El proceso de escritura (3)



A menudo uno se pregunta cuando lee una novela o un relato de dónde salen todos los personajes, situaciones y acontecimientos descritos, esos protagonistas a los que amamos u odiamos con la misma vehemencia, esas peripecias que nos mantienen en vilo, con el ánimo suspendido… y el deseo de capturar cualquier instante por pequeño —en el metro, en el anonimato del váter, en la cama antes del sueño—, robándole tiempo al tiempo para entregarnos de lleno a sus glorias y a sus miserias. Es la pregunta del millón. Y la respuesta obvia es: de la imaginación del autor. ¡Ah!, pero eso es como decir nada, porque al autor no le visitan las musas y le meten inspiraciones en la cabeza como si fueran un vientecillo de primavera prolífico y feliz. La cosa no funciona así. El autor se lo curra: observa y apunta lo que ve, como Léolo Lozzone. Al autor no le alimentan las musas. Le alimenta la realidad. Se deja impresionar por cuanto le rodea y luego procesa esas impresiones siguiendo una receta particular que es lo único exclusivo, el único patrimonio genuinamente exclusivo de cada autor. Y ni siquiera eso. Nadie inventa nada. Solo combina y recombina elementos como mejor le parece siguiendo, eso sí, la misma clase de lógica que caracteriza a todos los seres humanos. Nos repetimos (lamentablemente). No hay en nosotros nada en verdad original. Recurrimos siempre a los mismos temas y a los mismos esquemas. Nunca hay nada nuevo bajo el sol. Las posibilidades son finitas para unos seres con vocación de infinitud (implacablemente). Y combinando y recombinando elementos (llámense aquí palabras), surge a veces la posibilidad prodigiosa, tras beber el agua inmortal, de escribir o reescribir la Odisea y, tras eones de tiempo,  olvidar que uno fue, un día, alguien llamado Homero. Por puro azar (aunque sea así, menos mal).
         

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