Hay alguien dentro de mí.
El Dr. Los Arcos
sintió que un ligero escalofrío le recorría la espalda. Sin fijarse mucho en lo
que hacía, cogió el vaso de plástico que descansaba en equilibrio inestable
sobre el montón de historiales depositados sobre su mesa. ¡Vaya! ¡Está vacío!,
comprobó con disgusto al llevárselo a los labios… Y el caso es que no conseguía
recordar en qué momento se había bebido el maldito café. Se sentía cansado. Le
dolía la cabeza. Con un gesto maquinal se quitó las gafas y se frotó los
párpados. Después se acarició el puente de la nariz con los dedos índice y
pulgar, allí donde las patillas de plástico de la montura habían formado
profundos surcos de tono más encendido. Permaneció unos segundos con el rostro
inclinado hacia la mesa, la frente descansando, pesada, sobre los mismos índice
y pulgar… Notó que se estaba quedando dormido, así que se incorporó, desperezándose
primero y luego mesándose los encrespados cabellos. Se puso en pie. Salió al
pasillo, desierto y silencioso a esas horas de la noche, iluminado tan solo por
las luces mortecinas de señalización, que brillan como fuegos fatuos durante
las madrugadas soñolientas del hospital, y decidió bajar a la planta inferior
en busca de un nuevo café.
Maite dormitaba
en el control de enfermería. Tenía turno de noche. ¿Aún no te has ido a casa?,
le preguntó ella, dando un ligero respingo al sentir su presencia. Ya ves, dijo
él, estoy revisando los historiales de Ernesto. Voy a la planta de abajo a
buscar un café. ¿Te subo uno? No, gracias, contestó Maite, me lo acabo de
terminar.
Hay alguien dentro de mí.
Marcos Los Arcos
volvió a sentir otra vez el mismo escalofrío. Insertó las monedas en la ranura
de la máquina de café y se sintió algo estúpido esperando ahí, en medio de la
irritante semioscuridad del amplio vestíbulo, a que el líquido hirviente y
negruzco terminara de llenar el vaso de plástico blanco. ¡Vaya caso más
extraño!, pensó. Ernesto Mancini lo había denominado Caso Prometeo; aunque no
se trataba de un caso reciente, al parecer Ernesto había estado completamente
absorto en él. Pero ahora Ernesto Mancini había muerto de forma inesperada y él
revisaba y ordenaba los papeles de su jefe, amigo y mentor. Era un débito a su
maestro. Marcos regresó a su despacho sorbiendo el café. Maite ya no estaba en
el control. A Marcos le gustaba Maite. Estaba muy buena y era una chica lista y
encantadora. Una estupenda enfermera, de las mejores. Se sentó a la mesa. Bien.
¿Dónde se había quedado? ¡Ah, sí! El caso Prometeo. Revisar todos aquellos
historiales iba a ser tarea dura, porque Mancini siempre había sido un clínico
muy minucioso a la hora de exponer sus casos. Bien. Aquello parecía un diario
manuscrito en una libreta de tapas negras de hule. El diario de alguien —aún no
sabía si hombre o mujer— muy perturbado. La caligrafía era clara y, lo más
raro, de trazo firme. Decidió echarle un vistazo. A veces era divertido leer
las cosas que escribían los locos. Para Marcos resultaba mucho más entretenido
que enfrascarse en cualquier novela. Bueno, exceptuando las de ciencia ficción,
a las que era muy aficionado. Así que, después de volver a frotarse los
párpados, comenzó a leer:
Hay alguien
dentro de mí.
Alguien habita en
mi interior.
Lo sé. Está ahí.
Dentro de mi cabeza. No me explico cómo, pero alguien se ha colado en mi
cerebro y desde hace algunos días yo ya no soy yo. Al menos, no enteramente yo.
No como antes. Ahora hay en mi interior alguien que me habita, alguien que me
habla. Un ser inteligente. Un ser procedente de otra dimensión. ¿Un
extraterrestre? No, no exactamente. ¿Un alienígena? ¿Me han abducido? No, Almax
dice que tampoco es eso exactamente. Simplemente es un ser procedente de otra
dimensión que me ha elegido para vivir dentro de mí.
Sí, se llama
Almax. Bueno, yo le he dado ese nombre y ha parecido gustarle. Elegí ese nombre
porque… Bueno, porque yo estaba chupando un sobre de Almax, ese antiácido, la
primera vez que escuché su voz en mi interior… y luego se me ocurrió que Almax
podría ser un buen nombre para el ser. Nada más.
Pero quizá sea
mejor que cuente las cosas desde el principio. Hablando un poco de mí, de mi
vida y todo eso.
¿Cómo empezar?
No es cosa fácil,
pues podría decirse que carezco de biografía. Soy como cualquiera. Me considero
una persona como hay muchas: un matrimonio normal, dos hijos y cuarenta y cinco
años ya a mis espaldas.
Hasta ahora mi
vida ha sido muy corriente. Una vida estándar, como digo. Nada especial que
mencionar. Lo normal. Por más que pienso no encuentro ningún dato destacable en
mi existencia. Niñez, adolescencia y madurez, siempre siguiendo las normas
dictadas por otros. Dictadas por Todo El Mundo. Me casé, hace casi dieciocho años,
un tórrido día de julio después de tres de ilusionado noviazgo. Nos habíamos
comprado un piso que fuimos amueblando gracias a los regalos de nuestra lista
de bodas. El piso era pequeño, modesto, de segunda mano, sin ascensor ni
calefacción. Y muy alejado del centro de la ciudad. Daba igual. Era nuestro
hogar, nuestro refugio íntimo y compartido. En él nacieron nuestros hijos, un
niño y una niña que ahora tienen quince y doce años. Ese pisito fue el testigo
mudo de todas nuestras ilusiones y también de nuestras primeras decepciones.
Trabajábamos los
dos. Hubiera sido imposible vivir con un único sueldo. Pero con dos, aunque
estos fuesen raquíticos, conseguíamos llegar a fin de mes e incluso hacer
algunos ahorros. Como yo no había querido estudiar tuve que conformarme con
aceptar un empleo en una empresa de limpieza de oficinas. No fue mala solución
porque el trabajo estaba bien pagado, a condición de mantener siempre un
horario nocturno. Trabajo nocturno... y solitario. Pronto hará dieciocho años.
Dieciocho años. De once de la noche a siete de la mañana.
Al principio me
resultó muy duro. El edificio de oficinas, a esas horas, estaba completamente
vacío. Solo el guarda y yo. Era, y es, un edificio de ocho plantas situado en
una de las zonas más comerciales de la ciudad. Un edificio moderno de diseño
funcional, con muchas cristaleras, espacios amplios y pasillos interminables,
apenas iluminados, que yo tenía que recorrer empujando mi carrito de limpieza.
Pasaba miedo. Las luces nocturnas de la ciudad destellaban intermitentes,
misteriosas, con frialdad de neón, colándose por las cristaleras y los grandes
lucernarios del edificio. Los ruidos del tráfico distante llegaban
amortiguados, mezclándose con los sonidos procedentes del interior de las
oficinas: viento, tuberías, crujidos de madera... Fue duro. Lo fui superando poco a poco gracias
a la compañía de la radio y la costumbre... hasta hace algunas noches.
Ahora he vuelto a
oír en el edificio ruidos que ya creía olvidados. Parecen susurros, murmullos
que adquieren una cualidad perentoria, insistente. Quizá sean voces. Voces en
un extraño idioma, ininteligible para mí, pero dotado de un ritmo, de una
premura... He vuelto a tener miedo. Pero ahora ya no.
Fueron otra vez
tardes de creciente nerviosismo que se acentuaba conforme se acercaba la hora
de regresar al trabajo. Noches de recorrer los largos pasillos empujando de
nuevo mi carrito con el ánimo encogido. Pero ahora ya no. Por eso he empezado
este diario. Porque ahora ya no tengo miedo, pero temo desvelar mi secreto si
no encuentro pronto un confidente. Tú, diario, lo serás. A ti puedo contártelo
todo, hasta lo más extraño. Escucha, pues. Esto es lo que ocurrió.
Hace diez noches, a eso de las once y media,
fui al vestuario a coger de mi taquilla un sobre de Almax porque sentía una
insoportable acidez de estómago. Siempre tengo en mi taquilla un tarro de
bicarbonato o algún sobre de esos para remediar las digestiones pesadas.
Padezco del estómago. Colon irritable. ¡Qué se le va a hacer! Soy una persona
muy nerviosa, aunque mi exterior parezca tranquilo. Pero llevo los nervios por
dentro y mis digestiones son lentas y pesadas. Cualquier acontecimiento que me
altere, por nimio que resulte, me afecta al estómago. Y esa noche, ya lo he
explicado, sentía una desazón, una rara inquietud. Había oído cosas.
Yo chupaba el
sobre con fruición —ya se sabe, hay que chupar con fruición e ir doblando el
sobre para aprovechar bien su contenido— cuando sentí una presencia en mi
interior. Más bien dentro de mi cabeza. Una voz. O mejor, una voz sin sonido
que me hablaba. Un pensamiento por encima de mi pensamiento. Como una
interferencia, eso es lo más parecido.
Y sin saber muy
bien cómo, entendí.
Entendí que
hablaba con un ser llegado de otra dimensión. Y que a partir de ese momento, si
yo quería, iba a quedarse conmigo, dentro de mí, en mi cabeza, porque es un ser
incorpóreo. Para poder aprender de mí y del resto de los seres humanos. Para
enseñarme muchas cosas. Todo cuanto yo quisiera conocer.
¡Caray! ¡No está
mal!
Sentí una gran
emoción. Un temblor. ¿Por qué yo, que soy una persona tan insignificante, tan
ignorante, tan irrelevante? Por eso mismo. Por ser un ser humano normal y
corriente como casi la gran mayoría de ellos. Porque como muestra cualquier
botón es bueno y el más corriente es el mejor.
Bueno, no son
motivos muy halagüeños para mí, pero me da igual. Además, ¿quién quiere ser
diferente? Ya lo dicen todos. Para ser feliz solo hay que saber conformarse... ¿no?
Así que desde
entonces Almax está conmigo. Ya sé que el nombrecito resulta bastante ridículo,
pero fue el primero que se me ocurrió por las circunstancias que ya he
referido.
Ahora, las
sensaciones que experimento son bastante sorprendentes, ya lo he dicho. Yo ya
no soy yo. Soy yo y Almax. Yo y Almax. Está siempre conmigo. Y cuando digo
siempre quiero decir que está aquí, en mi cabeza, en mis pensamientos, a todas
horas. Que ya no hay nada mío que Almax no sepa. Sabe todo lo que me ocurre,
todo lo que pienso, todo lo que siento. Todo.
Es como si
hubiera dos yo en mi interior. Es una situación que resulta irritante a veces.
Eso, que haya un espía en mi mente. Pero si el espía es una entidad alienígena
(o casi) llegada de otra dimensión, un ser con conocimientos prodigiosos...
entonces la aventura merece la pena. Así que nos hemos hecho cómplices y yo me
he acostumbrado a mantener un diálogo casi constante entre mi yo y mi otro yo.
¡Vaya!, exclamó
mentalmente el Dr. Marcos Los Arcos. ¡Esta sí que es buena! El caso Prometeo se
presentaba de lo más interesante. Parafrenia, sin duda alguna, diagnosticó de
inmediato. Todos los síntomas lo confirmaban. Por supuesto, su aparición a edad
tardía y el hecho de que la persona no hubiera padecido hasta la fecha ninguna
otra patología psiquiátrica. Pero sobre todo esas palabras: «Un ser procedente
de otra dimensión que me ha elegido para vivir dentro de mí». Ese concepto de
la elección por parte de una entidad de características prodigiosas… Sí, sí,
sí, volvió a decirse Marcos Los Arcos con entusiasmo. ¡Qué bonita era la
parafrenia! Una patología de lo más extraordinaria. Decidió bajar a por otro
café y continuar leyendo.
El control de
enfermería seguía vacío. Ni rastro de Maite. Estaría tendida en el sofá del
cuartito contiguo, probablemente dormida. Marcos la imaginó acurrucada en el
diminuto sofá, exhalando alientos de sueño, y esa visión le produjo una irresistible
ternura. Durante un instante pensó en entrar al cuarto y observar cómo dormía.
¡No!, se prohibió a sí mismo con rígida firmeza. Y continuó avanzando por el
pasillo. Un golpe de viento cerró una puerta con estrépito. Se oyó un chirrido,
luego un crujido. Ruidos de cañerías. El sonido lejano de la descarga de un
retrete. Marcos se puso nervioso. «Ahora solo falta que uno de esos Almax se
meta en mi interior». Rio histéricamente. Almax. Tenía guasa el nombrecito.
Bueno, también la tenía Marcos Los Arcos, con esa cacofonía reiterada de ar y
cos. Marcos había sufrido mucho por eso, cuando niño. Por lo menos Almax era un
nombre original.
Bebió un sorbo
del vaso de plástico y se quemó la lengua con el café. Siguió leyendo, dejando
olvidado el infame brebaje de sabor insípido y más bien dulzón sobre la pila de
historiales clínicos, hasta que se le fue quedando helado. Al rato, estiró una
mano con torpeza y el vaso de plástico blanco, demasiado liviano, se volcó
derramando su contenido pringoso sobre el montón de carpetas. Marcos ni se
fijó.
La ilustración de la portada de El caso
Prometeo es obra del artista Moisés Yagües.
Puedes descargar la novela pulsando aquí en la tienda Kindle de Amazon. ¡Ojalá te guste!
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