Sigo mirando las fotos en la mesa de la cocina. Soy poco dado a la nostalgia, aunque he de
reconocer que eso de la morriña tiene su morbo. Es como los cantos de las
sirenas de Ulises. Te atraen hacia ellas con la magia de sus voces para hacerte
zozobrar contra los escarpados escollos de una costa que ni siquiera es real,
sino solo imaginada. Rebusco entre las imágenes congeladas por el tiempo y la
memoria. El tejo de Bermiego. El árbol que me enamoró de todos los árboles y
para siempre. Yo debía de tener ocho o nueve años entonces y aquel verano lo
pasamos en Asturias. Mi padre me llevó un día a verlo. Inmenso. Uno de los
árboles más viejos de Europa, con casi dos mil años de antigüedad. Un árbol
mágico. Un árbol de tradición druídica, una conífera de corazón venenoso y
crecimiento lentísimo; caprichosa, capaz de cambiar de sexo según el momento
oportuno y la estación. Hay dos fotos como recuerdo de ese día. En una aparezco
yo, un Javier chiquitín intentando, apenas, abarcar con mis bracitos la leñosa
mole de dimensiones ciclópeas; en la otra, los dos, mi padre y yo, diminutos al
lado del gigante, bajo la fronda inmensa de pequeñas acídulas de verde siempre
perenne que filtraban la luz del sol —de ese sol asturiano, hecho de agua— con
los reflejos festivos de una cinta barata de espumillón; nuestros rostros
sonrientes, un poco desdibujados por los manoseos del tiempo.
El tejo de Bermiego. Taxus baccata. Sí. Me enamoré de aquel árbol y, por extensión, de todos los árboles.
Llené de cromos de ejemplares añosos y singulares todos mis cuadernos. El Roble
Valentín, también asturiano, en Tineo. El Pino de Galapán, en Santiago de la
Espada, Jaén. El Castaño Santo de Istán, Málaga, del que cuenta la leyenda que
fue testigo de la rebelión de los moriscos de 1568 y que Ponce de León (aquél
que después atravesara los océanos para buscar en la Florida el secreto de la
eterna juventud) celebró una Santa Misa bajo su trémula floresta. Cubión,
vetusto quejigo del valle de Cabuérniga, en Cantabria. El drago fantástico y
arcaico en sus formas, barbudas y retorcidas, de Icod de los Vinos, en la isla
de Tenerife. Otro tejo milenario, el tejo de Añisclo, en la provincia de
Huesca. El Abuelo, nogal ancestral de Hoz de Abiado. La encina de las Mil
Ovejas, en Ciudad Real. Doña Germana, en Toledo. El Pino Candelabro, en Cuenca.
Los olivos de Gorga y Villajoyosa, en Alicante. Y destacando entre todos,
foráneo, exótico y desmesurado, un ahuehuete, el Árbol de Tule, en Oaxaca, México,
con sus cuarenta metros de altura, su tronco de cuarenta y dos de diámetro y su
copa oscura encerrando, cual bóveda, la plaza entera donde está enclavada la
iglesia barroca, blanca y polícroma, de Santa María, tan pequeña a su lado que
diríase de juguete.
Entonces tenía un libro, que aún conservo. Leyendas vivas. En él se contaba la historia de los árboles más
legendarios. Con doce o trece años yo leía, una y otra vez, la del espécimen
más longevo, el pino Bristlecone. En la ilustración de mi libro, sobre una
ladera yerma y pedregosa azotada por los vientos, se erguían a duras penas,
contraídos y arqueados, dos viejos árboles de aspecto leñoso y decrépito.
Árboles como los que yo imaginaba en el bosque de Blancanieves, con la corteza
gris y blanquecina, agarrotados, encogidos, nudosos, de ramas como garras con
algunas pocas púas verdes en los extremos. No sé por qué aquella lámina me daba
miedo. Había en ella tanta desolación… Pero no era más que vieja madera
carcomida. Parecían muertos, aunque estaban vivos. Era su estrategia.
Supervivencia en estado latente. Era su respuesta ante unas condiciones
ambientales extremas. Frío, sequía, soledad. Cuanto más duras las condiciones,
más longevos. La anécdota que se relataba en el libro me ponía los pelos de punta:
«El más antiguo vivo en la actualidad —leía yo entonces, casi con fervor de
amante— es un espécimen localizado en las Montañas Blancas de California. Le
pusieron el nombre de Matusalén y nació en el año 2832 antes de Cristo. Es el
ser vivo más antiguo del planeta. Está ubicado a unos trescientos metros sobre
el nivel del mar, aunque el lugar exacto se mantiene en secreto como medida de
protección. Anteriormente, el más viejo de La Tierra fue el apodado Prometeo,
que tenía cerca de cinco mil años cuando fue talado por el botánico más
estúpido de la historia de la humanidad. El nombre del inconsciente debe ser
recordado: Donald R. Currey, joven becario a quien no se le ocurrió otra forma
de estudiar el ejemplar que talarlo… con el permiso, eso sí, del Servicio
Forestal de los Estados Unidos. Un árbol que estaba vivo en la época en que el
ser humano inventaba la escritura, fue talado el 6 de agosto de 1964». Detalle
curioso que me producía siempre un secreto escalofrío. Ese fue el día que nací yo…
Me gusta mucho esta foto para ilustrar la entrada: un singular, fascinante (y espectral) reloj de sol, obra de Ane Lagerqvist
La imagen de portada de la novela es obra de José Manuel Ubé
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