Obra de Miguel Ángel Buj, escritor turolense
afincado en Huesca, es la segunda entrega de la saga de libros de humor que
tiene como protagonista a Ajonio
Trepileto, personaje pícaro y calamitoso —pero irresistible—, a quien ya
conocen muy bien los lectores de la primera entrega, titulada La
terrible historia de los vibradores asesinos.
(Aquellos que en su
día no la leyeran aún están a tiempo de hacerlo, pues la novela sigue a la venta
publicada en la colección “Sueños de tinta” de Mira Editores y disponible, además, en formato electrónico en la
tienda Kindle de Amazon. Y si ni por
esas, pueden ponerse en antecedentes pulsando en este enlace, que les llevará directos y en un pispas al comentario que,
hace ya tres años y pico, me cupo el honor de redactar).
Y ahora que supongo
que ya la han comprado —o leído el comentario—, ha llegado el momento de hablar
de La sota de bastos jugando al béisbol .
Era inevitable. Un personaje
tan estupendo como Ajonio Trepileto
merecía, como mínimo, otra novela. Así
que empecemos por lo que salta a la vista, la
portada, nuevamente ilustrada por Miguel Ángel —y en la que ¡por fin! nos hacemos
una idea del aspecto del protagonista— que no puede ser más adecuada. Yo creo
que incluso acentúa el puntito tierno, cándido y calamitoso de nuestro amigo,
que sigue siendo el mismo, aunque no la trama ni el elenco de personajes que lo
acompaña en esta nueva desventura.
¿Y
qué ha sido de él, durante estos tres años y pico, entre novela y novela?
Ajonio, más o menos, ha malvivido tirando con las ganancias de su ruinoso sex shop, perdido entre las áridas
estepas monegrinas junto a una gasolinera, y sigue dedicado a vender material pornográfico (probablemente gorroneado) y artilugios
erótico-festivos de fabricación casera, como por ejemplo pelotitas de ping-pong
recicladas en bolas chinas y preservativos con exóticos sabores fruto del tenaz
refrotón con cáscaras de melón, sandía, mandarina o aquello que tuviere más a
mano nuestro inefable protagonista.
Y
hete que un domingo de madrugada (a eso de las diez
de la mañana), Ajonio sale al jardín (en realidad, estepario descampado) para
aliviar la vejiga de los tres litros de cerveza ingeridos la noche anterior, y
al finalizar su caudalosa micción descubre —¡oh, cielos!— la mirada vacía de un
“cadáver gordito”, saludable y bien trajeado.
Tras el susto
morrocotudo, Ajonio, que sigue en libertad condicional, decide avisar a la Benemérita
para evitar líos mayores o, lo que es peor, que le endilguen el cadáver. Y al
parecer, el cadáver —o el “occiso”, como dice Trepileto— pertenece a alguien
ilustre, muy ilustre, alguien a quien nunca debiera relacionarse con un negocio
de esa guisa, alguien de Soria… donde da la casualidad de que vive ese gran
amigo y patrocinador de Ajonio, el Pulgas. Pero, ¿será simple casualidad?, no
deja de preguntarse Ajonio.
Obedeciendo al
imperativo de absoluta discreción exigido por la autoridad competente (militar,
por supuesto), Ajonio es instado a cerrar el negocio por una temporadita, por
lo que emprende viaje hacia Soria a bordo de su cuatro latas, un bólido
abollado y zarrapastroso que a más de 70 por hora trepida, en busca de un poco
de paz espiritual tras el soponcio sufrido. ¿Y por qué a Soria? Pues está
claro: Ajonio va a rumiar sus penas a casa del Pulgas. Tremendo error, porque
ahí empiezan todos sus males:
-
Resulta que el Pulgas está casado (o
arrejuntado) con una mulata más que estupenda.
-
La mencionada mulata, de nombre
Danuta, ha abandonado al Pulgas para amancebarse con el párroco de una
localidad vecina, Conejal del Duero, llevándose, por más señas, una parte muy
sustanciosa del importe de un billete de lotería que le había tocado al Pulgas.
-
El Pulgas, cabreadísimo por el
desplume y la cornamenta, es capaz de cualquier cosa, y Ajonio sabe muy bien
que las barbaridades del Pulgas pueden llegar a ser gordas, muy gordas, y que algo tienen que
ver, como se temía Ajonio, con la aparición del occiso, aunque nuestro
protagonista ignore el cúmulo de circunstancias fallidas que han depositado el “cadáver
gordito”, saludable y bien trajeado, entre los matojos y los cardos que
ornamentan su jardín.
-
Así que, presionado por el Pulgas, Ajonio, en
nombre de su vieja amistad y, sobre todo, del dinerillo que este le promete, se
aviene a mediar entre los dos consortes, desplazándose en su cuatro latas hasta
Conejal del Duero para devolver a Danuta, por las buenas o por las malas, al
dulce hogar conyugal, sin saber que de esa forma está poniendo en marcha una
historia...
En fin, no sigo. No
se vayan a creer ustedes que se la voy a contar entera, porque entonces no se
leerán el libro. Considero que, después de ponerles la mielecilla en los
labios, resulta mucho más edificante hablar
un poco de las claves del humor de
Miguel Ángel Buj.
Porque escribir buenas
novelas de humor es difícil, muy difícil, no se vayan a creer... Aunque suene a
incongruencia, el humor es cosa seria. Parodiando a Jardiel Poncela, “humor se
escribe con hache”.
Ironía, sarcasmo,
hipérbole… Juegos de palabras, eufemismos, sátira, alusión, parodia, antinomia…
De todos estos elementos —sazonados con una pizca de crítica sobre la avidez
pecuniaria, único resorte capaz de hacernos mover el culo (con perdón) a los
malos y a los menos malos—, se sirve Miguel Ángel Buj para crear sus novelas y
todos ellos cristalizan en dos aspectos: El personaje y sus desventuras, aunque
no los utilice de la misma forma en Los
vibradores que en La sota.
Ajonio
Trepileto, el personaje, es el punto fuerte de la saga,
sobre eso no hay duda alguna. Tipejo zarrapastroso y calamitoso, es, sin
embargo, dueño de un lenguaje florido, anacrónico y cultísimo (como ya se
comentó en la anterior reseña), y ese
contraste entre sus circunstancias y su modo de expresarse resulta de lo más acertado
y más que acertado, divertido, y más que divertido, divertidísimo. Enumero
algunas locuciones para que se hagan una idea: “Dilecta fámula”, “zapato
supérstite”, “occiso”, “prístinas intenciones”, “alevoso caco”, “frugal
condumio”, “etérea sílfide”, “fétida anestesia”… Y eso solo por no citar
parrafadas más largas y sustanciosas, amén de todo tipo de paréntesis y acotaciones
aclaratorias para partirse de risa, que sería imposible reproducir en el
limitado espacio de la entrada de un blog.
Pero
no terminan ahí los contrastes: Ajonio será un
pillo, pero un pillo cuyas pillerías, en el fondo, persiguen un noble fin, aunque
sea interesado y libidinoso: a saber, servir de paladín y salvador de frágiles
y exuberantes féminas. Porque Ajonio es un antihéroe galante (que no galán, ni
tampoco donjuán, sino espécimen birrioso) que conjuga a la perfección lo quijotesco con lo sanchesco. Y de esa esencia caballeresca y picaresca a
un tiempo surgen todas sus desventuras, vaya, lo que llamamos contexto, el
segundo de los aspectos que a mi modo de ver constituyen el quid humorístico de
las dos novelas. Porque las féminas tuteladas en La sota, Danuta y Piluqui Pelos Rojos, aunque sí exuberantes, no
son frágiles en absoluto, y bajo falsas promesas me lo dejan desplumado y a dos
velas. Y encima, hambriento y descalabrado. Que si mucho botón que se abre,
mucha teta entrevista o imaginada, mucha promesa de pago en especie, pero luego
nada de nada. Vamos, que Ajonio no se come un rosco, y por no comer, no se come
ni siquiera un mísero par de huevos fritos con gaseosa (a los que es adicto,
recuerden). Solo cacahuetes, cacahuetes y cacahuetes, como si fuera un macaco,
o una mascota original pero bastante horrorosa.
La prosa florida de Los vibradores es algo más contenida en La Sota, a favor de una trama más
elaborada y mejor trabada, donde hay escenas inolvidables, como las del
cementerio (geniales) o las de la misa, el confesionario, la Saturia y la
mortadela (mi preferida), además de otras muchas que a ustedes, lectores
potenciales, les tocará descubrir. El Ajonio de Los vibradores le debe más a Eduardo Mendoza que el Ajonio de La sota, donde brilla por sí solo el ingenio
ya maduro de su autor.
Para finalizar, un
consejo: las novelas se pueden leer de
forma independiente, pero yo les recomiendo que se lean las dos y por este
orden: una detrás de otra.
Lo dicho. Y ya saben,
quien regala un libro (que estamos en Navidad) regala un tesoro, y si este es
de humor, mejor que mejor, pues no hay nada como la risa para
aligerar cualquier congoja.
La sota de bastos
jugando al béisbol
Miguel
Ángel Buj
Colección
“Sueños de tinta” nº 41
MIRA
EDITORES, Zaragoza, 2014
284
páginas - PVP 18 €
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