Siento frío.
Sin embargo, hoy es un cálido día romano del mes de junio, justamente el día previo al solsticio, y la iglesia de Santa María de Minerva aparece abarrotada por una densa multitud, ávida y expectante, que sofoca con los hedores de la transpiración esta atmósfera de claustro enrarecida. Translúcidas gotas de sudor perlan la frente del muy alto dignatario Vicenzo Maculano, comisario del Santo Oficio, agobiado bajo el peso de su manto carmesí.
Pero yo tengo frío, mucho frío. Será el reuma que se ha colado hasta el tuétano en estos viejos y doloridos huesos (y eso que esta noche he dormido sobre un mullido colchón, abrigado mi lecho con mantas de pieles, en el suntuoso palacio del legado florentino; mas al despuntar el alba he añorado —¡hace ya tanto tiempo!— el tibio regazo de Marina Gamba).
El proceso ha sido largo. Ahora el tedio me invade. Se me invita a abjurar, a retractarme. ¿Qué puede importarme? Ya no es una cuestión de Ciencia, sino de Obediencia. Los cuerpos celestes son enemigos menudos para la Iglesia de Roma. Es el juego político de los grandes príncipes reformados el inminente peligro. Y yo… Yo sólo soy un pobre peón que debe mover en su apoyo, demasiado viejo, demasiado frágil, tal vez insignificante. Por eso obedezco.
Dicen de mí que he pecado de soberbia y arrogancia. No ha sido así. Tan sólo he buscado entender el mensaje verdadero que nos cuentan las estrellas; pero intuyo que aún no ha llegado el momento de que el hombre prescinda de la Palabra Divina. Este es mi tiempo y en él me ha tocado vivir. Quizá existan otros mundos, miles de mundos en constante cambio y movimiento habitados por ángeles o demonios, como sostenía Bruno. No lo sé. Dejemos que el mañana lo niegue o lo confirme. Hoy tan sólo es hoy y yo soy un anciano cansado de sesenta y nueve años. Por eso obedezco.
Maculano mueve los labios. Diríase que pronuncia mi sentencia, pero lo cierto es que me aburro y me resulta indiferente. Una gota de sudor desciende por sus sienes y se desliza, íntima, cálida, escondida, por el recio cuello hasta albergarse en su hueco. A esa le sigue otra, y otra… y mi vista, siguiéndolas, se entretiene.
Distraído, advierto ahora que una mosca perezosa se ha posado en su cuello. Maculano parpadea. Agita brevemente una mano gordezuela, la que ostenta el grueso rubí de dignatario, y la mosca se ahuyenta pero regresa a su presa. Yo me arrodillo. Es el momento. Silencio. Mis dedos artríticos rasgan una rúbrica al pie del documento. Todo ha terminado. La mosca sigue en el cuello, inmóvil, libando con su beso la espesa sangre del comisario. Pasan segundos, minutos, una eternidad de tiempo o tal vez sólo un suspiro… Escucho un zumbido. El insecto sigue inmóvil, mas el gesto exasperado de Maculano denota su insidioso y molesto cosquilleo. Me enderezo despacio, con lento esfuerzo, y sacudo un pie para espantarla.
¡Qué cosa! ¡Qué cosa más tonta! Inmóvil. La mosca parece inmóvil sobre su presa. Falsa apariencia…
Eppur si muove.
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