El proceso de escritura



Miércoles, 22 de mayo
6:45 AM

Empezaba a clarear sobre el horizonte urbano de Lucente cuando Paz Medrano cruzó la avenida con toda la ligereza que le permitían sus ochenta y nueve kilos de peso. De su brazo derecho colgaba una bolsa de tela negra con el logotipo comercial de una franquicia y dentro de ella, una novelita romántica, una botella de agua y el almuerzo: yogur rico en fibra y dos piezas de fruta (amén de una chocolatina furtiva). En la mano izquierda apretaba un vaso de cartón encerado colmado de café con leche y sobre él, bien sujeto con la otra mano, el bollo para Pilar envuelto entre servilletas.
Al fondo, en la plaza, un destello rosado hirió el pararrayos de la pequeña iglesia barroca. Allí estaba Pilar, esperándola a la entrada del templo, tocada con un sucio gorro de punto y envuelta en una toalla de playa estampada con una gran serigrafía de Spiderman. Junto a ella, Paz divisó un desvencijado carrito de compra, también sucio y repleto de variopintos tesoros. «Pilar, nómada, vagamunda, rodeada de palomas. Las más atrevidas se posaban en sus hombros, entre zureos y aleteos». ¡Qué imagen tan hermosa, tan serena!, consideró Paz, mientras se aproximaba, dejándose arrastrar por su vena más lírica y novelesca: «Una plaza arbolada al tibio sol del amanecer, con su iglesia de ladrillo ceñida por las curvas de dos aletones barrocos, y una mujer recostada junto a la puerta dormitando, plácida, entre palomas». Era como el principio de un cuento.
Paz se detuvo hondamente conmovida por la sencilla perfección de la escena, dejó la bolsa de tela negra sobre el pavimento, extrajo su teléfono móvil y disparó varias fotos. Satisfecha del resultado, se acercó a Pilar.
Las palomas volaron en desbandada al sentir la proximidad de la intrusa.
El reloj de la iglesia desgranó siete lentas campanadas.
Pilar dormitaba todavía, inocente, ajena.
―Buenos días, Pilar ―saludó Paz en tono risueño―. Es la hora del desayuno. Café y bollo para empezar bien el día.
Pero Pilar no despertaba.
―Venga, mujer ―insistió la samaritana con un suspiro indulgente, creyendo entender, mientras recogía el envase vacío de vino tinto abandonado en el suelo, el porqué del sopor que adormilaba a su amiga―. Pilar…, te dejo aquí el bollo y el café. Luego te veo. Ahora tengo que entrar a trabajar. Ya son las siete. Se me hace tarde.― Y la zarandeó con suavidad.
Bajo la presión del zarandeo, la indigente se desplomó hacia atrás, torcido el gorrito de punto, la boca entreabierta mostrando un único diente incisivo en el maxilar inferior, vidriosos los ojos, floja la mandíbula.
―Pero, ¿qué…? ¿Qué te pasa Pilar, por Dios? ¡Pilar! ¡Pilar! ¡Dime algo, mujer, no me asustes! ¡Ay, no, no puede ser! ¡Ay, Dios mío, qué cosas me ocurren! ¿Qué hago yo ahora? ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! ¡Esta mujer está muerta!
De las manos inertes de la vagabunda resbaló una estampita con la efigie grabada de Santa Genoveva y un sencillo texto impreso en el dorso: «Yo escucho el clamor de todos los desamparados».

Así comienza Clamor, la novela que estoy escribiendo ahora y que espero —¡espero!— tener terminada muy pronto.
Como casi siempre me pasa con las cosas que escribo, ni siquiera yo sé cómo clasificarla. Podría decir que se trata de una novela de crímenes en serie ambientada en una ciudad imaginaria llamada Lucente y en un tiempo narrativo actual; que los asesinados son siempre mendigos, indigentes, vagabundos, gente desarraigada  y marginal, de la que duerme en un banco de alguna plaza o en un cajero automático, y que junto a todos los cadáveres, invariablemente, aparece la misma estampita de Santa Genoveva; pero, a pesar de que la mayor parte de sus personajes son agentes de policía que intentan resolver el caso, no me atrevería a catalogarla de novela policial ni tampoco de género negro.
En fin, que no sé muy bien lo que es. Lo único que puedo asegurar es que este principio, el que acabáis de leer, ocurrió tal y como le he contado, tan solo con las pequeñas variaciones literarias que imponen su puesta en escena. En aquel momento yo trabajaba en los archivos de un centro médico de especialidades, el Ramón y Cajal, que como bien saben los zaragozanos está situado justo al lado de la parroquia del Carmen, donde se ubica un ropero y un comedor social. Bien, pues todos los días, cuando llegaba a trabajar, allí estaba Pilar, sentada a las escaleras junto a su desvencijado carrito. Era una mujer simpática y especial a la que socorrían con bollos, cafés y bocadillos muchos de los trabajadores del Centro. Y uno de esos días apareció muerta ahí mismo, tendida sobre las escaleras.
De ese desgraciado suceso, que a todos nos causó una profunda impresión, surgió la idea de escribir una novela sobre mendigos asesinados. Porque, en realidad, ¿a quién le puede importar demasiado que haya un mendigo de más o de menos? Supongo que, en el fondo, Clamor es una novela social, una novela sobre esa cotidianidad insignificante y menuda que todos solemos ignorar.
Tal y como yo lo veo, el proceso de escritura, trátese de una novela, de un relato, de un guion de cine o de un libreto teatral, empieza casi siempre así. Un hecho ocurrido, pasado o presente, leído en prensa o visto en televisión, da igual, impresiona los sentidos, remueve algo en el interior del escribiente y ese engranaje mágico y misterioso hecho de memoria, vivencias, asociaciones mentales, pensamientos, ideas y conocimientos que se oculta en algún lugar de nuestra materia gris, se pone a funcionar. Un nuevo texto comienza a fraguar. 

La fotografía que ilustra la entrada es obra de Ane Lagerqvist    

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