Ha terminado
de leer el último cuento y aún queda en sus labios el regusto trágico y amargo
de la última frase, “Virginia Clemm había dejado de arañar”. Cierra el libro y
acaricia las blandas tapas blancas, esas tapas que encierran, como la tapa de la
caja con la música de Annabel Lee forrada de cretona de florecitas lila donde
de niña amontonaba menudos tesoros, toda la magia de esos diecisiete relatos que
ha leído muy poco a poco para paladearlos bien. Ha convivido con él durante los
cuatro últimos días, retrasando el momento de acabar, de pedirle a Leonard
Cohen con voz ronca y susurrante que se marchara de una vez, o que se quedara
para siempre, no lo ha llegado a saber. Ha espiado a hurtadillas a casi todos
los personajes importantes de su vida lectora y a otros anónimos a quienes ha
creído reconocer en el hastío cotidiano de un gesto en cualquier esquina, en un
supermercado o en un café; en las muecas de autómata de hombre o de mujer
mecano cuyo arcano creador se complace en reinventar y diseccionar, capa tras
capa de pintura y piel, destripar el intestino de una ballena varada en la
playa, cercenar lenguas secretas con su bisturí y empujar los ojos desde adentro
hasta hacerlos saltar para quedar colgando como dos huevos duros con muelles a
la altura de la nariz. Se ha enterado así de que el mismo día de su
desaparición, Antoine de Saint-Exupéry quedó apresado y medio estrangulado en
su paracaídas de seda entre las ramas de un nogal que no era nogal, sino los
brazos de la mujer que dibujó una caja muy pequeña con tres agujeros, pas si petit que ça… Tiens! Il s’est
endormi… Y ahora sabe que desde una nube que navega por el cielo en busca
de un banco de atunes donde pescar, Ernest Hemingway contempla atónito LA GRAN
FIESTA DEL DAIQUIRI, que se ha trasladado desde la elegante Floridita habanera de
toda la vida a un pub de Moraira, una vulgar localidad alicantina petada de
turistas nórdicos. En Locarno ha visto cómo Patricia Highsmith, rodeada de
gatos y diccionarios, teclea en su fiel Olympia una nueva novela, El efecto placebo, transformando a sus
musas en palomas mensajeras, divertida, disfrutando con el fluir de una trama
que la llegada de su talentoso álter ego interrumpirá para siempre, y en
Montevideo, un nueve de febrero de 1974, ha escuchado la pureza de cristal de
las notas de un violín y un pensamiento que Juan Carlos Onetti renuncia a
pronunciar porque “no sirve de nada, el represor desconfía siempre de la
belleza”. ¿Dónde reside, entonces, la belleza? ¿En la voz desgastada por el
tiempo de Leonard Cohen? ¿En la muerte disfrazada de sol de agosto golpeando a
un bebé que ha quedado atrapado dentro de un lujoso Mercedes, o en la
determinación de vencerla a toda costa para obtener, como un Cid Campeador
invicto, la última y podrida victoria? Se ha sentido conmovida con las historias
pequeñas, comunes y corrientes, con los espacios inmensos abiertos bajo los cielos
desesperados de Monegros, con los destellos de humor, con la versatilidad de
los cuentos, con la intertextualidad, con su perfección formal, con la física y
la química y la anatomía y las lecciones de amor tan próximas al desamor. Pero sobre
todo la ha conmovido esa historia, “Debajo de los hombres”, porque piensa que esa
podría ser, quizá, su propia historia.
http://www.editorialbase.es/libros/207
http://elmardeletras.blogspot.com.es/2014/11/quisiera-tener-la-voz-de-leonard-cohen.html
http://www.librosyliteratura.es/quisiera-tener-la-voz-de-leonard-cohen-para-pedirte-te-marcharas.html
http://www.culturamas.es/blog/2014/01/16/recomendacion-quisiera-tener-la-voz-de-leonard-cohen-para-pedirte-que-te-marcharas-oscar-sipan/
No hay comentarios:
Publicar un comentario