La fotografía orginal de la portada de Como héroes, captada en Tokyo por la cámara de mi amiga Susana Narvaiza
A menudo uno se pregunta cuando lee una novela de dónde salen todos los personajes, situaciones y acontecimientos descritos, esos protagonistas a los que amamos u odiamos con la misma vehemencia, esas peripecias que nos mantienen en vilo, con el ánimo suspendido… y el deseo de capturar cualquier instante por pequeño –en el autobús o el metro, en el anonimato del váter, en la cama antes del sueño—, robándole tiempo al tiempo para entregarnos de lleno a sus glorias y a sus miserias. Es la pregunta del millón. Y la respuesta obvia es: de la imaginación del autor. ¡Ah!, pero eso es como decir nada porque al autor no le visitan las musas y le meten inspiraciones en la cabeza como si fueran un vientecillo de primavera prolífico y feliz (talmente como un Almax). La cosa no funciona así. El autor se lo curra: observa y apunta lo que ve, como Léolo Lozzone. Al autor no le alimentan las musas. Le alimenta la realidad. Se deja impresionar por cuanto le rodea y luego procesa esas impresiones siguiendo una receta particular que es lo único exclusivo, el único patrimonio genuino de cada autor. Y ni siquiera eso. Nadie inventa nada. Solo combina y recombina elementos como mejor le parece siguiendo, eso sí, la misma clase de lógica que caracteriza a todos los seres humanos. Nos repetimos (lamentablemente). No hay en nosotros nada en verdad original. Recurrimos siempre a los mismos temas y a los mismos esquemas. Nunca hay nada nuevo bajo el sol. Las posibilidades son finitas para unos seres con vocación de infinitud (implacablemente, qué pena). Y combinando y recombinando elementos (llámense aquí palabras), surge a veces la posibilidad prodigiosa, como en el cuento de El inmortal, de escribir o reescribir la Odisea aunque uno se haya olvidado de que se llama Homero. Por puro azar (aunque sea así, menos mal).Cuando empecé a escribir Como héroes yo tenía a mi Gorka en casa, dispuesto para la disección intelectual. Convivía con un adolescente analítico, racional e inteligente, majo y honesto, más vago que la chaqueta de un guardia, eso sí, y aquejado de un lúcido y sublime escepticismo que había desembocado en nihilismo y desmotivación. No sé qué pensará mi adolescente de estas frases de su madre. Da igual. Los dos sabemos que hace tiempo que adivinó que Gorka era un poco él.
También tenía modelos para Begoña –salvando las distancias, una de mis hermanas--, y para Juanra –un ex jefe y un ex cuñado que entonces no lo era y luego lo fue (ahí estuve clarividente)--, y para Pere, que era yo misma en mi papel de antropóloga, y para Joan –una mezcla entre dos de mis amigos más íntimos--. Anda que no me pasé noches de insomnio y gintonics, en Sitges, libreta en mano, anotando las confesiones de Alexis y Josep (y los cito porque los cité en el libro, en el apartado de Agradecimientos) para poder dar un sentido a mi pareja de gays. Incluso a Lance Carrington (el personaje más anodino y más flojo de la novela, lo reconozco) lo inspiró un americano encantador (bodeguero californiano y padre de gemelas, que eso también lo utilicé) con el que compartimos aquel verano el esforzado Camino del Inca, desde Cuzco hasta Machu Picchu.
Eso en cuanto a los personajes. Los propósitos los dejo para la siguiente entrada.
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