La soledad del escritor

─¡Tomaseta! ¡Tomaseta!

─¡Bendito sea Dios! Otra vez esas voces. Que sepas, Venancia, que ya van cuatro las veces que me llama a gritos en lo que llevamos de mañana. ¡Virgen santísima! ¿Pero qué querrá este hombre ahora? La primera ha sido para que le llenara el tintero, la segunda para que le atizara el brasero y le llevara una tisana de milenrama. La tercera… ¿qué te crees tú que quería la tercera? ¡Pues leerme lo que escribe! ¡Como si servidora no tuviera más cosa que hacer que oír sus boberías! “Anda, Tomasa, escucha esto que he escrito que necesito opinión, que ya no sé si está bien o está mal o son solo majaderías”. ¿Y qué habían de ser si no? Pues eso, majaderías. ¡Madre María santísima! ¡Menuda historia de locos…! Habrase visto… “Atiende, Tomaseta”, me ha dicho. Y me ha endilgado todo un párrafo donde se relataban (eso sí, con mucha gracia) los desvaríos de un caballero andante que confunde molinos de viento con un ejército de gigantes. ¿Qué te parece, Venancia? Y yo le he dicho: "Pero vuecencia, si ese caballero andante confunde molinos con gigantes es porque está muy loco". “Eso es, Tomaseta, eso es precisamente lo que quiero que quede claro”. Ya ves, Venancia, para ti y para mí que el amo está tan tocado como su caballero andante.

─¡Tomasa!
─¡Ya voy, don Miguel, ya voy! ¡Que no me deja vuesa merced ni desplumar el pollo…! ¿Qué se le ofrece ahora a vuecencia?
─Nada, nada, Tomaseta. Quería oír tu voz, verte la cara y decirte una cosa…
─¿Qué cosa?
─¡Ay! Que el oficio de escribir es a ratos muy ingrato… y que yo me siento muy solo…




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