Se quedó en el cajón. No se publicó. La leyeron unas cuantas personas, entre ellas Juan Bolea, pero de eso ya hablaré después. En general gustó, aunque su lectura dejaba siempre cierto poso de amargura. Es una novela rara, lo reconozco, y además es de esas novelas cuya lectura entristece. Está aceptablemente escrita y la idea es buena y original, pero es amarga porque reniega del Hombre, porque obliga a mirar lo que nadie quiere mirar, lo que todos preferimos olvidar. Esa soledad última e íntima, abismal, que nos recuerda que somos caca de estrellas (que no polvo) y que hagamos lo que hagamos somos eso, soledad.
En fin. Después de terminar, supongo, en alguna papelera del Ayuntamiento de Santander fue a parar también a la papelera del Ayuntamiento de Barbastro y luego permaneció un tiempo colgada en un portal literario de Internet, yoescribo.com, de donde fue descargada exactamente en veinticuatro ocasiones.
Y ahí estuvo, hasta que el pasado mes de mayo decidí que aquella primera novela merecía una revisión y una nueva oportunidad, ahora que yo también tenía más experiencia como escritora. La rehíce, cambiando un poco la estructura e incorporando dos personajes nuevos. El resultado me satisfizo y decidí presentarla a otro concurso, esta vez al premio Santa Isabel de Aragón, reina de Portugal, convocado por la DPZ. Nada. Tampoco me he comido un rosco. Y eso que ganar me hacía especial ilusión porque hubiera supuesto la publicación de la obra en Tropo, que realiza ediciones verdaderamente bellas y exquisitas.
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