claro que mi perspectiva es diametralmente opuesta a la de
B. Puestos a no comerme una mierda, a lo único que aspiro es a que me lean,
aunque sea en versión ebook de a 0,89 eurillos la pieza. Por lo menos «yo
me lo guiso y yo me lo como». Soy autora in-de-pen-dien-te.
Pero debo añadir, en honor a la verdad, que la postura de B no
es tal únicamente por salvar el currelo de los trabajadores del mundo
editorial. Que se recicle el mundo editorial, que es lo que tiene que hacer si
desea salvarse de esta quema. No. Creo que la postura de B, como la de muchas otras
personas, obedece a cierto «fetichismo» del papel. Ella lee la prensa
en papel e imprime los correos electrónicos para leerlos en papel. Ella ama los
libros como objetos bellos que son; ama el crujir de las hojas entre los dedos,
el olor a tinta que desprenden los libros nuevos, su tacto, la corporeidad
material del libro. Yo también. Por supuesto que yo también. Que nadie lo dude.
Y deseo que coexistan largo tiempo ambos formatos, el uno por su belleza, el
otro por su comodidad. Y al fin me digo que lo que importa es el contenido, que
no el soporte. Porque nunca he sido capaz de imaginar nada más admirable y hermoso que habitar en el bosque de los hombres-libro. Porque yo también hubiera
deseado ser llamada Memorias del conde de
Saint-Simon.
Ilustración
de esta entrada: Inicio de un poema, de
Paul Klee
No hay comentarios:
Publicar un comentario