Por
su complejidad argumental y psicológica, más allá de lo que resulta preceptivo
en una reseña literaria al uso, dejo aquí el testimonio de una intensa
experiencia lectora… Porque quizá no sea esta una novela para ser leída con
espíritu inquisitivo, sino con espíritu sensual (táctil, auditivo, olfativo),
sumergiéndose en ella sin preguntar, como en un mar de aguas negras y profundas.
Realizar un ejercicio de entrega porque solo así resultará gratificante su
lectura. Emprender un camino no lineal, perderse en un laberinto, absurdo a
veces, terrible, pero siempre animado por el ritmo de una prosa exquisita. Atracción-repulsión. Entre lo bello y lo
perverso están los polos de la inaccesibilidad absoluta.
Clara
Garcés, violonchelista, ha heredado de su padre, un carpintero sin instrucción,
el don del oído absoluto. En el mejor momento de su carrera como concertista y
tras sufrir un extraño incidente, Clara se rompe, comprende que ha perdido algo
irreparable, su élan vital, e inicia un exilio sonoro, una caída en picado
hacia el interior de sí misma en un
torbellino trágico e inexorable que la llevará hasta lo más hondo antes de
empezar a remontar. A punto de conseguirlo, Clara constata la magnitud de su
pérdida, su vulnerabilidad y, en un último y desesperado intento por recobrar
su libertad, decide arrojarse al Ebro. Deja una vida alumbrada de claroscuros,
una hija de veintitantos que la culpa de desamor, un padre que esconde
terribles interrogantes, un exmarido errático y errabundo, además de muchas
relaciones prohibidas.
Tras
el funeral, Sabina, su hija, se siente intrigada por un individuo peculiar, un
desconocido que acude a la cremación presentándose como antiguo amigo de la
difunta ―alto, nórdico, con fríos ojos de pez― y, llevada por una insidiosa
sospecha, comienza a seguir su pista, apenas un tenue hilo en cuyo extremo Sabina
entrevé la sombra de Clara. Seguirlo supone un riesgo y un desafío: descubrir
la personalidad de su «no madre», solo mujer música,
a través de una extraña relación sentimental, leer sus diarios, tocar sus
objetos, hurgar en los secretos que la hicieron como fue, pero también conocer a Ingvar, diabólico Mefistófeles que sedujo
a Clara para despojarla de su don ―el oído absoluto―, gracias a un asombroso artilugio tecnológico diseñado para usurpar mentes y
apoderarse de los sofisticados
entramados neuronales de los talentos más selectos. El Captador.
Un
punto de no retorno. Es entonces cuando la narración se expande en densas, iridiscentes
volutas de humo; cuando se hace rica y múltiple para convertirse en novela de
novelas o novela total: thriller
emocional, novela coral, novela de suspense, de ciencia ficción, experimental,
novela de aprendizaje, filosófica, novela lírica (la poesía salpica cada
página)… Novela, por tanto, de perspectivas definidas por un fascinante
discurrir de personajes secundarios, cada uno arrastrando su propio bagaje existencial.
Como Ingvar, pero también como Jacobo (novio de Sabina), singular aristócrata
enredado en un juego suicida de conspiraciones, asfixiado por la conjura
antisistema, por la crítica del TODO que no podía faltar en una novela que
aspira a ser total. O como Antonio, el primero en poseer el don del oído
absoluto y el primero en perderlo ―o en olvidarlo, o en renunciar a él―; Antonio, padre, guardián de una sospecha terrible. O como la
inolvidable Amaravati (un manantial se derrama desde su sexo humedeciendo los
rizos de la Vía Láctea). Lugares como Atlántida, la casa de los okupas, el
huerto de Artemisa; o mitos como las maguadas de la isla de La Palma…, y el
secreto del unicornio como símbolo de la inocencia perdida. [En una nota
garabateada en el margen de mi ejemplar leo que el unicornio me remitió a la
película Blade Runner. ¿Es eso ―creer en los unicornios― lo que nos hace ser humanos?]. La
catarsis en el valle de Benasque. El concilio secreto de Aviñón. [Aquí vuelvo a
leer una nota marginal: Coreografías mentales de pesadilla me recuerdan la
coreografía de la ceremonia inaugural del túnel de San Gotardo]. Lascivia-amor-ambición-indiferencia.
Y Clara, siempre Clara (y a veces Sabina, dos vidas en el límite de unos polos
que quizá lleguen a converger), desnuda, desesperada, tiritando abrazada al
violonchelo.
Polos de inaccesibilidad que generan una novela envolvente, masiva,
oceánica, desarrollada a partir del fenómeno de la escritura como único eje
compositor, de trazo circular [Clara y Sabina, ya no sé si son dos o son solo
una], perdida su senda en una infinita espiral donde la memoria, el hoy, el
mañana, se muestran deliberadamente quebrados, fragmentados, donde el tiempo
desaparece y solo es ya pasado, conciencia de tránsito, sustancia blanda, maleable
e interpretable.
Las
tramas horizontales, verticales, oblicuas, se despliegan en un mundo de
trampantojos aparentemente infinito, transitado en direcciones imposibles, como
en un dibujo de Escher. Tramas devoradoras, animadas por el odio, la envidia, la ambición, la pulsión erótica y todas
las manifestaciones del juego de poder, convertidas en terrorífica pitón u opresivas
como una espesa tela de araña.
Y
cuando tiempo y espacio se diluyen, lo que queda es la magia de la penetración
psicológica, la espléndida caracterización de cada personaje. Todavía me
sorprende la lacerante, dramática, caótica, frágil ―y, sin embargo, sólida―
realidad de los dos principales personajes femeninos, Clara y Sabina. [Vuelvo a
leer en los márgenes de mi ejemplar: Pareciera que José Ignacio (el autor)
poseyera realmente un Captador capaz de destilar y verter en fonemas la esencia
de Clara, la esencia de Sabina, todas las esencias de mujer…].
Una novela
magnífica, densa, atormentada, que desafía el uso de una arquitectura
constructiva convencional para trascender a un nuevo concepto narrador. Una
novela necesaria.
Reseña publicada en el número 123 de la Revista Cultural TURIA, junio 2017