6:45 AM
Empezaba a clarear
sobre el horizonte urbano de Lucente cuando Paz Medrano cruzó la avenida con
toda la ligereza que le permitían sus ochenta y nueve kilos de peso. De su
brazo derecho colgaba una bolsa de tela negra con el logotipo comercial de una
franquicia y dentro de ella, una novelita romántica, una botella de agua y el
almuerzo: yogur rico en fibra y dos piezas de fruta (amén de una chocolatina
furtiva). En la mano izquierda apretaba un vaso de cartón encerado colmado de
café con leche y sobre él, bien sujeto con la otra mano, el bollo para Pilar
envuelto entre servilletas.
Al fondo, en la
plaza, un destello rosado hirió el pararrayos de la pequeña iglesia barroca.
Allí estaba Pilar, esperándola a la entrada del templo, tocada con un sucio
gorro de punto y envuelta en una toalla de playa estampada con una gran
serigrafía de Spiderman. Junto a ella, Paz divisó un desvencijado carrito de
compra, también sucio y repleto de variopintos tesoros. «Pilar, nómada,
vagamunda, rodeada de palomas. Las más atrevidas se posaban en sus hombros,
entre zureos y aleteos». ¡Qué imagen tan hermosa, tan serena!, consideró Paz,
mientras se aproximaba, dejándose arrastrar por su vena más lírica y novelesca:
«Una plaza arbolada al tibio sol del amanecer, con su iglesia de ladrillo
ceñida por las curvas de dos aletones barrocos, y una mujer recostada junto a
la puerta dormitando, plácida, entre palomas». Era como el principio de un
cuento.
Paz se detuvo
hondamente conmovida por la sencilla perfección de la escena, dejó la bolsa de
tela negra sobre el pavimento, extrajo su teléfono móvil y disparó varias
fotos. Satisfecha del resultado, se acercó a Pilar.
Las palomas
volaron en desbandada al sentir la proximidad de la intrusa.
El reloj de la
iglesia desgranó siete lentas campanadas.
Pilar dormitaba
todavía, inocente, ajena.
―Buenos días,
Pilar ―saludó Paz en tono risueño―. Es la hora del desayuno. Café y bollo para
empezar bien el día.
Pero Pilar no
despertaba.
―Venga, mujer
―insistió la samaritana con un suspiro indulgente, creyendo entender, mientras
recogía el envase vacío de vino tinto abandonado en el suelo, el porqué del
sopor que adormilaba a su amiga―. Pilar…, te dejo aquí el bollo y el café.
Luego te veo. Ahora tengo que entrar a trabajar. Ya son las siete. Se me hace
tarde.― Y la zarandeó con suavidad.
Bajo la presión
del zarandeo, la indigente se desplomó hacia atrás, torcido el gorrito de
punto, la boca entreabierta mostrando un único diente incisivo en el maxilar
inferior, vidriosos los ojos, floja la mandíbula.
―Pero, ¿qué…?
¿Qué te pasa Pilar, por Dios? ¡Pilar! ¡Pilar! ¡Dime algo, mujer, no me asustes!
¡Ay, no, no puede ser! ¡Ay, Dios mío, qué cosas me ocurren! ¿Qué hago yo ahora?
¡Socorro! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! ¡Esta mujer está muerta!
De las manos
inertes de la vagabunda resbaló una estampita con la efigie grabada de Santa
Genoveva y un sencillo texto impreso en el dorso: «Yo escucho el clamor de
todos los desamparados».
Así comienza Clamor,
la novela que estoy escribiendo ahora y que espero —¡espero!— tener terminada
muy pronto.
Como casi siempre
me pasa con las cosas que escribo, ni siquiera yo sé cómo clasificarla. Podría
decir que se trata de una novela de crímenes en serie ambientada en una ciudad
imaginaria llamada Lucente y en un tiempo narrativo actual; que los asesinados
son siempre mendigos, indigentes, vagabundos, gente desarraigada y marginal, de la que duerme en un banco de
alguna plaza o en un cajero automático, y que junto a todos los cadáveres,
invariablemente, aparece la misma estampita de Santa Genoveva; pero, a pesar de
que la mayor parte de sus personajes son agentes de policía que intentan
resolver el caso, no me atrevería a catalogarla de novela policial ni tampoco
de género negro.
En fin, que no sé
muy bien lo que es. Lo único que puedo asegurar es que este principio, el que
acabáis de leer, ocurrió tal y como le he contado, tan solo con las pequeñas
variaciones literarias que imponen su puesta en escena. En aquel momento yo
trabajaba en los archivos de un centro médico de especialidades, el Ramón y
Cajal, que como bien saben los zaragozanos está situado justo al lado de la
parroquia del Carmen, donde se ubica un ropero y un comedor social. Bien, pues
todos los días, cuando llegaba a trabajar, allí estaba Pilar, sentada a las
escaleras junto a su desvencijado carrito. Era una mujer simpática y especial a
la que socorrían con bollos, cafés y bocadillos muchos de los trabajadores del
Centro. Y uno de esos días apareció muerta ahí mismo, tendida sobre las
escaleras.
De ese
desgraciado suceso, que a todos nos causó una profunda impresión, surgió la
idea de escribir una novela sobre mendigos asesinados. Porque, en realidad, ¿a
quién le puede importar demasiado que haya un mendigo de más o de menos?
Supongo que, en el fondo, Clamor es una novela social, una
novela sobre esa cotidianidad insignificante y menuda que todos solemos ignorar.
Tal y como yo lo veo, el proceso de
escritura, trátese de una novela, de un relato, de un guion de cine o de un
libreto teatral, empieza casi siempre así. Un hecho ocurrido, pasado o
presente, leído en prensa o visto en televisión, da igual, impresiona los
sentidos, remueve algo en el interior del escribiente y ese engranaje mágico y misterioso hecho de
memoria, vivencias, asociaciones mentales, pensamientos, ideas y conocimientos que se
oculta en algún lugar de nuestra materia gris, se pone a funcionar. Un
nuevo texto comienza a fraguar.
La fotografía que ilustra la entrada es obra de Ane Lagerqvist
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