El café donde actúa el Pachulí es un antro oscuro y maloliente, con un
espacio a la entrada destinado a la barra de bar y, dentro, pequeños veladores
con sillas con un escenario al fondo.
Cuando llego, el espectáculo aún no ha comenzado. Pregunto por el
Pachulí a un maduro camarero casposo y cansado, de lacios cabellos tintados de
negro y astutos ojillos enrojecidos por el humo que desprende una gastada
colilla firmemente adherida a su labio inferior. La camisa que viste, otrora
blanca, aparece profusamente laureada por salpicaduras de vino y café. El
hombre me informa con gravedad de que la señorita Macarena está terminando de
vestirse en su camerino. ¡Vaya! Así que Macarena es el nombre de guerra del
Pachulí. Y para confirmarlo, reparo en que hay un póster colgado decorando la
pared, raído y amarillento, con una fotografía del Pachulí vestido de
cupletista donde se lee con grandes letras: «La reina del cante se llama
Macarena». Tiene gracia la cosa. La reina del cante…
Sentada a las mesas hay muy escasa concurrencia. Un par de macarras
solitarios que beben su consumición con aire aburrido y poco más. ¿Será alguno
de ellos el cliente del Longines? No lo creo. Para mí que ese Longines se lo ha
birlado el Pachulí a algún pardillo. Son las doce y media. Vuelvo a dirigirme
al camarero casposo, ahora para pedir un cortado y preguntar cuándo va a
empezar la actuación. El hombre consulta su reloj, mira hacia la sala casi
vacía con expresión fatalista y musita un enseguida mientras prepara el cortado
con mucho ruido de máquina a presión y vajilla.
—¿Se va a quedar a ver a Macarena? ¿Quiere que se lo sirva en una de las
mesas?
Le digo que sí a los dos cosas y que muchas gracias.
No me resulta fácil moverme con mi silla de ruedas entre tantas
estrecheces. El amigo camarero me ayuda amablemente, me trae el cortado y
enciende con su mechero la candela que, junto a un búcaro roto y recompuesto
con flores de plástico, adorna el modesto velador.
—¿No le apetece tomarse una copita con el café? ¿Brandi? ¿Orujo? Tengo
un orujo casero muy bueno.
Acepto el orujo, que el hombre me sirve presto y visiblemente
satisfecho. ¡Agggg! Está fuerte y sabe a demonios.
—¿Qué? ¿Le gusta?
—Está bueno. Pero me resulta un poco fuerte. No tengo costumbre de beber
licores.
—Pues tómese otra copita. La segunda entra más suave, ya lo verá. ¿Se la
traigo?
Le digo que bien. Total…
Han llegado más clientes. Una pareja joven de aspecto dudoso. Se sientan
un par de mesas más allá y mi casposo amigo les sirve su correspondiente copita
de orujo al tiempo que les enciende la vela. Parece que aquí solo se bebe
orujo. No me sorprendería nada saber que el viejo lo destila en su casa o en la
misma barra.
Un agradable mareíllo nubla ya mi entendimiento. Se apagan las luces. No
se ve nada, tan solo los cuatro puntitos trémulos de las llamas de las candelas
de las mesas ocupadas. Expectación. El escenario se ilumina con un tenue foco y
aparece el Pachulí, mejor dicho, Macarena, en el centro, entre dos grandes
jarrones decorados con plumas de pavo real, vestido con un traje largo y muy
ajustado de lentejuelas doradas que atrapan con mil destellos la claridad
ambarina del exiguo foco de luz. Macarena juguetea con la larga boa de marabú
que lleva enroscada al cuello. No canta mal. Desgrana un tango con voz grave,
almibarada, melosa. Se contonea con lenta cadencia. Me mira y me sonríe. Me
siento como en una película de Almodóvar. El vestido de oro de Macarena, aunque
ceñido, es muy discreto, de manga larga y sin escote. Pero al terminar la
primera canción, ella —él— se da la
vuelta con pícara afectación mostrando la espalda completamente desnuda. ¡No
está mal! El contraste subraya con cierta elegancia la ambigüedad del
personaje. Ahora gira el rostro hacia el menguado público y, moviendo su melena
con un gesto osado de Rita Hayworth, me dedica su segunda canción. «Para mi
amigo Javier, que ha venido a verme esta noche por primera vez. Y espero que no
sea la última. Javier, bésame mucho».
La segunda y la tercera copita de orujo han hecho su efecto. Supongo que
en otras circunstancias los contoneos del Pachulí me hubieran parecido
patéticos. Pero en este momento le oigo entonar bésame, bésame mucho, como si
fuera esta noche la última vez… y un escalofrío recorre mi espalda hasta el
lugar donde puedo sentirlo.
Tomo la cuarta copa de orujo en el camerino del Pachulí, si es que a
semejante cuchitril puede llamársele camerino. No tengo una idea muy clara de
cómo he llegado hasta aquí, pero no estoy sentado en mi silla de ruedas, sino
en un frágil silloncito de ordenador con brazos en el que he quedado totalmente
inerme, pues no puedo impulsarlo para moverme y dependo por entero de la ayuda
del travesti.
Por lo menos en mi bolsillo se aloja ahora el dichoso reloj de oro, eso
sí, después de haber desembuchado dos mil doscientos euros (doscientos en
concepto de comisión a repartir entre el Pachulí y Matarratas) que Macarena
—todavía es Macarena, puesto que aún luce el disfraz de mujer fatal— ha
guardado en su liga con un gesto muy femenino. Ella —él— también degusta una copa de orujo y me cuenta algo que
debe ser gracioso, porque se ríe dando pequeños gritos y haciendo mohines con
sus labios de plástico que lleva pintados en sangriento tono burdeos. Pero yo
estoy distraído pensando en el reloj. Habrá que desmontarlo y limpiarlo, quizás
sustituir la tija y la corona, pulir la caja y la pulsera para recuperar su
antiguo esplendor y cambiar el cristal, bastante rallado y deteriorado. Quedará
perfecto. A Amézaga le gustará y yo disfrutaré devolviendo toda su prestancia a
un objeto tan bello y preciso.
—No me estás escuchando, Javier.
—¿Eh? Pensaba en el reloj. En el trabajo que me llevará restaurarlo.
—¡Hay que ver cómo eres, amor! Te
interesa más el puñetero Longines que todo lo que te dice tu Macarena. Mírame,
cariño. ¿Sabes que eres muy, pero que muy guapo? Y que tienes un pecho
precioso, tan liso y tan musculoso. Déjame que lo acaricie, mi amor.
Los dedos de Macarena, de largas uñas —falsas, de porcelana, seguro—
pintadas del mismo color que su boca, desabrochan dos o tres botones de mi
camisa y cosquillean mi tórax lampiño. La sensación no es desagradable. Su cara
está muy cerca de la mía, tan cerca que puedo apreciar con todo detalle la
espesa capa de maquillaje que cubre su rostro, brillante a causa del calor del foco, las pestañas postizas que agrandan su
mirada, la textura del carmín que perfila sus labios deformados por placas
—ahora lo veo— de silicona mal inyectada. Esos labios que se han posado sobre
los míos y presionan para entreabrir mi boca, para meter una lengua húmeda y
blanda dentro de mi boca.
Macarena suspira con languidez y me desabrocha un par de botones más de
la camisa. Y en ese mismo instante observo con horror que mi pene se ha puesto
rígido. El bulto es notorio y ella
—él— también se ha dado cuenta.
—Se te ha desbocado el pajarito, amor. No tenía ni idea de que a los
paralíticos también se os pone la cosa dura, pero mira, me encanta la sorpresa.
¿Quieres que te haga una mamada? Para ti va a ser gratis. Me gustas mucho.
Sus uñas rojas me arañan la bragueta. Mi corazón late deprisa y ella —él—acaricia ese pájaro tembloroso
que palpita entre sus manos. Cierro los ojos para no verlo atrapado entre las
dos valvas sangrientas que succionan y succionan con ávida pericia. No hay
sensaciones genitales. Pero hay algo.
Algo que crece y crece y estalla al fin —cogiéndome completamente desprevenido—
con placer insoportable, en el interior de mi cerebro. No me acuerdo de mucho
más. Es el orujo, el calor, lo extraordinario de la situación. No lo sé. Pero
lo que he experimentado esta noche es lo más parecido a un orgasmo que puedo
recordar desde hace tiempo.
La fotografía de la entrada es obra de Ane Lagerqvist
La imagen de portada es obra del artista aragonés José Manuel Ubé
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