La caja de gato (III)

Siempre supe que Maia estaba en ese zulo por su propia voluntad. Sin embargo, la visión inicial de Martín, que la mostraba abatida e intentando no rendirse, sobreponiéndose a la adversidad, contradecía ese sentimiento. Maia aparecía en el sueño de Martín humillada "pero no vencida", como si realmente algo o alguien la retuvieran en aquel lugar. Y esa era la esencia de Maia: su espíritu rebelde e indomable; el deseo de conseguir sus objetivos enfrentándose a cualquier obstáculo, renunciando incluso a su relación amorosa. Una mujer brava, terca y aventurera, digna hija de los hijos del pájaro del pico largo.
Fue entonces cuando surgió la idea de aquella cabaña subterránea encontrada en el bosque por una Maia niña y su compañero de juegos —deseosos de emular a Tom Sawyer y a Huck— excavada por buscadores de oro… Secreto de adolescentes, refugio de amantes y, más tarde, guarida de una banda de contrabandistas. Maia había acudido a la que fuera en otro tiempo su cabaña y se había quedado atrapada en ella…
No cuento más.
De alguna manera, Maia era mi alter ego. Me gusta la bravura en las mujeres tanto como me gusta la sensibilidad en los hombres. Martín era mi otro alter ego. Dos caras de una misma moneda, dos aspectos distintos y complementarios de una misma realidad compleja y contradictoria. Ahí estaba el secreto. Porque, como sostienen los filósofos del borgeano país de Tlön, mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y así cada persona es dos personas a la vez. Maia y Martín eran una sola persona, aunque eso, al principio, no lo sabían ni ellos ni yo.
En octubre de 2008 Rafa y yo hicimos un viaje a Marruecos. Estuvimos en Marrakech y en Essaouira, la antigua Mogador. En Essaouira conocí a un tipo extraño, un pintor bereber descendiente de italianos que se llamaba Labrini, el “Miró bereber”, como le gustaba denominarse. Él fue quien me regaló el icono del gato y yo siempre pensé que ese icono era el gato de La caja, aunque entonces tampoco sabía que al año siguiente el libro se publicaría… Y al año siguiente fuimos a Formentera. Nos hizo un tiempo de perros. Viento, lluvia, incluso algún tornado… No me importó. La isla seguía siendo un pequeño paraíso y yo me había llevado trabajo para entretener el tiempo: las pruebas de La caja de gato, que entonces, ya, iba a ser publicada. En Formentera, al releer la novela mientras corregía las pruebas, me di cuenta de que esa era mi novela y de que si aún no la hubiera escrito, "a pesar de sus defectos" —de los que yo era muy consciente—, tendría que ponerme a escribirla tal y como ya era. Sin variar una palabra o una coma.
            Creo que es lo más que puede sentir un autor. Esa sensación de plenitud, de haber podido plasmar en una obra lo que quería, todo lo que verdaderamente le importa…

2 comentarios:

Alba dijo...

¡Hola, Teresa!

Me he leído el pequeño fragmento que has colgado en tu blog del libro LA CAJA DE GATO.
Ansío saber más de esa historia...

¡Muchas gracias por colgar aquí un adelanto!

¡Besos y un fuere abrazo!

Alba.

Teresa Sopeña dijo...

El libro te aguarda, Alba, "tu" libro. En cuanto te venga bien, te lo hago llegar.
Muchos besos y suerte en todo,
Teresa