"TicTac": lee un fragmento y descárgalo si te ha gustado (3)



Sigo mirando las fotos en la mesa de la cocina.  Soy poco dado a la nostalgia, aunque he de reconocer que eso de la morriña tiene su morbo. Es como los cantos de las sirenas de Ulises. Te atraen hacia ellas con la magia de sus voces para hacerte zozobrar contra los escarpados escollos de una costa que ni siquiera es real, sino solo imaginada. Rebusco entre las imágenes congeladas por el tiempo y la memoria. El tejo de Bermiego. El árbol que me enamoró de todos los árboles y para siempre. Yo debía de tener ocho o nueve años entonces y aquel verano lo pasamos en Asturias. Mi padre me llevó un día a verlo. Inmenso. Uno de los árboles más viejos de Europa, con casi dos mil años de antigüedad. Un árbol mágico. Un árbol de tradición druídica, una conífera de corazón venenoso y crecimiento lentísimo; caprichosa, capaz de cambiar de sexo según el momento oportuno y la estación. Hay dos fotos como recuerdo de ese día. En una aparezco yo, un Javier chiquitín intentando, apenas, abarcar con mis bracitos la leñosa mole de dimensiones ciclópeas; en la otra, los dos, mi padre y yo, diminutos al lado del gigante, bajo la fronda inmensa de pequeñas acídulas de verde siempre perenne que filtraban la luz del sol —de ese sol asturiano, hecho de agua— con los reflejos festivos de una cinta barata de espumillón; nuestros rostros sonrientes, un poco desdibujados por los manoseos del tiempo.
El tejo de Bermiego. Taxus baccata. Sí. Me enamoré de aquel árbol y, por extensión, de todos los árboles. Llené de cromos de ejemplares añosos y singulares todos mis cuadernos. El Roble Valentín, también asturiano, en Tineo. El Pino de Galapán, en Santiago de la Espada, Jaén. El Castaño Santo de Istán, Málaga, del que cuenta la leyenda que fue testigo de la rebelión de los moriscos de 1568 y que Ponce de León (aquél que después atravesara los océanos para buscar en la Florida el secreto de la eterna juventud) celebró una Santa Misa bajo su trémula floresta. Cubión, vetusto quejigo del valle de Cabuérniga, en Cantabria. El drago fantástico y arcaico en sus formas, barbudas y retorcidas, de Icod de los Vinos, en la isla de Tenerife. Otro tejo milenario, el tejo de Añisclo, en la provincia de Huesca. El Abuelo, nogal ancestral de Hoz de Abiado. La encina de las Mil Ovejas, en Ciudad Real. Doña Germana, en Toledo. El Pino Candelabro, en Cuenca. Los olivos de Gorga y Villajoyosa, en Alicante. Y destacando entre todos, foráneo, exótico y desmesurado, un ahuehuete, el Árbol de Tule, en Oaxaca, México, con sus cuarenta metros de altura, su tronco de cuarenta y dos de diámetro y su copa oscura encerrando, cual bóveda, la plaza entera donde está enclavada la iglesia barroca, blanca y polícroma, de Santa María, tan pequeña a su lado que diríase de juguete.
Entonces tenía un libro, que aún conservo. Leyendas vivas. En él se contaba la historia de los árboles más legendarios. Con doce o trece años yo leía, una y otra vez, la del espécimen más longevo, el pino Bristlecone. En la ilustración de mi libro, sobre una ladera yerma y pedregosa azotada por los vientos, se erguían a duras penas, contraídos y arqueados, dos viejos árboles de aspecto leñoso y decrépito. Árboles como los que yo imaginaba en el bosque de Blancanieves, con la corteza gris y blanquecina, agarrotados, encogidos, nudosos, de ramas como garras con algunas pocas púas verdes en los extremos. No sé por qué aquella lámina me daba miedo. Había en ella tanta desolación… Pero no era más que vieja madera carcomida. Parecían muertos, aunque estaban vivos. Era su estrategia. Supervivencia en estado latente. Era su respuesta ante unas condiciones ambientales extremas. Frío, sequía, soledad. Cuanto más duras las condiciones, más longevos. La anécdota que se relataba en el libro me ponía los pelos de punta: «El más antiguo vivo en la actualidad —leía yo entonces, casi con fervor de amante— es un espécimen localizado en las Montañas Blancas de California. Le pusieron el nombre de Matusalén y nació en el año 2832 antes de Cristo. Es el ser vivo más antiguo del planeta. Está ubicado a unos trescientos metros sobre el nivel del mar, aunque el lugar exacto se mantiene en secreto como medida de protección. Anteriormente, el más viejo de La Tierra fue el apodado Prometeo, que tenía cerca de cinco mil años cuando fue talado por el botánico más estúpido de la historia de la humanidad. El nombre del inconsciente debe ser recordado: Donald R. Currey, joven becario a quien no se le ocurrió otra forma de estudiar el ejemplar que talarlo… con el permiso, eso sí, del Servicio Forestal de los Estados Unidos. Un árbol que estaba vivo en la época en que el ser humano inventaba la escritura, fue talado el 6 de agosto de 1964». Detalle curioso que me producía siempre un secreto escalofrío.  Ese fue el día que nací yo…


Me gusta mucho esta foto para ilustrar la entrada: un singular, fascinante (y espectral) reloj de sol, obra de Ane Lagerqvist
La imagen de portada de la novela es obra de José Manuel Ubé
PARA DESCARGAR EL LIBRO PULSA AQUÍ


No hay comentarios: