A menudo uno se
pregunta cuando lee una novela o un relato de dónde salen todos los personajes,
situaciones y acontecimientos descritos, esos protagonistas a los que amamos u
odiamos con la misma vehemencia, esas peripecias que nos mantienen en vilo, con
el ánimo suspendido… y el deseo de capturar cualquier instante por pequeño —en
el metro, en el anonimato del váter, en la cama antes del sueño—, robándole
tiempo al tiempo para entregarnos de lleno a sus glorias y a sus miserias. Es
la pregunta del millón. Y la respuesta obvia es: de la imaginación del autor.
¡Ah!, pero eso es como decir nada, porque al autor no le visitan las musas y le
meten inspiraciones en la cabeza como si fueran un vientecillo de primavera
prolífico y feliz. La cosa no funciona así. El autor se lo curra: observa y
apunta lo que ve, como Léolo Lozzone. Al autor no le alimentan las musas. Le
alimenta la realidad. Se deja impresionar por cuanto le rodea y luego procesa
esas impresiones siguiendo una receta particular que es lo único exclusivo, el
único patrimonio genuinamente exclusivo de cada autor. Y ni siquiera eso. Nadie
inventa nada. Solo combina y recombina elementos como mejor le parece
siguiendo, eso sí, la misma clase de lógica que caracteriza a todos los seres
humanos. Nos repetimos (lamentablemente). No hay en nosotros nada en verdad
original. Recurrimos siempre a los mismos temas y a los mismos esquemas. Nunca
hay nada nuevo bajo el sol. Las posibilidades son finitas para unos seres con
vocación de infinitud (implacablemente). Y combinando y recombinando elementos
(llámense aquí palabras), surge a veces la posibilidad prodigiosa, tras beber
el agua inmortal, de escribir o reescribir la Odisea y, tras eones de tiempo,
olvidar que uno fue, un día, alguien llamado Homero. Por puro azar (aunque
sea así, menos mal).
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