Aquelarre


Él llegó al atardecer de un largo y cálido día de verano.
Ellas le espiaron, nerviosas, tras las cortinas rosas de tul ilusión.
Él era guapo, alto, fuerte, atlético, vestido con ropas de príncipe azul.
Ellas suspiraron y se mordieron las uñas.
Él sonrió con arrogancia. Las tengo en el bote, pensó. Y dijo: “Caramba, chicas. Mi nombre es Ken. Y ni idea de que había por aquí tanta belleza junta”.
Ellas le miraron sorprendidas. Luego se miraron unas a otras y asintieron. Barbie Platino se puso en pie con decisión. La siguió Barbie Violín y, después, Barbie Escarlata, Barbie Azabache y Barbie Oriental. Todas montaron en sus escobas y salieron por la ventana, rasgando las cortinas de tul ilusión. Volaron. Rieron. Aullaron. Giraron y giraron sobre Ken en danza frenética de melenas multicolor.
“Me gustan sus labios de fresa”, dijo Barbie Platino mordiéndolos.
“Me gustan sus ojos de vidrio azul”, dijo Barbie Violín arrancándolos.
“Me gusta su torso musculoso”, dijo Barbie Escarlata arañándolo.
“Me gusta su cuello de toro”, dijo Barbie Azabache desgarrándolo.
“Me gusta su sexo”, dijo Barbie Oriental. Y quiso extirparlo a dentelladas, pero no pudo porque no lo encontró. Al fin y al cabo Ken solo era un muñeco y carecía de él. A sus fabricantes no les había parecido pertinente ponerle pito.
El enjambre de Barbies levó vuelo levemente decepcionado.

Al filo del atardecer sangriento quedó olvidado sobre la hierba el despojo desmembrado de un monigote sin ojos.


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