La cena ha quedado intacta sobre la mesa camilla del estudio. Confit de canard. Impecablemente
servido. No importa. En el fondo, lo suponía. El encuentro con Claudia me ha
quitado el apetito, así que yo también me sirvo una copa de Morgeot y me
arrellano en el sillón de orejas. Mi mirada divaga errática por la estancia,
demorándose en las vitrinas que contienen mis colecciones; todas ellas
relacionadas, es verdad, con la figura de Alfonso XIII. Libros, diarios,
álbumes, retratos, recortes de periódico, películas, enseres y objetos
personales. Sí, así contempladas, como las contempla Claudia, con frialdad y
con distancia, asemejan la historia de una obsesión. Sin embargo para mí todas
esas chucherías inútiles, fetiches absurdos (así las ha llamado mi hija),
representan pequeñas victorias personales sobre la crueldad inclemente del
tiempo y su íntimo aliado, el olvido. En ellas se destila gota a gota la
memoria de mi madre, el hálito prodigioso que arrulló los sueños de mi infancia
mecidos por la leyenda de un rey destronado, algún ministro intrigante, una
desdichada reina extranjera, príncipes y princesas, sirvientes, lacayos y una
hermosa camarera capaz de inflamar de pasión al monarca. Los relatos que me
contaba mi madre todas las noches, sentada junto al embozo de mi cama de niño,
siempre empezaban igual: «Erase una vez un rey llamado Alfonso que vivía en un
palacio llamado de Oriente, en una ciudad llamada Madrid…».
Cada noche, empero, el cuento era distinto. Podía ser el relato del noviazgo
de Alfonso y Ena, o el del atentado que sufriera la real pareja el mismo día de
su boda, o de las desavenencias de la reina con el marqués de Viana, o
cualquier otro hecho relevante de su vida pública; mas casi siempre se refería
a las pequeñas anécdotas cotidianas que salpimentaban la vida en palacio.
Alfonso era un hombre muy simpático y campechano, siempre dispuesto a bromear.
Ena era una reina muy bella y algo triste; alta, con empaque, hermoso busto y
aires de matrona romana, poseía unos preciosos ojos de color violeta. A pesar
de que con los años llegaron a ser rivales, mamá sentía por ella una admiración
especial. Alfonso fumaba cigarrillos egipcios que guardaba en una pitillera de
platino y lapislázuli (que, por supuesto, logré adquirir en una subasta hace ya
bastantes años, en Roma) y perfumaba su aliento con tabletas de esencia de
lilas y azahar (también pude adquirir el pastillero). Mi madre me hablaba de
los veranos en Santander, en Biarritz y en San Sebastián, del aroma a sal del
mar Cantábrico y de las espléndidas hortensias rosas y azules arracimadas
contra los muros blancos de la villa real. De las representaciones de ópera
wagneriana que fascinaban a la reina Victoria (ahí están expuestos sus gemelos
de nácar). De los fantásticos trenes, automóviles y caballitos de madera que
poseía el menor de los infantes, Gonzalo, a quien todos llamaban Kiki, un niño
díscolo y caprichoso aquejado (al igual que el príncipe de Asturias) de la
terrible hemofilia. O de los trajecitos y joyas que lucían las infantas
Cristina y Beatriz, dos criaturas alegres y encantadoras que inspiraban a mamá
auténtica devoción. Ahora, al menos, yo puedo disfrutar de la visión de esos
juguetes y de esas joyas desde la comodidad de mi sillón. No, no son chucherías
inútiles. Son retazos de una historia. Mi historia.
Tanto la imagen de portada del libro como la fotografía que ilustra la entrada son obra del artista aragonés José Manuel Ubé.
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