De leer a escribir


Las locas vacaciones de una familia inglesa quedaron sin terminar, después de un trepidante paseo invernal por la estación de esquí de Saint Moritz (eran unas vacaciones locas porque eran en invierno y ese dato debió de parecernos muy excéntrico y muy chic). Después de eso hice lo típico: empezar un diario.
Era un diario muy atormentado, de niña leída y en exceso sensible en plena pubertad. Nada memorable, desde luego, nada que me haga sentir orgullosa. Escribir requiere tomar cierta distancia de uno mismo y yo entonces (y tardé mucho en dejar de estarlo) estaba metida de lleno en una etapa de complicada efervescencia emocional.
Cuando aquella etapa pasó ya había empezado a estudiar Filología (que luego cambié por Historia) y me daba miedo y respeto aquello de escribir. Así que seguí leyendo y leyendo, con el gusanillo pendiente de la escritura royendo siempre en mi interior. Hice intentos. Empecé varias novelas pero no terminaba ninguna. Era más difícil de lo que parecía, entre otras cosas porque escribía a mano, con rotulador, en un cuaderno (cuadernos de tapas verdes color esperanza) y aquello enseguida adquiría el aspecto de un enorme e ilegible borrón. Tachaduras. Flechas apuntando hacia notas marginales, aclaraciones y llamadas numeradas que se suponía que debían indicarme el orden correcto, pero no lo hacían. Me daba pereza pasarlo a limpio. Me abrumaba. Nunca se me ocurrió utilizar una máquina de escribir porque les había cogido manía en la época en que preparaba oposiciones (que al final saqué) y entonces todavía no tenía ordenador.
Así hasta los cuarenta y cinco tacos. Entonces ocurrieron dos cosas. La primera fue que no conseguí plaza en unas oposiciones que sí había aprobado, aunque sin número (esto lo digo para salvaguardar la honrilla) y en las que yo había depositado grandes esperanzas de cambio y realización personal. Me había prometido a mí misma que si no obtenía esa plaza me pondría a escribir, ya, sin más dilación. La segunda fue que se murió mi padre. Este no es sitio para hablar de pena o no pena, pero sí para decir que vi muy claro en ese momento que la vida empezaba a escapárseme de los dedos, que ya me había hecho mayor y que lo  quisiera hacer con mis sueños y con mis ilusiones lo tenía que hacer entonces. Y punto.

2 comentarios:

Vigo dijo...



Vamos, parecido al síndrome de Jerusalen parece...

Bueh, estoy buscando una cosilla por su blog. Así es internet.

Teresa Sopeña dijo...

Hola, Vigo. Gracias por tu comentario. Y sí, así es internet.
Saludos,
Teresa