Lee un fragmento de CronoMetro

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La conocí el veintiuno de junio de mil novecientos cuarenta y ocho. Iba yo entregado a mis divagaciones, mecido por el traqueteo del metro y completamente ajeno a mi tarea de observador, cuando sentí su mirada insolente.
—Hola. Te conozco. Te he visto un montón de veces sentado en el banco de algún vagón. Pasas el día en el metro, como yo —dijo una voz con descaro.
Alcé la vista y vi frente a mí a una chiquilla de trenzas pajizas, no demasiado guapa aunque sí graciosa. Charmante.
—Me llamo Françoise Quoirez.
Doblé el periódico.
—¿Y por qué pasas el día en el metro, Françoise? ¿No deberías estar en la escuela?
—¿Y tú? ¿No deberías estar trabajando?
—Estoy trabajando, jovencita.
—¿Ah, sí? ¿Es esto trabajar? ¿Leer el periódico y a ratos fisgonear? ¡Vaya un chollo!
—Óyeme, pequeña, ¿no te ha dicho nadie que eres una mocosuela maleducada?
Françoise consultó su reloj y suspiró.
—En este mismo momento acabo de cumplir trece años. Trece —repitió—. No creo que sea pequeña ni mocosuela. Ya no.
Y esbozó un mohín compungido.
La cosa me resultó sugestiva. Reí.
—No. Ya no. Ahora eres toda una señorita. Pero una señorita maleducada.
Reímos los dos alegremente.
—Bueno, felicidades. Pero, en serio, Françoise, ¿qué haces en el metro? ¿Es que no vas a la escuela?
—Psssss. Prefiero leer y mirar a la gente. Igual que tú. Creo que así se aprende bastante más…
Hube de rendirme ante su ingenio y su agudeza.
Pronto me enteré de que Françoise, que pertenecía a una familia acomodada procedente del suroeste del país, estaba matriculada en la exclusiva academia para señoritas de Mademoiselle Lary, donde nunca había llegado a poner un pie. En lugar de acudir a clase pasaba las horas lectivas vagabundeando en el metro.
—¿Y cómo consigues que Mademoiselle Lary no informe a tus padres de tu falta de asistencia?
—¡Ah, eso…! Verás, Mademoiselle Lary no existe, o quizá existió y ya no, no lo sé, o es solo un nombre sofisticado y esnob que se le ocurrió a alguien para conseguir que las parisinas cursis se educasen en esa academia… En realidad no hay ninguna directora, sino un director, un señor llamado Regis du Bois que da la casualidad de que es amante de una íntima amiga de mi madre. Y yo les chantajeo, ¿vale? Él cobra a mis padres la cuota de la academia, ellos se sienten felices de darme la mejor educación posible y todos me dejan en paz. Así de fácil.
Yo exclamé un horrorizado «¡oh!», dirigido no al hecho de que el tal señor Du Bois tuviese una amante, cosa que a mí me importaba un pimiento, sino a la maquiavélica precocidad intelectual de que hacía gala mi nueva amiga.
—Me parece inmoral y peligroso que actúes así. No es bueno que te acostumbres a conseguir las cosas engañando y chantajeando.
—¿Y por qué no? Todo el mundo lo hace. To-do-el-mun-do —silabeó ella—, aunque casi nadie lo reconoce. Así que, en realidad, yo soy más honesta que los demás. O por lo menos no soy hipócrita. Yo sí reconozco que les chantajeo.
¡Dios mío! ¡Trece años! ¡Quién lo diría!
Nos veíamos casi diario. Yo la buscaba. Ella me buscaba. A Françoise le fascinaban mis artículos periodísticos. Se sentía feliz de pensar que era mi colaboradora y he de reconocer que gracias a su fresca y maliciosa influencia mis escritos resultaban mucho más mordaces y atractivos.
—Fíjate en ese gordo de allí —me susurraba Françoise al oído—. Está claro que se trata de un pervertido. No le quita la vista de encima a ese muchacho tan guapo, el del paquete marrón… Verás cómo enseguida consigue rozarse con él.
Y, efectivamente, a los pocos segundos el pasajero aludido, un señor bien vestido, obeso y sudoroso, se las ingeniaba para chocar contra el joven entre el vaivén de la apretada multitud, amagando con disimulo un patético remedo de caricia obscena…
O bien:
—Mira esa chica con pinta de dependienta o modistilla. No es tal. Le acaba de robar la cartera al caballero del sombrero hongo…
Nada escapaba a la mirada de sus ojos agudos.
El universo del metro era, para Françoise, un pandemónium, un escenario viviente donde quedaban expuestos todos los vicios humanos.
Pasábamos muchos otros ratos leyendo, codo con codo, instalados en los vagones semivacíos de líneas poco frecuentadas. Françoise solo leía obras escritas por mujeres. Colette, Anaïs Nin, Irène Némirovsky, Virginia Woolf, Edith Wharton, Marguerite Yourcenar, Emily y Charlotte Brontë, Mary Shelley, Simone Weil, Sor Juana Inés de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Aphra Behn, George Sand, Selma Lagerlöf, Grazia Deledda… Al poco de conocernos acometió con entusiasmo la lectura de los textos y biografías de grandes viajeras e intrépidas aventureras. Le subyugaron las vidas de Gertrude Bell o Alexandra David-Néel. Leyó también, por aquel entonces, a Karen Blixen. Pero por encima de todas le fascinó la trágica figura de la escritora Isabelle Eberhardt, muerta en Argelia a la temprana edad de veintisiete años después de haber atravesado varias veces el desierto disfrazada de muchacho musulmán, haber sido iniciada en los ritos más arcanos de una antigua hermandad sufí, haber padecido malaria en distintas ocasiones y haberse enamorado apasionadamente de un joven oficial del ejército árabe.
No en vano su punto frívolo, mi pequeña amiga suspiraba por ser ella también gran viajera y escritora.
Casi sin quererlo me convertí en el confidente de aquella niña-adolescente excepcional. Todo le interesaba. Todo cuanto vivía y observaba excitaba las fibras más íntimas de su inteligencia. Era una criatura curiosa, tortuosa pero exquisita.
A menudo pasaba largo tiempo absorta mirando fijamente a algún pasajero del metro.
—No seas tan insistente —le reconvenía yo en voz muy baja—. A la gente le molesta sentirse observada con tanto descaro… Si quieres mirar, hazlo, pero con más disimulo.
—Es que los rostros de la gente me fascinan —afirmaba al cabo de un rato, dando un suspiro—. Lo dicen todo de nosotros. ¿Cómo te imaginas tú a un poeta? ¿Qué cara debería tener un músico? ¿Y un pintor? ¿Y un escultor? ¿Y un charcutero o un tendero? ¿Y un capitán de barco? ¿Y un ladrón o un asesino? ¿Y tiene la misma cara un asesino de niños que un asesino de adultos? ¿Y un soldado? Ese también mata a la gente, ¿no? Yo al poeta me lo imagino con la frente alta, la mirada alucinada y los cabellos finos formando una aureola de inspiración permanente, igual que al músico, aunque este último será menos frágil que el poeta. Al escultor, con los labios gruesos y las manos grandes, y al pintor con la nariz muy larga y la mirada penetrante. En cambio, la nariz del charcutero debería ser corta y gruesa, como una morcilla, con los agujeros muy abiertos y dilatados y los ojillos negros y astutos, como los del asesino de niños.
¡Qué cosas se le ocurrían! Françoise saltaba, con la facilidad de una pequeña acróbata, del pensamiento sublime a la procacidad terrenal.
—¿Y por qué el poeta debería tener cara de poema y el charcutero de lechón o de res? ¿No podría ser poeta alguien con la nariz un poco amorcillada?—preguntaba yo.
—Imposible.
—Pero ¿por qué?
 —No lo sé… —mi amiga se encogía de hombros—. Porque es así. Mira, esa señora tan estirada tiene cara de ser la esposa de un neumólogo, ya sabes, una ocupación horrorosa —Françoise puso cara de asco—, siempre entre flemas, gargajos y esputos, pero su hijo —y señalaba entonces al niño gordito y sonrosado que viajaba junto a la mujer del supuesto neumólogo— no va a seguir los pasos de papá. De hecho, de mayor será abogado. Estoy segura. Me lo dice su aspecto de cerdito rubicundo y pedante…

La ilustración de esta entrada es obra de Leah Piken

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